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– Siento mucho lo que ha pasado, estuve atrapado en un atasco -dijo Mathias, apagando el motor.

– No te he reprochado nada -dijo Audrey.

– De todos modos -repuso Mathias sonriendo-, excepto en contadas ocasiones, apenas me has dirigido la palabra durante toda la cena. Si la vida de ese tenor narcisista hubiera sido la de Moisés, no te habrías mostrado más interesada por lo que estaba contando; te deleitabas con sus palabras. En cuanto a mí, me ha dado la impresión de tener catorce años y estar en la picota toda la noche.

– ¿Estás celoso? -dijo Audrey divertida.

Se miraron fijamente,-sus rostros empezaron poco a poco a acercarse y, cuando estaban a punto de besarse en los labios, ella inclinó la cabeza y la posó sobre el hombro de Mathias. Él le acarició la mejilla y la abrazó.

– ¿Sabrás volver? -preguntó ella con voz aterciopelada.

– Prométeme que vendrás a verme.

– Vete, mañana te llamo.

– No puedo irme, todavía estás en el coche -respondió Mathias, que todavía sujetaba la mano de Audrey con la suya.

Ella abrió la puerta y se alejó con una sonrisa. Su silueta desapareció en el jardín que rodeaba la casa. Mathias retomó el camino hacia el centro de la ciudad; la lluvia volvía a caer. Después de haber cruzado Londres de este a oeste, de norte a sur, fue a parar dos veces a Piccadilly Circus, dio media vuelta frente a Marble Arch y se preguntó un poco más tarde cómo podía haber vuelto a llegar a orillas del Támesis. A las dos y media pasadas, acabó prometiéndole veinte libras esterlinas a un taxista si éste aceptaba indicarle el camino hasta South Kensington. Con esa buena escolta, llegó por fin a su destino, hacia las tres de la mañana.

Capítulo 9

En la mesa estaban ya los cereales y los tarros de mermelada para el desayuno. Imitando los gestos de su padre, Louis leía el periódico, mientras Emily revisaba su lección de historia. Aquella mañana tenía un control. Levantó la mirada de su libro y vio que Louis se había puesto las gafas que a veces utilizaba Mathias. Ella le tiró una bolita de pan. Una puerta se abrió en el primer piso. Emily saltó de su silla, abrió el frigorífico y cogió la botella de zumo de naranja. Sirvió un gran vaso que puso en el sitio de Antoine, inmediatamente después, cogió la cafetera y llenó la taza. Louis dejó su revista para echarle una mano, metió dos rebanadas de pan en la tostadora, la puso en marcha y ambos volvieron a sentarse como si nada.

Antoine bajaba por la escalera, con cara somnolienta; miró a su alrededor y le agradeció a los niños que hubieran preparado el desayuno.

– No hemos sido nosotros -dijo Emily-, ha sido papá, ha subido a ducharse.

Sorprendido, Antoine cogió las tostadas y se instaló en su sitio. Mathias bajó diez minutos más tarde y le aconsejó a Emily que se diera prisa. La niña besó a Antoine y cogió su mochila de la entrada.

– ¿Quieres que lleve a Louis? -preguntó Mathias.

– Si quieres. ¡No tengo ni la menor idea del país en el que está aparcado mi coche!

Mathias buscó en su bolsillo y dejó las llaves y una multa en la mesa.

– ¡Lo siento, ayer llegué demasiado tarde, ya te habían multado!

Le hizo una señal a Louis para que se apresurara, y salió con los niños. Antoine cogió la multa y la estudió atentamente. La infracción por aparcar en una zona reservada para los bomberos se había producido en Kensington High Street a las doce y veinticinco de la noche.

Se levantó para servirse otra taza de café, miró la hora en el reloj y subió corriendo a prepararse.

– ¿Estás nerviosa por tu control? -preguntó Mathias a su hija al entrar en el patio.

– ¿Ella o tú? -intervino Louis, malintencionado.

Emily tranquilizó a su padre con un gesto de cabeza. Ella se paró en la línea que delimitaba el suelo el campo de baloncesto. La raya roja no señalaba el área de las canastas, sino la frontera a partir de la cual su padre debía devolverle la libertad. Sus compañeros de clase la esperaban bajo el porche. Mathias vio a la verdadera señora Morel apoyada en un árbol.

