– ¿Requeriría mucho trabajo?
– Eso es cosa mía -respondió Antoine.
– ¿Y cuánto tendría que darle al propietario?
El propietario quería evitar por todos los medios que su librería se convirtiera en una sandwichería. Se contentaría con un pequeño porcentaje de los beneficios.
– ¿Cómo defines «pequeño» exactamente? -preguntó Mathias.
– ¡Pequeño! Como la distancia que habría entre tu lugar de trabajo y la escuela de tu hija.
– Jamás podría vivir en el extranjero.
– ¿Por qué? ¿Crees que la vida será más bella en París cuando el tranvía esté acabado? Aquí el césped no sólo crece entre los raíles, hay parques por todos sitios… Mira, esta misma mañana he dado de comer a unas ardillas en mi jardín.
– ¡Qué días tan atareados tienes!
– Te acostumbrarías rápido a la vida en Londres. Hay una energía increíble, las personas son amables y, cuando estás en el barrio francés, uno piensa que está verdaderamente en París…, sólo que sin los parisinos.
Antoine hizo, a continuación, una lista exhaustiva de todos los comercios franceses instalados alrededor de la escuela francesa.
– Incluso puedes comprar L'Équipe y tomarte un café creme sin dejar Bute Street.
– Estás exagerando.
– ¿Por qué crees que los londinenses han llamado a esa calle «Frog Alley»? Mathias, tu hija vive aquí, y tu mejor amigo, también; y además, no dejas de quejarte de lo estresante que es tu vida en París.
Molesto por el ruido que venía de la calle, Mathias se acercó a su ventana; un automovilista maldecía a los basureros.
– Le va a ir de un segundo -dijo Mathias a la vez que sacaba la cabeza por la ventana.
Le gritó al automovilista que, ya que no respetaba a los vecinos, al menos podría tener un poco de consideración hacia la gente que tenía un trabajo difícil. Como respuesta, obtuvo una serie de improperios de parte del conductor. El camión de la basura acabó por echarse a un lado, y el coche se alejó con un chirrido de los neumáticos.
– ¿Qué ha sido eso? -preguntó Antoine.
– ¡Nada! ¿Qué decías sobre Londres?
Capítulo 2
Londres, algunos meses más tarde
La primavera había llegado. Y, aunque en aquellos primeros días de abril el sol se escondía todavía detrás de las nubes, la temperatura no permitía duda alguna sobre la llegada de la estación. El barrio de South Kensington estaba en plena efervescencia. Los puestos de los vendedores rebosaban de frutas y verduras, bellamente colocadas; la tienda de flores de Sophie también estaba llena, y la terraza del restaurante de Yvonne estaba a punto de abrir. A Antoine se le amontonaba el trabajo. Después de comer, había atrasado dos citas para seguir el avance en las tareas de pintura de una preciosa pequeña librería en la esquina de Bute Street.
Las estanterías de la French Bookshop estaban protegidas por plásticos, y los pintores estaban dando los últimos retoques. Antoine miró su reloj con inquietud y se volvió hacia su socio.
– ¡Es imposible que acaben esta tarde!
Sophie entró en la librería.
– Volveré a venir esta tarde para entregarte el ramo. La pintura ama las flores, pero no es recíproco.
– Al paso que van las cosas, mejor vuelve mañana -respondió Antoine.
Sophie se acercó a él.
– Va a dar saltos de alegría, que falte una escalera o una aquí y allá no es grave.
– Hasta que esté acabado del todo, no estará bien.
– Eres un maniático. Bueno, cierro la tienda y vengo a echaros una mano. ¿A qué hora llega?
– Ni idea; ya sabes cómo es, ha cambiado cuatro veces de horario.
