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Ya que estaban hablando de flores, Mathias le confió que tenía una cita amorosa, que cada segundo contaba y que si llegaba tarde, todo se habría perdido para él.

El chófer dio enseguida media vuelta. Deslizándose por entre las pequeñas callejuelas del barrio de los ministerios, el taxi llegó a buen puerto. El Big Ben daba las tres. Mathias sólo llegaba cinco minutos tarde. Le dio al chófer una generosa propina en señal de agradecimiento y bajó de cuatro en cuatro los escalones que conducían al muelle. Audrey lo esperaba en un banco, se levantó y él se precipitó a sus brazos. Una pareja que paseaba sonrió al ver cómo se abrazaban.

– ¿No ibas a pasar el día con tus amigos?

– Sí, pero no podía más, quería verte, me he comportado como un quinceañero durante toda la tarde.

– Es una edad que te pega bastante -dijo ella besándolo.

– ¿Y tú? ¿No tenías que trabajar hoy?

– Sí, por desgracia… Sólo tenemos una media hora para nosotros.

Aprovechando que estaba en Londres, la cadena de televisión en la que trabajaba le había pedido que llevara a cabo un segundo reportaje sobre los principales centros de interés turístico de la ciudad.

– Mi cámara se ha ido urgentemente a la futura sede de los Juegos Olímpicos, y debo apañármelas sola. Tengo que filmar al menos diez planos, ni siquiera sé por dónde empezar y debemos enviarlo todo a París el lunes por la mañana.

Mathias le susurró al oído la idea genial que acababa de tener. Cogió la cámara que tenía a sus pies y cogió a Audrey de la mano.

– ¿Me juras que de verdad sabes hacer encuadres?

– Si vieras las películas que hago en vacaciones, te quedarías con la boca abierta.

– ¿Y conoces lo suficiente la ciudad?

– ¡Ya llevo un tiempo viviendo aquí!

Convencido de que podría en parte contar con la competencia de los black cabs londinenses, Mathias no temía desempeñar durante el resto de la tarde el papel de guía-reportero-cámara.

Obligados por la proximidad, había que empezar por filmar los majestuosos meandros del Támesis y los paisajes coloristas de los puentes que lo presidían. Resultaba fascinante ver cómo, a lo largo del río, los inmensos edificios, fruto de la arquitectura moderna, habían sabido integrarse perfectamente en el paisaje urbano. Mucho más que otras ciudades europeas más nuevas, Londres había reencontrado una indiscutible juventud en menos de dos decenios. Audrey quería hacer algunos planos del palacio de la reina, pero Mathias insistió en que se fiara de su experiencia: el sábado, los alrededores de Buckingham se ponían impracticables. No lejos de ellos, algunos turistas franceses dudaban entre ir a la nueva Tate Gallery o visitar los accesos de la central eléctrica de Battersea, cuyas cuatro chimeneas aparecían en la portada de un álbum emblemático de los Pink Floyd.

El mayor de ellos abrió su guía para detallar en voz alta los atractivos que ofrecía el sitio. Mathias aguzó el oído y se acercó discretamente al grupo. Audrey se había apartado para llamar por teléfono con su productor; los turistas se inquietaron ante la presencia de aquel hombre extraño que se pegaba a ellos. El miedo a los carteristas les hizo alejarse en el mismo momento en que Audrey se guardaba el móvil en el bolsillo.

– Tengo una pregunta importante que hacerte sobre nuestro futuro -anunció Mathias-. ¿Te gusta Pink Floyd?

– Sí -respondió Audrey-. ¿Y por qué eso es importante para nuestro futuro?

Mathias volvió a coger la cámara y le informó de que su próxima etapa se situaba un poco más arriba del río.

Cuando llegaron al edificio, repitiendo palabra por palabra lo que había oído, Mathias le dijo a Audrey que sir Gilbert Scott, el arquitecto que había concebido aquel edificio, era también el diseñador de las famosas cabinas telefónicas rojas.

Con la cámara al hombro, Mathias le explicó que la construcción de la Power Station de Battersea había empezado en 1929 y que se había acabado diez años más tarde. Audrey estaba impresionada por los conocimientos de Mathias, y él le prometió que le iba a gustar todavía más la nueva parada que había escogido.

