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Enya caminaba, con los hombros caídos, y sentía odio por aquella ciudad en la que carecía de todo. Aquella mañana, su casero la había echado después de no pagar el alquiler un mes.

Las noches de soledad, que eran numerosas, Enya recordaba la textura de la arena caliente deslizándose entre sus dedos cuando era niña.

La ironía había marcado el destino de Enya; durante toda su adolescencia, ella, que había carecido de todo, soñaba con conocer, aunque sólo fuera un día, una sola vez, el significado de la palabra «demasiado», y, aquel día, era demasiado.

Caminaba por el borde de la acera y se fijó en el autobús que subía a gran velocidad por la avenida; la calzada estaba húmeda, le bastaba con dar un paso, un pasito. Inspiró profundamente y se lanzó hacia delante.

Una mano sólida la agarró por el hombro y le hizo dar marcha atrás. El hombre que la sujetaba en sus brazos tenía el aspecto de un caballero. Todo el cuerpo le temblaba, como si tuviera fiebre alta. El se quitó su abrigo y se lo pasó por los hombros. El autobús paró; el conductor no había visto nada. El hombre subió a bordo con ella. Atravesaron la ciudad sin decir nada. El la invitó a compartir un té y una comida. Sentado junto a una chimenea en un viejo pub inglés, se tomó todo el tiempo necesario para escuchar su historia.

Cuando se separaron, no le dejó que se lo agradeciera; era costumbre en esa ciudad vigilar a los peatones que cruzaban la calle. El sentido de la circulación difería del resto de Europa, y muchos accidentes se evitaban gracias a un poco de civismo. Enya había vuelto a sonreír. Le preguntó su nombre, y él respondió que podría encontrar su tarjeta en el bolsillo del abrigo que le dejaba gustoso. Ella lo rechazó, pero él le juró que le hacía un gran favor. Le confesó que detestaba ese abrigo, su compañera lo adoraba, así que si se lo olvidaba tontamente en un perchero, ella lo perdonaría rápidamente. Le hizo prometer que guardaría el secreto. El hombre desapareció con tanta discreción como había aparecido. Un poco más tarde, cuando se metió las manos en los bolsillos del abrigo, no encontró ninguna tarjeta de visita, sino algunos billetes que le permitirían dormir caliente durante el tiempo necesario para encontrar una solución a sus problemas.

Mathias estaba atendiendo a un cliente y se puso a correr a su mostrador para descolgar el teléfono.

– French Bookshop, ¿dígame?

Mathias le pidió a su interlocutor que le hablara más lentamente, ya que le costaba muchísimo entender lo que decía. El hombre se irritó un poco y repitió sus palabras vocalizando lo mejor que podía. Quería encargar diecisiete colecciones completas de la enciclopedia Larousse. Su deseo era regalárselas a cada uno de sus niños para que aprendieran francés.

Mathias lo felicitó. Era una bella y generosa idea. El cliente preguntó si podía hacer el encargo, y esa misma tarde arreglaría el pago. Mathias, loco de alegría, cogió un bolígrafo y una libreta y empezó a escribir los datos del que sería, sin ninguna duda, el mayor cliente del año. Desde luego, la venta tenía que ser importante para que se esforzara tanto en descifrar una algarabía tan incomprensible. Mathias comprendía como mucho una frase de cada dos que pronunciaba su interlocutor, y era incapaz de identificar un acento tan extraño.

– ¿Y dónde quiere usted que le envíe las colecciones? -preguntó con voz engolada para honrar a un cliente tan importante.

– ¡En tu culo! -respondió Antoine muñéndose de risa.

Doblado en dos en la ventana de su despacho, Antoine tenía dificultades para ocultar a sus colaboradores los espasmos por la risa que lo sacudían y las lágrimas que rodaban por sus mejillas. Todo su equipo lo miraba. Al otro lado de la calle, agachado tras su mostrador, Mathias, del que se había apoderado la misma risa loca, intentaba recuperar un poco de aire.

