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Cuando un policía le preguntó lo que estaba haciendo, se puso de pie y respondió llorando:

– He venido a devolverle a mi padre sus papeles. No nos habíamos visto desde la guerra.

Yvonne recobró el conocimiento y se levantó lentamente. Su corazón había recobrado un ritmo normal. Subió la escalera y, al llegar a la sala, decidió cambiarse de delantal. Mientras se lo anudaba a la espalda, una joven mujer entró y fue a instalarse en la barra. Pidió la bebida alcohólica de más alta graduación que tuvieran. Yvonne la miró de arriba a abajo, le sirvió un vaso de agua mineral y fue a sentarse a su lado.

Enya había emigrado el año anterior. Había encontrado trabajo en un bar del Soho. La vida allí era tan cara que tenía que compartir un estudio con tres estudiantes que, como ella, hacían pequeños trabajos por aquí y por allá. Enya no estudiaba desde hacía mucho tiempo.

El restaurador norteafricano que la empleaba, al echar de menos su país, había cerrado el negocio. Después, un empleo de mañanas en una panadería, otro como cajera en un local de comida rápida a la hora del almuerzo y un último como repartidora de publicidad al final de la jornada le habían permitido ir tirando. Sin papeles, sólo le quedaba la precariedad. En dos semanas, había perdido todo sus empleos. Le preguntó a Yvonne si no tenía algo para ella, se le daba bien servir mesas y no tenía miedo del trabajo duro.

– ¿Así es como quieres encontrar trabajo? ¿Bebiendo alcohol en la barra de un bar? -preguntó la patrona.

Yvonne no tenía los medios para contratar a nadie, pero le prometió a la muchacha preguntar a los comerciantes de la calle. Si se presentaba alguna oportunidad, se lo haría saber. Enya sólo tenía que ir pasándose de vez en cuando. Con la intención de completar la lista de sus cualidades, Enya añadió que también había trabajado en una lavandería. Yvonne se volvió para mirarla de frente. Se quedó unos minutos en silencio y le dijo que, hasta que llegaran tiempos mejores, podía ir a comer allí de vez en cuando; no le cobraría con la condición de que no se lo dijera a nadie. La chica no sabía cómo agradecérselo; Yvonne le dijo que no lo hiciera en absoluto y se volvió a sus quehaceres.

Al inicio de la velada, Antoine estaba sentado a la mesa en compañía de McKenzie, que devoraba a Yvonne con la mirada. Cogió su móvil para enviarle un mensaje de texto a Mathias: «Gracias por ocuparte de los niños. ¿Va todo bien?».

Enseguida recibió una respuesta: «Todo va bien. Los niños han cenado, cepillado de dientes en curso, en la cama en 10 minutos».

Al poco, Antoine recibió un segundo mensaje: «Trabaja hasta tan tarde como quieras, yo me ocupo de todo».

La luz acababa de apagarse en la sala del cine de Fulhamm, y la película empezaba. Mathias apagó su móvil y hundió la mano en la bolsa de palomitas que Audrey le ofrecía.

Sophie abrió la puerta de la nevera para examinar su contenido. En la bandeja de arriba, encontró unos tomates muy rojos, alineados en un orden tan perfecto que parecían un batallón de soldados de un ejército del Imperio. Había unas lonchas de viandas frías colocadas ordenadamente en un papel de celofán junto a un plato con quesos, un tarro de pepinillos y un bote de mahonesa.

Los niños dormían en el piso superior. Cada uno había tenido derecho a su propia historia y a sus mimos.

A las once, la llave giró en la cerradura. Sophie se volvió y vio a Mathias en el umbral de la puerta con una sonrisa de felicidad en la cara.

– Tienes suerte, Antoine todavía no ha llegado -dijo Sophie para recibirlo.

Mathias dejó su cartera en el estante que había en la entrada de la casa. Fue a sentarse junto a ella, la besó en la mejilla y le preguntó qué tal había ido la noche.

– La extinción del fuego se ha llevado a cabo con media hora de retraso respecto al horario habitual, pero es el derecho de las canguros que actúan de incógnito. Louis tiene algún problema, está muy contrariado, pero no he podido sacarle nada.