Cuando cruzaban la explanada, saludó al grupo de turistas franceses que caminaban en su dirección, y le hizo un guiño al de mayor edad. Unos minutos más tarde, un taxi los llevaba a la Tate Modern.

Mathias había hecho una muy buena elección, era la quinta vez que Audrey visitaba el museo que albergaba la mayor colección de arte moderno de Gran Bretaña, y no se iba a cansar nunca. Conocía casi todos los rincones. En la entrada, el guardia les pidió que dejaran sus equipos de vídeo en el guardarropa. Abandonando durante unos instantes su reportaje, Audrey cogió a Mathias de la mano y lo llevó hacia los pisos superiores. Una escalera mecánica los conducía al espacio en el que se exponía una retrospectiva de la obra del fotógrafo canadiense Jeff Wall. Audrey se dirigió directamente a la sala número 7 y se paró frente a una foto de cerca de tres metros por cuatro.

– Mira -le dijo maravillada a Mathias.

En la monumental fotografía, un hombre miraba cómo giraban a su alrededor hojas de papel arrancadas por el viento de las manos de un caminante. Las páginas de un manuscrito perdido parecían dibujar la figura de una banda de pájaros.

Audrey vio la mirada emocionada de Mathias y se sintió feliz por poder compartir con él ese instante. Sin embargo, no era la fotografía lo que lo emocionaba, sino la forma en la que ella lo miraba.

Se había prometido no entretenerse, pero, cuando volvieron a salir del museo, el día casi llegaba a su fin. Siguieron su camino, caminando cogidos de la mano a lo largo del río en dirección a la torre Oxo.

– ¿Te quedas a cenar? -preguntó Antoine en la puerta de su casa.

– Estoy cansada y es tarde -respondió Sophie.

– ¿Tú también tienes que ir a una subasta de flores secas?

– Sí, es mi manera de no tener que aguantar tu mal humor, puedo incluso ir a abrir mi tienda de noche.

Antoine bajó la mirada y entró en el salón.

– ¿Qué te pasa? No has dejado de apretar los dientes desde que nos hemos ido del parque.

– ¿Puedo pedirte un favor? -susurró Antoine-. ¿Podrías no dejarme solo con los niños esta noche?

Sophie se sorprendió por la tristeza que veía en sus ojos.

– Con una condición -dijo ella-, que no pises la cocina y que me dejes llevaros a un restaurante.

– ¿Vamos al de Yvonne?

– ¡Desde luego que no! Vas a salir un poco de la rutina; conozco un sitio en Chinatown, con una decoración infame, pero en el que se hace el mejor pato laqueado del mundo.

– ¿Y está limpio ese sitio del que hablas?

Sophie no respondió, llamó a los niños y les informó de que el aburrido plan de la noche acababa de cambiar radicalmente ante una iniciativa suya. Antes de que acabara la frase, Louis y Emily ya habían vuelto a ocupar su lugar en la parte trasera del Austin Healey.

Cuando volvía a bajar las escaleras, susurró imitando a Antoine: «¿Y está limpio ese sitio tuyo?».

Cuando el coche iba por Oíd Brompton, Antoine frenó bruscamente.

– Deberíamos haberle dejado una nota a Mathias para decirle dónde íbamos a estar, él no nos ha dicho si iba a hacer algo por la noche.

– Resulta curioso -murmuró Sophie-; cuando hablaste del proyecto de hacerlo venir a Londres, tenías miedo de que se te pegara, y ahora, ¿crees que vas a ser capaz de pasar toda una noche sin él?

– Eso es un poco dudoso -respondieron al unísono Louis y Emily.

La explanada que rodeaba el complejo Oxo se extendía hasta el río. A uno y otro lado de la gran torre de cristal, una retahíla de pequeños comercios mostraba en sus vitrinas sus últimas colecciones de tejidos, cerámica, muebles y accesorios de decoración. De espaldas a Audrey, Mathias cogió su móvil y marcó el número sin pensarlo.

– Mathias, te lo suplico, coge esta cámara y fílmame, va a anochecer enseguida.