– ¿Llevamos esta noche a los niños al restaurante? -preguntó Antoine con hipo.

Mathias se levantó y se secó los ojos.

– Tengo mucho trabajo, pensaba llegar tarde.

– Déjalo ya, te veo desde mi despacho, no hay ni un alma en la librería. Bueno, voy a buscar a los niños a la escuela, esta noche haré croquetas y después veremos una película.

La puerta de la librería se abrió, y Mathias reconoció enseguida al señor Glover. Colgó el teléfono y fue a darle la bienvenida. El propietario miró a su alrededor. Los estantes estaban perfectamente ordenados; la madera de la vieja escalera, barnizada.

– Bravo, Popinot -dijo él saludándolo-. Sólo pasaba a ver cómo le iba, en ningún caso quería molestarle, ahora ésta es su casa. Estaba en la ciudad para arreglar unos asuntos. Me he visto sorprendido por un ataque de nostalgia, así que he venido a hacerle una visita.

– Señor Glover -insistió Mathias-, ¡deje de llamarme Popinot!

El viejo librero miró el paragüero que estaba junto a la entrada desesperadamente vacío. Con un gesto perfectamente calculado, lanzó el suyo.

– Se lo regalo. Que tenga un buen día, Popinot.

El señor Glover abandonó la librería. Había visto suficiente. El sol acababa de salir entre las nubes, y las aceras de Bute Street brillaban bajo sus rayos: era un bonito día.

Mathias oyó la voz de Antoine que gritaba desde el teléfono. Volvió a coger el aparato.

– Ocúpate de las croquetas, que yo me las apañaré. Ve a buscar a los niños y os veré en casa.

Mathias colgó y miró su reloj; volvió a coger el teléfono y marcó el número de una periodista que ya debía de estar esperándolo.

Audrey esperaba delante de la puerta del Royal Albert Hall. Aquella tarde, había un concierto de góspel. Había podido conseguir dos entradas, los sitios estaban en platea, en el lugar más caro del gran hemiciclo. Bajo su impermeable, ajustado en la cintura, llevaba un vestido negro escotado, simple y elegante.

Antoine pasaba por delante del escaparate con los dos niños. Mathias fingió estar absorto en su libro de contabilidad, esperó a que hubieran subido la calle, avanzó hasta el umbral para verificar que había vía libre y giró el rótulo. Cerró con llave y corrió en dirección opuesta. Saltó dentro de un taxi que estaba parado frente a la entrada del metro de South Kensington y le dio el papel en el que había escrito la dirección donde había quedado. Llamó a Audrey en vano, pues su móvil no daba señal.

La circulación era tan densa en Kensington High Street que los coches iban casi parados desde Queen's Gate. El conductor del taxi informó amablemente a su pasajero de que había un concierto en el Royal Albert Hall, y que seguramente semejante atasco se debía a ello. Mathias le respondió que lo dudaba un poco, porque precisamente él iba allí. Como no aguantaba más, Mathias pagó la carrera y decidió hacer el resto del camino a pie. Se puso a correr lo más rápido que pudo y llegó sin aliento a la entrada principal. El vestíbulo del gran teatro estaba desierto. Sólo quedaban unos cuantos agentes de seguridad. Uno de ellos le informó de que el espectáculo había empezado. Valiéndose de la mímica, Mathias intentó explicarle que la persona que lo acompañaba estaba allí. Fue en vano. No podían dejarlo pasar sin entrada.

Una vendedora de programas que hablaba francés fue en su ayuda. Enya estaba haciendo una sustitución. Le dijo que el telón volvería a caer alrededor de la medianoche. Él le compró un programa y le dio las gracias.

Impotente, Mathias decidió entrar. En la calle, reconoció el taxi que lo había llevado, levantó la mano, pero el coche siguió su camino. Dejó un mensaje en el móvil de Audrey, balbuceando algunas torpes palabras de disculpa, y perdió la poca sangre fría que le quedaba cuando empezó a llover. Empapado y tarde, llegó a su casa.