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Audrey oyó la voz del librero, que intentaba ser tranquilizadora.

– ¡Todo va bien, ya lo tengo!

Con el rostro pálido, y agarrado en lo alto del árbol, Mathias no dejaba de mirar al niño que estaba sentado en una rama frente a él.

– Bueno, vaya, ahora estamos aquí como dos tontos -le dijo al niño.

– ¿Me van a regañar? -preguntó el niño.

– Si quieres mi opinión, te lo merecerías.

Unos segundos más tarde, las hojas empezaron a moverse y un vigilante apareció subido a una escalera.

– ¿Cómo te llamas? -preguntó el hombre.

– Mathias.

– Se lo preguntaba al niño.

El niño se llamaba Víctor, y el vigilante lo cogió en brazos.

– Entonces escúchame bien, Víctor. Hay cuarenta y siete peldaños; vamos a contarlos juntos, sin mirar abajo, ¿de acuerdo?

Mathias vio a los dos desaparecer por aquella frondosidad. Las voces se amortiguaron. Solo y petrificado, se quedó mirando fijamente el horizonte.

Cuando el vigilante lo invitó a bajar, Mathias se lo agradeció sinceramente. Después de haber subido tan alto, iba a disfrutar un poco más de la vista. No obstante, le preguntó a aquél si había algún inconveniente en dejarle la escalera.

La reunión acababa de terminar. McKenzie acompañó a los clientes hasta la entrada. Antoine cruzó la agencia y abrió la puerta de su despacho. Se reunió con Emily y Louis, que lo esperaban en el canapé de la recepción. Su calvario llegaba a su fin. Había llegado el momento de volver a casa. Esa noche, el Cluedo y las patatas fritas compensarían la hora perdida. Emily aceptó el trato y metió sus cosas en la mochila; Louis corría ya hacia los ascensores, zigzagueando entre las mesas de dibujo. El pequeño pulsó todos los botones de la cabina y, después de una visita inesperada al sótano, salieron por fin al vestíbulo del inmueble.

Tras el escaparate, Sophie los veía subir por Bute Street. Los dos niños tiraban de las mangas del abrigo de Antoine. El le envió un beso desde la acera de enfrente.

– ¿Dónde está papá? -preguntó Emily al ver la librería cerrada.

– En mi reunión de padres de alumnos -respondió Louis, encogiéndose de hombros.

El rostro de Audrey apareció entre el follaje. -¿Empezamos como la última vez? -Estamos mucho más altos, ¿no?.

– El método es el mismo, un pie después del otro y no mire jamás abajo, ¿prometido?.

En ese momento de su vida, Mathias le habría prometido la luna a quien la hubiera querido. Audrey añadió:

– La próxima vez que quiera que nos veamos, no es necesario que pase por todo esto.

Hicieron una pausa en el vigésimo peldaño, después otra en el décimo. Cuando sus pies tocaron por fin el suelo, el patio había quedado vacío. Eran casi las ocho de la tarde.

Audrey le propuso a Mathias acompañarlo hasta la placita. El guardián cerró la verja tras ellos.

– Esta vez, me he puesto verdaderamente en ridículo, ¿no es así?

– No, ha tenido usted coraje.

– Cuando tenía cinco años, me caí de un tejado.

– ¿De verdad? -preguntó Audrey.

– No… No es verdad.

Sus mejillas se sonrojaron. Ella lo miró fijamente durante un buen rato, sin decir nada.

– Ni siquiera sé cómo agradecérselo.

– Acaba de hacerlo -respondió ella.

El viento le hizo estremecerse.

– Vuelva adentro, va usted a coger frío -murmuró Mathias.

– Usted también -respondió ella.

Audrey se alejó. Mathias habría querido que el tiempo se detuviera. En mitad de aquella acera desierta, sin que supiera por qué, ya la echaba de menos. Cuando la llamó, ella había dado doce pasos; no se lo confesaría nunca, pero ella había contado todos y cada uno de ellos.

