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Cuando los niños ya estaban acostados, Antoine entró en la habitación de su hijo y fue a sentarse en la cama junto a él.

Antoine estaba inquieto, tenía que compartir con Louis un problema que le preocupaba: su mamá no podría ir con ellos a Escocia. Él había jurado no decir nada, pero daba iguaclass="underline" la verdad es que tenía un miedo terrible a los fantasmas. Así que no sería muy amable imponerle ese viaje. Louis pensó en ello un momento y estuvo de acuerdo en que no sería muy educado. Entonces, juntos, prometieron que, para que les perdonara que la abandonaran esa vez, Louis pasaría todo el mes de agosto con ella a la orilla del mar. Antoine le contó el cuento de esa noche, y, cuando la respiración apacible del niño le indujo a creer que se había dormido, su papá volvió a salir de puntillas.

Cuando Antoine estaba cerrando suavemente la puerta, oyó que su hijo le preguntaba con una voz apenas audible si, en agosto, su mamá vendría de verdad de África.

La semana de Mathias y de Antoine pasó a toda velocidad; la de los dos niños, que contaban los días que los separaban todavía de los castillos escoceses, mucho más lentamente. Por otro lado, en casa habían llegado a cierto equilibrio, e incluso cuando Mathias salía a menudo por la noche, a tomar el aire al jardín con su móvil pegado a la oreja, Antoine se guardaba mucho de hacerle la menor pregunta.

El sábado fue un verdadero día de primavera, y todos decidieron irse de paseo al lago de Hyde Park. Sophie, que se había unido a ellos, intentó sin éxito alimentar a una garza. Para gran regocijo de los niños, el ave se alejaba en cuanto ella se acercaba, y volvía cuando se alejaba.

Mientras Emily repartía sin pensárselo su paquete de galletas, desmigadas por una buena causa, entre las ocas de Canadá, Louis se encargaba de salvar a los patos mandarínes de una indigestión segura, corriendo tras ellos. Durante todo el paseo, Sophie y Antoine caminaron uno junto al otro; Mathias los seguía unos pasos por detrás.

– Entonces, ¿qué siente el hombre de letras? -preguntó Antoine.

– Es complicado -respondió Sophie.

– ¿Conoces historias de amor sencillas? Me lo puedes contar, eres mi mejor amiga, no te juzgaré. ¿Está casado?

– ¡Divorciado!

– Entonces, ¿qué lo retiene?

– Sus recuerdos, me imagino.

– Es una muestra de cobardía como otra cualquiera. Un paso atrás, un paso adelante, se confunden las excusas con los pretextos, y uno se da buenas razones para vivir el presente.

– Viniendo de ti -replicó Sophie-, es una opinión un poco dura, ¿no te parece?

– Me parece que eres injusta. Tengo una profesión que me gusta, crío a mi hijo, su madre se fue hace cinco años; creo que he hecho lo que había que hacer para darle la espalda al pasado.

– ¿Te refieres a vivir con tu mejor amigo, o a enamorarte de una esponja? -repuso Sophie riéndose.

– Déjalo ya, eso es una leyenda.

– Eres mi mejor amigo, así que tengo derecho a decírtelo todo. Mírame a los ojos y atrévete a decirme que puedes dormir tranquilo sin que tu cocina esté ordenada.

Antoine desordenó los cabellos de Sophie.

– ¡Eres una verdadera perra!

– No, pero tú sí que estás hecho un maniático.

Mathias aminoró el paso. Cuando consideró que estaba a una distancia adecuada, escondió el móvil en la palma de la mano y escribió un mensaje que envió enseguida.

Sophie se cogió del brazo de Antoine.

– Seguro que en treinta segundos Mathias dice algo.

– ¿Qué quieres decir? ¿Se pone celoso?

– ¿De nuestra amistad? Desde luego -repuso Sophie-. ¿No te habías dado cuenta? Cuando él estaba en París y me llamaba por la noche para que le contara las novedades…

– ¿Te llamaba por la noche para enterarse de las novedades? -preguntó Antoine, interrumpiéndola.