– Ha estado bien que estudiaras este fin de semana, así has conseguido la pole position -dijo Mathias para intentar darle ánimos.

Emily se plantó frente a su padre.

– ¡Esto no es una carrera de Fórmula 1, papá!

– Lo sé, pero ¿tan malo es imaginar un pequeño podium?

La niña se alejó en compañía de Louis, dejando a su padre solo en medio del patio. Él la vio desaparecer detrás de la puerta de la clase y volvió a irse, algo inquieto.

Cuando entró en Bute Street, se dio cuenta de que Antoine estaba instalado en la terraza del Coffee Shop, así que fue a sentarse a su lado.

– ¿Crees que ella debe presentarse a las elecciones de representante de la clase? -preguntó Mathias tras degustar el capuchino de Antoine.

– Eso depende de si piensas inscribirla en la lista del consejo municipal, no estoy al tanto del límite de mandatos.

– Veo que no esperáis a las vacaciones para discutir -dijo Sophie, de buen ánimo, al reunirse con ellos.

– Pero si nadie está discutiendo -repuso enseguida Antoine.

Bute Street volvía a la vida, y los tres aprovechaban la situación plenamente para saborear su desayuno de comentarios burlones sobre las personas que pasaban, y de algunas jugarretas.

Sophie tuvo que abandonarlos, pues dos clientes esperaban ante la puerta de su tienda.

– Yo también me voy, es hora de abrir la librería -dijo Mathias, levantándose. No toques la cuenta, invito yo.

– ¿Tienes a alguien más? -preguntó Antoine.

– ¿Puedes precisar qué quieres decir exactamente con «alguien más»? Porque te aseguro que me has inquietado.

Antoine cogió la cuenta de las manos de Mathias y la reemplazó por la multa que le había dado en la cocina.

– Nada, olvídalo, era algo ridículo -dijo Antoine con voz triste.

– Ayer por la noche necesitaba tomar el aire, el ambiente en casa era un poco agobiante. ¿Qué pasa, Antoine? Desde ayer llevas una cara muy larga.

– He recibido un correo electrónico de Karine. No puede hacerse cargo de su hijo en Semana Santa. Lo peor es que quiere que le explique a Louis por qué no tiene opción, y yo ni siquiera sé cómo anunciarle la noticia.

– ¿Y a ella qué le has dicho?

– Karine está salvando el mundo, ¿qué quieres que le diga? Louis va a hundirse, y me va a tocar a mí cargar con ello -continuó Antoine con voz temblorosa.

Mathias volvió a sentarse junto a Antoine. Apoyó su brazo en el hombro de su amigo y lo apretó contra él.

– Tengo una idea -dijo él-, ¿y si durante las vacaciones de Semana Santa nos llevamos a los niños a cazar fantasmas a Escocia? He leído un artículo sobre un circuito organizado que incluye visitas a viejos castillos encantados.

– ¿No crees que son un poco jóvenes? Tal vez se asusten, ¿no?

– Eres tú el que va a pasar el mal rato de su vida.

– ¿Y ya estarás libre tú, con la librería y demás?

– La clientela escasea cuando no hay colegio, así que cerraré cinco días. No será el fin del mundo.

– ¿Cómo sabes tanto de tu clientela si nunca has estado aquí en ese período del año?

– Lo sé, pero da igual. Me ocupo de los billetes y de la reserva de hotel. Y esta noche, díselo tú a los niños.

Miró a Antoine el tiempo suficiente para asegurarse de que su amigo había recuperado la sonrisa.

– ¡Ah! Olvidaba un detalle importante. Si nos cruzamos de verdad con un fantasma, tendrás que ocuparte tú de él, porque todavía no domino el inglés lo suficiente. ¡Hasta luego!

Mathias volvió a dejar la multa en la mesa y se fue finalmente a la librería.

Cuando Antoine reveló durante la cena, ante la mirada cómplice de Mathias, el destino que habían elegido para sus vacaciones, Emily y Louis se alegraron tanto que empezaron a hacer enseguida el inventario de los equipos que deberían llevarse para enfrentarse a todos los peligros posibles. El apogeo de ese momento de felicidad tuvo lugar cuando Antoine les dio dos máquinas de fotos desechables, equipadas cada una con un filtro especial para iluminar los sudarios.