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Su padrino le describió entonces con todo lujo de detalles a la joven mujer con un tono de voz atractivamente cascado. Louis lo miró perplejo.

– Estás desvariando, porque me has descrito a la periodista que está haciendo un reportaje sobre la escuela.

Como Louis ya no dijo nada más, Mathias añadió:

– ¡Vaya mierda!

– ¡Sí, y debo señalarte que tú nos ha metido en ella! -añadió Louis.

Mathias aceptó copiar él mismo cien veces la frase «No enviaré cartas groseras a mi maestra», y falsificar la firma de Antoine en la parte de abajo de la hoja de castigo, a cambio de que Louis guardara en secreto aquel incidente. Después de pensárselo, el niño llegó a la conclusión de que el trato no era demasiado ventajoso, pero si su padrino añadía los dos últimos libros de Calvin y Hobbes, estaría eventualmente dispuesto a reconsiderar su oferta. Llegaron a un acuerdo a las once y treinta y cinco, y Mathias salió de la habitación.

Tuvo el tiempo justo de meterse en la cama. Antoine acababa de llegar y subía por la escalera. Al ver la luz que se colaba por debajo de la puerta, llamó y entró enseguida,

– Gracias por la comida -dijo Antoine visiblemente emocionado.

– De nada -respondió Mathias a la vez que dejaba escapar un bostezo.

– No era necesario que te molestaras, te había dicho que iba a cenar con McKenzie.

– Lo olvidé.

– ¿Todo bien? -preguntó Antoine, escrutando a su amigo.

– ¡Formidable!

– Te noto algo raro.

– Sólo estoy cansado. Luchaba contra el sueño para esperarte.

Antoine le preguntó si todo había ido bien con los niños. Mathias le dijo que Sophie había ido a verlo y que habían pasado la velada juntos.

– ¿Ah, sí? -preguntó Antoine.

– ¿No te molestará?

– No, ¿por qué iba a molestarme?

– No sé, te noto raro.

– Entonces, ¿todo ha ido bien? -insistió Antoine.

Mathias le sugirió que hablara en voz más baja, porque los niños estaban durmiendo. Antoine le dio las buenas noches y se fue. Treinta segundos más tarde, volvió a abrir la puerta y le aconsejó a su amigo que se quitara el impermeable antes de dormir, porque esa noche ya no iba a llover más. Ante el asombro de Mathias, añadió que las solapas le sobresalían de las sábanas y volvió a cerrar la puerta sin hacer ningún otro comentario.

Capítulo 8

Antoine entró en el restaurante con un gran cartón con dibujos bajo el brazo. McKenzie lo seguía, llevando un caballete de madera que colocó en medio de la sala.

Invitaron a Yvonne a sentarse en una mesa para conocer el proyecto de renovación de la sala y del bar. El jefe de agencia instaló los planos sobre el caballete, y Antoine empezó a explicarlos.

Feliz por haber al fin hallado el medio de captar la atención de Yvonne, McKenzie iba pasando las hojas, y en cuanto se le presentaba la oportunidad, corría a sentarse a su lado para mostrarle unas veces los catálogos de luces, y otras los abanicos de gamas de colores.

Yvonne estaba maravillada y, aunque Antoine evitaba hablar del coste, ya adivinaba que la empresa estaba fuera de sus posibilidades. Cuando acabó la presentación, les agradeció las molestias que se habían tomado y le pidió al inefable McKenzie que la dejara sola con Antoine. Necesitaba hablar con él cara a cara. McKenzie, que a menudo perdía el sentido de la realidad, llegó a la conclusión de que Yvonne, trastornada por su creatividad, quería comentar con su jefe la turbación que se había adueñado de ella.

Sabiendo que compartía con Antoine una complicidad indefectible y desprovista de toda ambigüedad, recogió el caballete, la cartulina con dibujos y se fue, no sin golpear una primera vez la esquina de la barra, y una segunda, el marco de la puerta. La calma volvió a la sala. Yvonne posó sus manos sobre las de Antoine. McKenzie espiaba la escena desde detrás de los cristales, levantado sobre la punta de los dedos, y tuvo que agacharse bruscamente cuando reparó en la emoción que traslucía la mirada de Yvonne. Todo iba por buen camino.

