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– Oh yes, sir -respondió el hombre, remarcando las «r»-, don't worry too much, we are all lost in this big world…

Le dio una palmadita amistosa en el hombro y siguió su camino.

Antoine dormía apaciblemente hasta que dos balas de cañón cayeron en su cama: Louis le tiraba del brazo izquierdo, y Emily, del derecho.

– ¿Papá no está en su habitación? -preguntó la pequeña.

– No -respondió Antoine al tiempo que se erguía-, se ha ido a trabajar muy pronto esta mañana. Hoy me ocupo yo de los monstruos.

– Lo sé -repuso Emily-, he ido a su habitación, y ni siquiera se ha hecho la cama.

Emily y Louis pidieron permiso para ir en bicicleta por la acera, después de jurar que no bajarían a la calzada y que serían muy prudentes. Los coches sólo pasaban muy raramente por aquella callejuela, así que Antoine les dio su permiso. Y mientras bajaban la escalera corriendo, él se puso el pijama y fue a prepararse el desayuno. Podía vigilarlos por la ventana de la cocina.

Solo, en medio del barrio de Brick Lane, con el poco dinero que le quedaba en el fondo de su bolsillo, Mathias se sentía verdaderamente perdido. En la esquina de la calle, una cabina telefónica lo esperaba con los brazos abiertos. Se precipitó a su interior, dejó las monedas sobre el aparato antes de introducir una febrilmente en la ranura. Desesperado, marcó el único número londinense que se había aprendido de memoria.

– Perdona un segundo, ¿puedes explicarme qué haces exactamente en Brick Lane? -preguntó Antoine mientras se servía una taza de café.

– Vamos, escucha, amigo mío, no es el mejor momento para hacer ese tipo de preguntas, te llamo desde una cabina que no se ha limpiado en seis meses y que acaba de tragarse tres monedas de golpe sólo para decirte buenos días, y no me queda demasiado.

– No me has dado los buenos días, me has dicho: «Te necesito» -repuso Antoine, al tiempo que ponía mantequilla en su tostada-. Está bien, te escucho…

Sin saber qué decir, Mathias le preguntó resignado si podía pasarle a su hija.

– No, no puedo, está fuera yendo en bici con Louis. ¿Sabes dónde hemos puesto la mermelada de cerezas?

– Estoy bien jodido, Antoine -confesó Mathias.

– ¿Qué puedo hacer por ti?

Mathias se dio la vuelta en la cabina el tiempo suficiente para constatar que una verdadera fila india se había formado frente a la puerta.

– Nada, no puedes hacer nada -murmuró él tras darse cuenta de la situación en que se hallaba.

– Entonces, ¿por qué me llamas?

– Por nada, ha sido un acto reflejo… Dile a Emily que me he entretenido en el trabajo y dale un beso de mi parte.

Mathias colgó.

Sentada en la acera, Emily se agarraba su rodilla despellejada, y grandes lágrimas rodaban ya por sus mejillas. Una mujer cruzaba la calle para ayudarla. Louis corrió a la casa. Se lanzó sobre su padre y tiró con todas sus fuerzas de su pantalón de pijama.

– ¡Ven, Emily se ha caído, rápido!

Antoine se precipitó tras su hijo y volvió a subir corriendo por la calle.

Un poco más lejos, la mujer, junto a Emily, agitaba los brazos, a la vez que gritaba escandalizada a quien quisiera escucharla:

– Pero ¿dónde se ha metido mamá?

– Aquí está mamá -dijo Antoine, llegando hasta ella.

La mujer miró perpleja el pijama de cuadros escoceses de Antoine, puso los ojos en blanco y se fue sin decir nada.

– ¡Dentro de quince días nos vamos a cazar fantasmas! -gritó Antoine mientras ella se alejaba-. Tengo derecho a tener un traje apropiado, ¿no?.

Mathias se había sentado en un banco. Una mano se posó en su nuca.

– ¿Qué haces aquí? -preguntó Audrey-. ¿Llevas mucho tiempo esperando?

– No, estaba dando un paseo -respondió Mathias.

– ¿Tú solo?

– Pues sí, yo solo, ¿por qué?

