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El día llegaba a su fin. Sophie acompañó a Antoine y a los niños hasta la puerta de la casa. A Louis le habría gustado que le ayudara a hacer los deberes, pero le explicó que también ella tenía sus propios deberes.

– ¿No te quieres quedar un rato? -insistió Antoine.

– No, me voy a casa, estoy cansada.

– ¿Merecía la pena abrir en domingo?

– He obtenido parte de los beneficios del mes, así podré cerrar algunos días.

– ¿Te vas de vacaciones?

– De fin de semana.

– ¿Dónde?

– Todavía no lo sé, es una sorpresa.

– ¿El hombre de las cartas?

– Sí, el hombre de las cartas, como dices tú; voy a reunirme con él en París y después me llevará a algún sitio.

– ¿Y no sabes adonde? -insistió Antoine.

– Si lo supiera ya, no sería una sorpresa.

– Espero que me lo cuentes a la vuelta.

– Tal vez. De repente, te veo muy curioso.

– Perdona mi indiscreción -repuso Antoine-, me meto donde no me llaman. Al fin y al cabo sólo llevo haciendo de Cyrano de Bergerac desde hace seis meses, escribiendo esas cartas de amor en tu lugar; no veo por qué eso habría de darme algún derecho a compartir las buenas noticias… Ah, pero cuando uno se va de fin de semana, sobre todo, no debo preguntar nada, sólo debo aprovechar tu ausencia para rellenar mi pluma, pues cuando vuelvas, en el momento en que lo añores o sientas morriña, vendrás a pedirme que vuelva a coger mi pluma y que escriba una nueva carta que haga que se enamore todavía un poco más, pero en el momento en que vuelva a invitarte a pasar un fin de semana, no te molestes en decirme nada.

Con los brazos cruzados, Sophie miraba fijamente a Antoine.

– ¿Ya está, has terminado?

Antoine no respondió, no apartaba la mirada de la punta de sus zapatos, y la expresión de su rostro hacía que se pareciera en cada rasgo a su hijo. A Sophie le costaba mantener su seriedad. Lo besó en la frente y se alejó calle abajo.

La noche caía sobre Westbourne Grove. Una joven que llevaba un abrigo demasiado grande para ella se sentó en el banco que había delante de la parada del autobús.

– ¿Tiene usted frío? -preguntó ella.

– No, estoy bien -respondió Mathias.

– Pues nadie lo diría.

– Hay domingos así.

– Sí, yo he tenido muchos -dijo la joven, levantándose.

– Buenas noches -dijo Mathias.

– Buenas noches -dijo la joven.

Él la saludó con un gesto de cabeza; ella hizo lo mismo y subió al autobús que acababa de llegar. Mathias la vio irse y se preguntó dónde había podido conocerla.

Después de la cena, los niños se habían dormido en el sofá, agotados tras la tarde en el parque. Antoine los llevó a su cama. De vuelta al salón, disfrutaba de un momento de calma. Se fijó en la cartera de Mathias, que se había dejado olvidada en la cesta que les servía para dejar las llaves y lo que uno lleva en el bolsillo. La abrió y tiró lentamente de la esquina de una foto que sobresalía. En esa foto arrugada por su antigüedad, Valentine sonreía con las manos colocadas sobre su barriga redondeada; era el testimonio de otros tiempos. Antoine volvió a poner la foto en su sitio.

Yvonne entró en la ducha y abrió el grifo. El agua cayó sobre su cuerpo. Antoine le había salvado el servicio; algunas veces se preguntaba qué haría ella si él no estuviera ahí.Volvió a pensar en sus salmones cocidos al vapor del lavavajillas y se echó ella sola a reír. Un ataque de tos calmó rápidamente el ardor de su risa loca. Agotada pero de buen humor, cerró el agua, se puso una toalla y fue a acomodarse en su cama. La puerta del final del pasillo acababa de cerrarse. La chica a la que había prestado la habitación junto al rellano debía de haber vuelto. Yvonne no sabía gran cosa sobre ella, pero tenía la costumbre de fiarse de su instinto. Aquella pequeña necesitaba sólo que le echaran una mano para solucionar sus problemas. Y después de todo, ella también obtenía su provecho. Su presencia le iba bien; desde que John no estaba en la librería, el peso de la soledad se hacía notar cada vez más a menudo.