– Sí, dos o tres veces a la semana; te decía entonces que cuando me llamaba para enterarse de las novedades…

– ¿De verdad te llamaba cada dos días? -la interrumpió de nuevo Antoine.

– ¿Puedo terminar mi frase?

Antoine asintió con un gesto de la cabeza. Sophie continuó:

– Si le decía que no podía hablar con él, porque ya estaba hablando contigo, volvía a llamar cada diez minutos para saber si habíamos colgado.

– Pero eso es absurdo, ¿estás segura de lo que dices?

– ¿No me crees? Si apoyo la cabeza en tu hombro, te aseguro que nos alcanzará en menos de dos segundos.

– Pero si es ridículo -susurró Antoine-, ¿por qué iba a estar celoso de nuestra amistad?

– Porque los amigos también pueden ser exclusivos, y tienes toda la razón, es completamente ridículo.

Antoine rascó el suelo con la punta del zapato.

– ¿Crees que ve a alguien en Londres? -preguntó él.

– ¿Te refieres a un psicólogo?

– No, ¡a una mujer!

– ¿No te ha dicho nada, o es que no me quieres confesar que te ha dicho algo?

– De todas maneras, si ha conocido a alguien, sería una buena noticia, ¿no?

– ¡Desde luego! Estaría loco de alegría por él -concluyó Antoine.

Sophie lo miró consternada. Se pararon frente a un pequeño puesto ambulante. Louis y Emily eligieron unos helados; Antoine, una crepé, y Sophie pidió un gofre. Antoine buscó a Mathias, que se había quedado atrás, con los ojos fijos en la pantalla del teléfono.

– Apoya la cabeza en mi hombro para verlo -le dijo a Sophie volviéndose.

Ella sonrió e hizo lo que Antoine le había pedido.

Mathias se plantó frente a ellos.

– Bueno, ya que veo que a todo el mundo le da completamente igual que yo esté aquí o no, mejor os voy a dejar a los dos solos. Si los niños os molestan, no dudéis en tirarlos al lago. Me voy a trabajar, al menos así tendré la impresión de que existo.

– ¿Te vas a trabajar un sábado por la tarde? Tu librería está cerrada -repuso Antoine.

– Hay una subasta de libros antiguos. Lo he leído en el periódico esta mañana.

– ¿Ahora vendes libros antiguos?

– Bueno, escúchame, Antoine, si un día Christie's pone en venta escuadras antiguas o compases, ¡te haré un dibujo! Y si por casualidad os dierais cuenta de que esta noche no estoy en la mesa, será que me he quedado a dormir.

Mathias besó a su hija, le hizo una señal a Louis y se esfumó sin ni siquiera saludar a Sophie.

– ¿Nos habíamos apostado algo? -preguntó ella con aire triunfal.

Mathias cruzó el parque corriendo. Salió por Hyde Park Córner, llamó a un taxi y con muchos esfuerzos pronunció en inglés la dirección a la que se dirigía. El relevo de la guardia había tenido lugar en el patio de Buckingham Palace. Como cada fin de semana, numerosos paseantes, que iban a observar el desfile de soldados de la reina, entorpecían la circulación en los alrededores del palacio.

Una fila de caballeros subía al trote por Birdcage Walk. Impaciente, Mathias, sacando el brazo por la ventana, golpeó la puerta con la mano.

– Esto es un taxi, señor, no un caballo -dijo el chofer a la vez que lanzaba una mirada de enfado por el retrovisor.

A lo lejos, la silueta del Parlamento se recortaba en el cielo. Teniendo en cuenta la longitud de la fila de coches que se extendía hasta el puente de Westminster, jamás llegaría a tiempo.

Cuando Audrey había respondido a su mensaje invitándolo a verse con ella al pie del Big Ben, había precisado que lo esperaría una media hora, no más.

– ¿Es el único camino? -suplicó Mathias.

– Es de lejos el más bonito -respondió el conductor, señalando con el dedo las avenidas llenas de flores de Saint James Park.