– Al volver al apartamento, no respondías, y no llevaba las llaves para poder entrar, así que me he preocupado.

– No veo muy bien por qué. Ese reportero compañero tuyo puede irse solo a Tadjikistán, pero yo no puedo pasear por Brick Lane sin que alguien llame a Europe Assistance.

Audrey lo miró sonriendo.

– ¿Cuánto hace que estás perdido?

Capítulo 10

Tras curarle la rodilla a Emily y hacerles olvidar el disgusto con la promesa de un desayuno en el que se permitirían todos los dulces, Antoine subió a ducharse y a vestirse. Al otro lado de la escalera, el apartamento estaba en silencio. Entró en el cuarto de baño y se sentó en el borde de la bañera, mirando su reflejo en el espejo. La puerta chirrió; la cabecita de Louis acababa de aparecer por la abertura.

– ¿A qué viene esa carita? -preguntó Antoine.

– Yo iba a hacerte la misma pregunta -respondió Louis.

– No me digas que has venido espontáneamente a darte una ducha.

– He venido a decirte que si estás triste, puedes hablar conmigo. Mathias no es tu mejor amigo, sino yo.

– No estoy triste, querido, sólo un poco cansado.

– Mamá también dice que está cansada cuando se va de viaje.

Antoine miró a su hijo, que lo miraba desde la puerta.

– Entra, ven -murmuró Antoine.

Louis se acercó, y su padre lo abrazó.

– ¿Quieres hacerle un verdadero favor a tu padre?

Y como Louis acababa de decirle que sí con la cabeza, Antoine le susurró al oído:

– No crezcas muy rápido.

Para completar el reportaje de Audrey, había que atravesar la ciudad y llegar a Portobello. Como Mathias no había encontrado su cartera en el bolsillo de su chaqueta, habían decidido coger el bus. Al ser domingo, el mercado estaba cerrado, y sólo los anticuarios de la parte de arriba de la calle habían subido la persiana.

Audrey no dejaba su cámara; Mathias la seguía, sin perder ninguna ocasión de hacerle una fotografía con el pequeño aparato que había tomado prestado de su bolsa del vídeo. Al principio de la tarde, se instalaron en la terraza del restaurante Mediterráneo.

Antoine subió por Bute Street a pie. Entró en la tienda de Sophie y le preguntó si quería pasar la tarde con ellos. La joven florista declinó la invitación, la calle estaba muy animada y todavía le quedaban algunos ramos por preparar.

Yvonne corría de la cocina a las mesas de la terraza, la mayoría de las cuales ya estaban ocupadas; algunos clientes se impacientaban esperando a hacer sus pedidos.

– ¿Va todo bien? -preguntó Antoine.

– No, en absoluto -respondió Yvonne-. ¿Has visto la gente que hay fuera? En media hora, esto estará a reventar. Me he levantado a las seis de la mañana para comprar salmón fresco, que quería servir como plato del día, y no puedo cocinarlo porque el horno me ha dejado tirada.

– ¿Tu lavavajillas funciona? -preguntó Antoine.

Yvonne lo miró con cara burlona.

– Confía en mí -repuso Antoine-, en diez minutos podrás servir tus platos del día.

Y cuando le preguntó si tenía bolsas de congelar, Yvonne no preguntó nada más, abrió el cajón y le dio lo que pedía.

Antoine se reunió con los niños que lo esperaban delante de la barra. Se arrodilló para preguntarles. Emily aceptó enseguida su propuesta; Louis le pidió una compensación en dinero de bolsillo. Antoine le hizo notar que era un poco joven para hacer chantaje, y su hijo le respondió que se trataba de negocios. La promesa de una azotaina selló el pacto entre los dos. Los dos niños se instalaron en una mesa del comedor. Antoine entró en la cocina, se puso un delantal y volvió a salir enseguida con una libreta en la mano para tomar nota de los pedidos de la terraza. Cuando Yvonne le preguntó qué estaba haciendo exactamente, él le sugirió en un tono que no daba lugar a réplicas que se fuera a la cocina mientras él se ocupaba del resto. Añadió que había cubierto su cupo de negociaciones del día y que los salmones estarían listos en diez minutos.