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Él se guardó el teléfono en el bolsillo y se volvió hacia ella mostrando su mejor sonrisa.

– ¿Va todo bien? -dijo ella.

– Sí, sí, todo va bien. Entonces, ¿dónde estábamos?

– Empiezas grabando la orilla opuesta, y en cuanto empiece a hablar, cierras el encuadre en mí. Asegúrate de que, antes de hacerme un primer plano, me haces un plano de cuerpo entero.

Mathias apretó el botón de grabación. El motor de la cámara se puso en marcha. Audrey recitaba su texto, su voz era diferente y sus frases parecían adoptar ese ritmo entrecortado que parecía imponer la televisión a aquellos que se expresaban a través de ella. Se interrumpió bruscamente.

– ¿Estás seguro de que sabes filmar?

– ¡Desde luego que sé! -respondió Mathias, apartando su ojo del visor-. ¿Por qué me preguntas una cosa así?

– Porque intentas hacer un zum accionando la arandela del parasol.

Mathias miró el objetivo y volvió a echarse la cámara al hombro.

– Bueno, quédate conmigo, retomamos la última frase.

Pero esa vez, Mathias interrumpió la toma.

– Me molesta tu fular, con el viento te tapa la cara.

El se acercó a Audrey, volvió a atarle el pañuelo al cuello, la besó y volvió a su sitio. Audrey levantó la cabeza. La luz de la tarde se había vuelto anaranjada; más al oeste, el cielo enrojecía.

– Déjalo estar, es demasiado tarde -dijo ella desolada.

– ¡Todavía veo muy bien por el objetivo!

Audrey caminó hacia él y le quitó los equipos que lo cubrían.

– Tal vez, pero frente al televisor sólo verías una gran mancha oscura.

Ella lo llevó a un banco, cerca del camino. Audrey organizó su material, volvió a ponerse en pie y se excusó ante Mathias.

– Has sido un guía perfecto -dijo ella-. ¿Va todo bien?

– Sí -respondió él a media voz.

Ella posó la cabeza en su hombro, y ambos miraron silenciosos pasar un barco que subía lentamente por el río.

– A mí también me da por pensar, ¿sabes? -murmuró Mathias.

– ¿Y en qué piensas?

Tenían las manos entrelazadas y jugueteaban con sus dedos.

– Yo también tengo miedo -repuso Mathias-, pero no es nada grave. Esta noche, dormiremos juntos y será un fiasco; al menos, ahora sabemos que el otro lo sabe; por otro lado, ahora que sé que tú lo sabes…

Audrey lo besó en los labios para hacerle callar.

– Me parece que tengo hambre -dijo ella, levantándose.

Se colgó de su brazo y lo guió hacia la torre. En el último piso, había un restaurante con amplios ventanales de cristal que ofrecían una vista impagable de la ciudad.

Audrey apretó un botón, y la cabina se elevó. El ascensor de cristal estaba metido en una jaula transparente. Ella le enseñó la gran noria a lo lejos; a aquella distancia, uno casi tenía la impresión de estar más alto. Y cuando Audrey se volvió, descubrió el rostro de Mathias, pálido como un lienzo.

– ¿Estás bien? -preguntó ella inquieta.

– ¡En absoluto! -respondió él con una voz apenas audible.

Petrificado, dejó la cámara y se dejó caer a lo largo de la pared. Para evitar que se desmayara, Audrey se apretó a él y le puso la cara en su hombro, evitando que viera el vacío. Finalmente, lo rodeó con sus brazos protectores.

El timbre sonó y se abrieron las puertas en el último piso, frente a la recepción del restaurante. Un elegante mayordomo miró, bastante asombrado, a aquella pareja que estaba besándose de una forma tan apasionada y tierna a la vez y que tenía asegurados muchos bellos despertares. El maitre frunció el ceño, el timbre volvió a sonar y la cabina del ascensor volvió a bajar. Algunos instantes después, un taxi se dirigía a Brick Lane llevando a bordo a dos amantes, que todavía no se habían soltado.

La sábana la cubría hasta las caderas. Mathias jugaba con sus cabellos. Ella reposaba la cabeza sobre su torso. -¿Tienes cigarrillos? -preguntó Audrey.

– No fumo.

Ella se inclinó, lo besó en la nuca y abrió el cajón de la mesita de noche. Tras hundir en él la mano, cogió con la punta de los dedos un viejo paquete arrugado y un mechero.