Enya se quitó la chaqueta y se echó sobre su cama. Cogió los billetes del bolsillo de sus téjanos y los contó. El día había sido bueno, las propinas de los clientes del restaurante de West-Bourne Grove donde había hecho una sustitución eran suficientes como para vivir toda la semana. El patrón estaba contento con ella y le había propuesto trabajar también el siguiente fin de semana.

Un destino irónico el de Enya: hacía diez años, su familia había muerto de hambre tras no resistir un verano sin cosecha. Una joven médica la había recogido en un campamento de refugiados.

Una noche, con la ayuda de la doctora francesa, se había escondido en un camión que se iba. En ese momento, había empezado el largo éxodo que, durante meses, la llevaría hacia el norte, huyendo del sur. Con sus compañeros de viaje no compartía la desgracia, sino la esperanza de descubrir un día lo que era la abundancia.

En Tánger cruzó el mar. Otro país, otros valles, los Pirineos. Un pastor le había revelado que, en otros tiempos, pagaban a su abuelo para hacer el camino contrario; la historia podía cambiar, pero no la suerte de los hombres.

Un amigo le había dicho que, al otro lado del canal de la Mancha, encontraría lo que siempre había buscado: el derecho de ser libre y de ser quien era. En las tierras de Albión, los hombres de todas las etnias, de todas las religiones vivían en paz respetándose unos a otros, así que embarcó, esa vez, rumbo a Caláis, bajo los bojes de un tren. Y cuando, agotada, se dejó caer sobre los raíles ingleses, supo que el éxodo había llegado a su fin.

Aquella noche, feliz, miraba a su alrededor: una cama estrecha pero con sábanas limpias, una pequeña mesa con un bonito ramo de violetas que alegraba la habitación, un ventanuco a través del cual, si uno se inclinaba un poco, se podían ver los techos del barrio. La habitación era bastante bonita; su patrona, discreta, y el tiempo que vivía desde hacía unos días tenía aires primaverales.

Audrey intentó encajar las cintas de vídeo entre dos jerséis y tres camisetas que había enrollado. Tenía dificultades para encontrarles sitio en la maleta a las compras efectuadas aquí y allá durante el mes que había pasado en Londres.

Tras volver a ponerse de pie, miró a su alrededor para verificar por última vez que no se olvidaba de nada. No tenía ganas de cenar, le bastaría con un té y, aunque sentía que pasaría la noche en vela, tenía que intentar dormir un poco. Por la mañana, cuando llegara a la estación del Norte, el día sólo acabaría de empezar. Tendría que ir a entregar las grabaciones a la regidora de la cadena, participar en la reunión de redacción de la tarde, y tal vez incluso, si su tema era programado en breve, debería visionar las cintas en la sala de montaje. Cuando entró en la cocina, se quedó mirando el cigarrillo aplastado en el cenicero. Su mirada se deslizó por la mesa y los dos vasos manchados de rojo por el vino tinto resecado; también había una taza en el fregadero. La cogió entre sus manos y miró el borde, preguntándose dónde habría puesto Mathias los labios. Se la llevó con ella y volvió a la habitación para meterla eh el fondo de la maleta.

El salón estaba a oscuras. Mathias cerró la puerta de entrada lo más lentamente que pudo y se dirigió con sigilo hacia la escalera, se encendió una luz. Se volvió y descubrió a Antoine, sentado en el sofá. Fue junto a él, cogió la botella de agua que había sobre la mesa de centro y la vació de un trago.

– ¡Si uno de nosotros dos se enamora, seré yo! -dijo Antoine.

– Como quieras, amigo mío- respondió Mathias mientras volvía a dejar la botella.

Antoine se levantó furioso.

– No, como quiera no, y empiezo a cabrearme. ¡Si me enamorara, sería una traición, igual que en tu caso!

– ¡Cálmate! Después de haber tirado abajo esa pared, ahora que al fin formo parte de mi vida cotidiana, que soy feliz con los dos niños, a los que, por otra parte, nunca había visto tan felices, ¿crees de verdad que correría el riesgo de mandarlo todo al diablo?