– Yo me encargo -dijo Mathias.

Sophie cogió su fular colgado en el perchero, lo enrolló alrededor de su cuello y señaló la cocina.

– He preparado algo de comer para Antoine. Lo conozco, seguro que llega con el estómago vacío.

Mathias se acercó y agarró un pepinillo. Sophie le dio una palmada en la mano.

– ¡He dicho que era para Antoine! ¿Es que no has cenado?

– No he tenido tiempo -respondió Mathias-, he vuelto corriendo después del cine, no sabía que la película era tan larga.

– Espero que haya merecido la pena -dijo Sophie en un tono burlón.

Mathias miró el plato de viandas frías.

– ¡Algunos tienen suerte!

– ¿Tienes hambre?

– No, vete, prefiero que no estés cuando llegue; si no, se olerá algo.

Mathias cogió la tabla de quesos, eligió un trozo de gruyer y se lo comió sin demasiadas ganas.

– ¿Has visto el primer piso? Antoine ha rehecho mi lado por completo. ¿Qué te parece la decoración? -preguntó él con la boca llena.

– ¡Simétrica! -respondió Sophie.

– ¿Qué quieres decir con eso?

– Quiero decir que vuestras habitaciones son iguales, incluso las lamparitas de noche son idénticas, es ridículo.

– ¡No veo por qué! -dijo Mathias humillado.

– Estaría bien que, en alguna parte de este edificio, «tu casa» signifique «tu casa», y no «vivo en casa de un amigo».

Sophie se puso el abrigo y salió a la calle. Notó enseguida el frío de la noche, se estremeció y se puso en marcha. El viento soplaba en Oíd Brompton Road. Un zorro (hay muchos en la ciudad) la acompañó durante algunos metros, protegido por las verjas del parque de Onslow Gardens. En Bute Street, Sophie vio el Austin Healey de Antoine aparcado frente a sus oficinas. Lo rozó con su mano, levantó la cabeza y miró durante unos instantes las ventanas iluminadas. Se ajustó el fular y continuó su camino.

Al entrar en el estudio en el que vivía unas cuantas calles más allá, no encendió la luz. Sus vaqueros se deslizaron por sus piernas, los dejó enrollados en el suelo, lanzó su jersey a lo lejos y se metió enseguida bajo las sábanas; las hojas del platanero que veía por la pequeña ventana que estaba sobre su cama habían adquirido un color plateado bajo la luz de la luna. Se volvió de lado, apretando su almohada contra ella, y esperó a que le llegara el sueño.

Mathias subió los escalones y apretó la oreja contra la puerta de la habitación de Louis.

– ¿Estás dormido? -susurró él.

– ¡Sí! -respondió el pequeño.

Mathias giró el pomo de la puerta, y un rayo de luz llegó hasta la cama. Entró de puntillas y se sentó junto a él.

– ¿Quieres que hablemos? -preguntó él.

Louis no respondió. Mathias intentó levantar una esquina del cubrecama, pero el niño, que se escondía debajo, la cogía con fuerza.

– No siempre eres divertido, ¿sabes? A veces eres un poco tonto.

– Tendrías que explicarme un poco más, amigo mío -repuso Mathias con voz suave.

– Me han castigado por tu culpa.

– ¿Qué he hecho?

– ¿Tú qué crees?

– ¿Es por la nota a la señora Morel?

– ¿Has escrito a muchas maestras?. ¿Puedes decirme por qué le has dicho a la mía que su boca te vuelve loco?

– ¿Te la ha leído? ¡Eso es muy feo!

– Ella es la fea.

– ¡Ah no, no digas eso! -dijo Mathias.

– ¡Ah, vale! ¿Me estás diciendo que Séverine la pingüina no es fea?

– Pero ¿quien es esa Séverine? -preguntó inquieto Mathias.

– ¿Estás amnésico o qué? -dijo Louis furioso y asomando la cabeza por debajo de las sábanas-. ¡Es mi maestra! -gritó.

– No, se llama Audrey -replicó Mathias convencido.

– ¡Como mínimo, aceptarás que sepa mejor que tú cómo se llama mi maestra!

Mathias se quedó muerto, y Louis se preguntó quién era esa famosa Audrey.