– ¡Me parece que tengo una edición del diecinueve del Lagarde y Michard!

Audrey se volvió.

– Y yo creo que tengo hambre -respondió ella.

Aunque aseguraban estar hambrientos, cuando Yvonne llegó a recoger la mesa, se preocupó al ver que casi no habían tocado sus platos. Desde el mostrador, al captar la mirada que Mathias le echaba a los labios de Audrey, comprendió que su cocina no tenía nada que ver. A lo largo de la tarde, se confiaron sus respectivas pasiones, la que Audrey sentía por la fotografía, y la que Mathias sentía por los manuscritos antiguos. El año anterior había adquirido una carta de Saint-Exupéry escrita de su puño y letra. No era más que un pequeño papel garabateado por el piloto antes de un vuelo, pero para él, que era un coleccionista, tenerlo entre sus manos le procuraba un placer indescriptible. Confesó que a veces, por la noche, en su soledad parisina, sacaba la nota del sobre, desplegaba el papel con una precaución infinita, después cerraba los ojos, y su imaginación lo transportaba a una pista de tierra de África. Oía la voz del mecánico gritar «contacto», mientras hacía girar la hélice y encendía el motor. Los pistones se ponían a retumbar, y le bastaba inclinar la cabeza hacia atrás para notar el viento contra las mejillas. Audrey comprendía lo que sentía Mathias. Cuando se ponía a mirar antiguas fotografías, se hundía en ellas, y llegaba a encontrarse en los años veinte, caminando por las callejuelas de Chicago. En el rincón de un bar, bebía alcohol en compañía de un joven trompetista, músico genial, al que sus compañeros llamaban Satchmo.

Y en la calma de la noche, escuchaba un disco, y Satchmo la llevaba a pasear por las líneas de algunas partituras. Otras noches, otras fotografías la conducían a la fiebre de los clubs de jazz; bailaba al ritmo de los endiablados ragtimes, y se escondía cuando la policía llevaba a cabo redadas.

Inclinada durante horas sobre una foto tomada por William Claxton, había dado con la historia de un músico tan bello y apasionado que se había enamorado de él. Al notar algo de celos en la voz de Mathias, añadió que Chet Baker había muerto al caer desde un segundo piso de su habitación de hotel en Amsterdam, en 1988, a la edad de cincuenta y nueve años.

Yvonne carraspeó en el mostrador; el restaurante iba a cerrar ya. El salón estaba vacío. Mathias pagó la cuenta, y los dos se volvieron a encontrar en Bute Street. Tras ellos, acababan de echar la persiana. El propuso ir a pasear por la orilla del río, pero era tarde y ella tenía que irse. Por la mañana la esperaba una montaña de trabajo. Los dos se dieron cuenta de que durante la velada no habían hablado ni de su vida, ni de su pasado, ni tampoco de su oficio, pero habían compartido sus sueños e ilusiones; después de todo, había sido una bella conversación para ser la primera. Intercambiaron sus números de teléfono. Cuando la acompañó hasta South Kensington, Mathias se dedicó a alabar el oficio de profesor y afirmó que dedicar la vida a los niños era signo de una increíble generosidad, y, en cuanto a la reunión de padres, ya vería cómo se las arreglaba. Sólo tendría que ir inventándoselo sobre la marcha conforme Antoine le preguntara. Audrey no entendía ni una palabra de lo que estaba diciendo, pero era un momento tierno, y ella se limitó a asentir. Él le tendió torpemente una mano, y ella lo besó en la boca; un taxi la llevaba ya hacia el barrio de Brick Lane. Con la conciencia tranquila, Mathias subió por Oíd Brompton.

Cuando entró en Clareville Grove, habría jurado que los árboles que se inclinaban bajo el viento lo saludaban. A pesar de parecer tonto, frágil y feliz a la vez, les devolvió la señal con la cabeza. Subió los peldaños de su escalera sin hacer el menor ruido, hizo girar lentamente la llave en la cerradura y, tras un leve crujido de la puerta, entró en el salón.