– Es maravilloso lo que habéis hecho, ni siquiera sé qué decir.

– Basta con que me digas el fin de semana que te iría bien -respondió Antoine-. Lo he dispuesto todo para que no tengas que cerrar el restaurante entre semana. Los obreros llegarán un sábado por la mañana y el domingo por la tarde habrán acabado.

– Mi querido Antoine, no puedo pagar ni la pintura de las paredes -dijo ella con voz frágil.

Antoine cambió de silla para ir a sentarse más cerca de Yvonne. Le explicó que el sótano de sus oficinas estaba lleno de botes de pintura y de objetos recuperados de las obras. McKenzie había concebido el proyecto de renovación del restaurante partiendo de esos excedentes que les molestaban. También le daría un pequeño toque barroco y moderno a su establecimiento. Y cuando le preguntó si no se daba cuenta del enorme favor que le haría al poder deshacerse de todos esos trastos, los ojos de Yvonne se llenaron de lágrimas. Antoine la cogió entre sus brazos.

– Para, Yvonne, vas a hacer que yo también me ponga a llorar. Además, el dinero aquí no pinta nada, sólo me importa que seamos felices, tú y nosotros. Seremos los primeros en disfrutar de tu nueva decoración, pues almorzamos aquí a diario.

Ella se secó las mejillas y lo reprendió por hacerla llorar como a una chiquilla.

– También vas a pretender convencerme de que los rutilantes apliques que me ha enseñado McKenzie en el catálogo de novedades son materiales reciclados.

– ¡Son muestras que nos regalan los proveedores! -respondió Antoine.

– ¡Qué mal mientes!

Yvonne prometió pensárselo; Antoine insistió, ya lo había pensado todo por ella. Empezaría las obras dentro de algunas semanas.

– Antoine, ¿por qué haces todo esto?

– Porque me hace feliz.

Yvonne lo miró a los ojos y suspiró.

– ¿No estás harto de ocuparte de todo el mundo? ¿Cuándo te vas a decidir a cuidar de ti mismo?

– Cuando haya acabado con lo demás.

Yvonne se acercó y tomó sus manos en las suyas.

– ¿Qué crees, Antoine, que la gente te aprecia porque les haces favores? No te voy a querer menos porque me hagas pagar las obras.

– Sé de personas que se van a la otra punta del mundo para hacer el bien; yo, por mi parte, intento hacer tanto bien como pueda a las personas que quiero.

– Eres una buena persona, Antoine, deja de castigarte porque Karine se fuera.

Yvonne se levantó.

– Entonces, si acepto tu proyecto, ¡quiero un presupuesto! ¿Está claro?

Al salir a la calle para vaciar un jarrón de agua en la alcantarilla, Sophie se quedó estupefacta al ver a McKenzie arrodillado delante del cristal del restaurante de Yvonne, y le preguntó si necesitaba ayuda. El hombre se sobresaltó y la tranquilizó de inmediato: los cordones de los zapatos estaban un poco flojos, pero ya lo había arreglado. Sophie miró el par de mocasines viejos que llevaba, se encogió de hombros y dio media vuelta.

McKenzie entró en la sala. Tenía una pequeña duda sobre los apliques que le había enseñado a Yvonne, y eso lo tenía verdaderamente preocupado. Ella puso los ojos en blanco y se volvió a meter en la cocina.

El hombre tenía las uñas negras, y su aliento apestaba al aceite rancio del fish and chips del que se iba alimentando a lo largo del día. Detrás del mostrador del aquel sórdido hotel, con mirada libidinosa, devoraba la segunda página del Sun. Una pin-up anónima se exponía allí como cada día, casi desnuda, en una posición que no dejaba dudas.

Enya empujó la puerta y avanzó hasta él. No levantó los ojos de su lectura y se contentó con preguntar, con voz anodina, durante cuántas horas quería ella disponer de la habitación. La joven preguntó el precio del alquiler semanal, no tenía suficiente dinero, pero prometió ir pagando su deuda cada día. El hombre soltó su periódico y la miró. Era bonita. Frunciendo la boca, le explicó que su establecimiento no ofrecía ese tipo de servicio, pero que podía pagar de una manera u otra, siempre había formas de arreglarlo. Cuando le puso la mano en el cuello, ella lo abofeteó.