– Estaba segura de que ese mentiroso fumaba.

– ¿Quién es el mentiroso?

– Un compañero fotógrafo a quien la cadena alquila este apartamento. Se ha ido durante seis meses a hacer un reportaje en Asia.

– Y cuando no está en Asia, ¿lo ves a menudo?

– ¡Es un compañero, Mathias! -dijo ella, saliendo de la cama.

Audrey se levantó. Su larga silueta avanzó hasta la ventana. Se llevó el cigarrillo a los labios, y la llama del mechero tembló.

– ¿Qué estás mirando? -preguntó ella con el rostro pegado al cristal.

– Las volutas de humo.

– ¿Porqué?

– Por nada -respondió Mathias.

Audrey se volvió a la cama, se acomodó junto a Mathias y empezó a acariciarle con el pulgar el contorno de los labios.

– Hay una lágrima en el borde de tu párpado -dijo ella a la vez que la recogía con la punta de la lengua.

– Eres tan bella -murmuró Mathias.

Antoine temblaba, tiró de la cubierta y dejó al descubierto los pies. Abrió los ojos tiritando. El salón estaba en la penumbra; Sophie ya no estaba allí. Se llevó la cubierta; al llegar al descansillo, entreabrió la puerta de Mathias y vio que la cama de Mathias no estaba deshecha. Entró en la habitación de su hijo. Se deslizó bajo la manta y posó la cabeza en la almohada. Louis se volvió y, sin abrir los ojos, abrazó a su padre. La noche pasó.

La luz del día llenaba la habitación. Mathias abrió los ojos y se estiró. Su mano buscó a ciegas en la cama. Se encontró una nota sobre la almohada, se recostó y desplegó la hoja de papel.

Me he ido a buscar cintas nuevas. Dormías como un ángel. Vuelvo lo más rápido que pueda. Con amor, Audrey.

P.S.: La cama sólo está a cincuenta centímetros del suelo, ¡es segura!.

Dejó la nota en la mesita y bostezó largamente. Tras haber recuperado su pantalón, que estaba a los pies de la cama, se encontró su camisa en la entrada, su calzoncillo en una silla no lejos de allí, y se puso a buscar el resto de sus cosas. En el cuarto de baño, miró con desconfianza el montón de cepillos de dientes que se entrecruzaban en un vaso. Cogió el dentífrico, dejó que la primera nuez de pasta cayera al lavabo y se puso la siguiente en la punta del dedo índice.

Después de buscar por toda la cocina, sólo encontró dos cajas de té a medias en un estante, un viejo paquete de tostadas en la esquina de una estantería, algo de mantequilla pasada en la nevera y sus zapatos bajo la mesa.

Con prisas por llegar a un sitio donde le sirvieran un desayuno digno de su nombre, acabó por vestirse a toda prisa.

Audrey había dejado a la vista un manojo de llaves sobre el velador.

A juzgar por su tamaño, no todas entraban en la cerradura de aquel apartamento. Debían abrir el estudio que Audrey tenía en París y que le había descrito aquella noche.

Acarició con sus dedos las cuerdecitas de la borla que iba atada al llavero. Y mientras la miraba, se puso a pensar en la suerte que tenía ese objeto. Lo imaginaba en la mano de Audrey o en el bolso, pensó en todas las veces que ella jugaría con él, mientras hablaba por teléfono, o mientras escuchaba las confidencias que le hacía a una amiga. Cuando tomó conciencia de que estaba a punto de sentir celos de un llavero, se contuvo. Ciertamente era hora de ir a comer algo.

Las aceras estaban bordeadas por casitas de ladrillo rojo. Con las manos en los bolsillos y silbando, Mathias se dirigió a la bifurcación que había un poco más arriba de la calle. Unos cuantos cruces más allá, se alegró por haber tenido suerte al fin.

Como todos los domingos por la mañana, la actividad del mercado de Spitafields alcanzaba su máximo apogeo; había puestos repletos de frutos secos y de especias llegadas de todas las provincias de la India. Un poco más lejos, mercaderes de tapices exponían sus tejidos importados de Madras, de Cachemira o de Pashmina. Mathias se sentó en la terraza del primer café que encontró y recibió con los brazos abiertos al camarero que se le presentó.