Sentado en la parte trasera de un taxi, con la maleta a sus pies y un paquete bajo el brazo, Mathias no comprendía nada de lo que le decía el chófer. Por educación, le respondía con un sí o con un no tímido, al tiempo que intentaba interpretar su mirada en el retrovisor. Al subir, había escrito la dirección a la que iba en el dorso de su billete de tren, y se había puesto en manos de aquel hombre que, a pesar de un problema de comunicación flagrante y de un volante colocado en el lado erróneo, le parecía, no obstante, de toda confianza.
El sol aparecía al fin por entre las nubes, y sus rayos iluminaban el Támesis, convirtiendo las aguas del río en un largo lazo plateado. Al atravesar el puente de Westminster, Mathias descubrió el contorno de la abadía en la orilla opuesta. En la acera, una joven pegada al parapeto, con un micrófono en la mano, recitaba su texto frente a una cámara.
– Cerca de cuatrocientos mil compatriotas nuestros habrían cruzado La Mancha para venir a instalarse a Inglaterra.
El taxi dejó atrás a la periodista y se adentró en el corazón de la ciudad.
Tras su mostrador, un viejo señor inglés ordenaba algunos papeles en una plegadera de cuero estropeada por el paso del tiempo. Miró a su alrededor e inspiró profundamente antes de volver a su trabajo. Accionó con cuidado el mecanismo de apertura de la caja registradora y escuchó el tintineo delicado de la pequeña campanilla cuando se abrió el carro de monedas.
– Cielos, cómo voy a echar de menos este ruido -dijo.
Pasó la mano por debajo de la antigua máquina y accionó un resorte que liberó de sus raíles el carro de la caja. Lo colocó sobre un taburete que no estaba lejos de él. Se inclinó para coger un librito con tapas rojas y gastadas del fondo del enclave. La novela estaba firmada por P. G. Wodehouse. El viejo señor inglés, que respondía al nombre de John Glover, olisqueó el libro y lo apretó contra él. Se puso a hojearlo con una atención que rayaba en la ternura. Después, lo colocó bien a la vista en el único estante que no estaba envuelto, y volvió detrás del mostrador. Cerró de nuevo su portafolio y se puso a esperar con los brazos cruzados.
– ¿Todo va bien, señor Glover? -preguntó Antoine a la vez que miraba su reloj.
– Si fuera mejor, sería casi indecente -respondió el viejo librero.
– No debería tardar mucho más.
– A mi edad, los retrasos en una cita inevitable sólo suponen buenas noticias -repuso Glover en un tono forzado.
Un taxi se paró frente a la acera. La puerta de la librería se abrió, y Mathias se lanzó a los brazos de su amigo. Antoine carraspeó y señaló con la mirada al anciano señor que lo esperaba al fondo de la librería, a diez pasos de él.
– Ah, sí, ahora comprendo mejor lo que significa para ti «pequeño» -susurró Mathias a la vez que miraba a su alrededor.
El viejo librero se levantó y le tendió una mano franca a Mathias.
– El señor Popinot, supongo -dijo él en un francés casi perfecto.
– Llámeme Mathias.
– Me hace muy feliz recibirle aquí, señor Popinot. Probablemente, al principio, le costará acostumbrarse al sitio; el lugar puede parecer pequeño, pero el alma de esta librería es inmensa.
– Señor Glover, no me llamo Popinot.
John Glover le tendió el viejo portafolio a Mathias y lo abrió ante él.
– En el bolsillo central encontrará todos los documentos firmados por el notario. Tenga cuidado con el cierre, después de setenta años, es extrañamente caprichoso.
Mathias cogió la carpeta y le dio las gracias a su anfitrión.
– Señor Popinot, ¿puedo pedirle un favor, un favorcillo de nada, que me llenaría de alegría?
– Con gran placer, señor Glover -respondió Mathias dubitativo-, pero permítame insistir, no me llamo Popinot.
– Como usted quiera -repuso el librero en tono condescendiente-. ¿Podría preguntarme si, por alguna remota casualidad, dispongo en mis estantes de un ejemplar de Inimitable Jeeves?