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– ¡Absolutamente! -respondió Antoine con convencimiento.

Antoine empezó a caminar de un lado a otro de la habitación.

– Mira, todo lo que hay a tu alrededor es exactamente lo que tú querías. Querías niños que se rieran, y se ríen; querías ruido en tu casa, y apenas nos oímos los unos a los otros; incluso has conseguido ver la tele durante la cena, así que ahora escúchame bien: por una vez en tu vida, por una sola vez, vas a renunciar a tu egoísmo y vas a asumir tus elecciones. Por tanto, si estás a punto de enamorarte de una mujer, ¡detente ahora mismo!

– ¿Te parezco egoísta? -preguntó Mathias con voz triste.

– Lo eres más de lo que lo soy yo -respondió Antoine.

Mathias lo miró durante un buen rato y, sin añadir nada más, se alejó hacia la escalera.

– Desde luego -repuso Antoine a su espalda-, no hace falta decir que no me refiero a que no… Vamos, ¡que no me opongo a que te la tires!

Mathias, en el primer piso, se paró en seco y se dio la vuelta.

– De acuerdo, pero yo me opongo a que hables de ella en esos términos.

A los pies de la escalera, Antoine lo señaló con un dedo acusador.

– ¡Te he pillado! Estás enamorado, tengo la prueba, ¡ahora déjala!.

La puerta de la habitación de Mathias se cerró con un portazo tras él; las de las habitaciones de Emily y Louis se cerraron mucho más discretamente.

El tren llevaba parado en la estación de Ashford treinta minutos, y el controlador se había tomado como un deber personal el despertar a voces a los pasajeros que no se habían dado cuenta e informarles de que el tren estaba parado en la estación de Ashford.

El mensaje adquirió relevancia cuando el mismo maquinista anunció que era incapaz de decir cuándo volvería a arrancar el tren, pues había un problema de circulación en el túnel.

– He enseñado física durante treinta años, y me gustaría que alguien me explicara cómo puede haber un problema de circulación en unas vías paralelas y de sentido único; a menos que el maquinista del tren que vaya delante se haya parado en medio del túnel para hacer pis -gruñó la anciana dama que estaba sentada frente a Audrey.

Audrey, que había cursado estudios literarios, pudo evitar responder cuando su móvil se puso a sonar. Era su mejor amiga, que se alegraba por su regreso. Audrey le contó su periplo londinense y, principalmente, los acontecimientos que habían modificado el curso de su vida aquellos últimos días. ¿Cómo había podido adivinarlo Elodie? ¡Sí! Había conocido a un hombre muy diferente a todos los otros. Por primera vez en muchos meses, desde su separación de aquel que había roto su corazón al hacer la maleta una mañana, había vuelto a tener ganas de amar. Las largas temporadas de duelo amoroso habían desaparecido prácticamente en un fin de semana. Elodie tenía razón: la vida tenía esa magia, bastaba con ser paciente, la primavera siempre acababa llegando. En cuanto se vieran, aunque por desgracia no fuera esa noche, pues era probable que llegara con retraso, pero seguro que a la hora del desayuno del día siguiente como muy tarde. Sí, ella se lo explicaría todo, cada uno de los momentos pasados en compañía de Mathias. Era un bonito nombre, ¿no?… Sí, a Elodie le encantaría… Sí, era un hombre guapo… Sí, Elodie lo adoraría; era culto, cortés. No, no estaba casado… Sí, divorciado; pero, en nuestros días, que un hombre soltero ya no estuviera casado era una ventaja… ¿Cómo lo había adivinado?… Sí, no se habían separado en dos días… Lo había conocido en el patio de una escuela, no, en una librería; en fin, en los dos sitios… Se lo explicaría todo, prometido, pero el tren arrancaba ya y veía la entrada del túnel… ¿Hola? ¿Hola?

Emocionada, Audrey miró su teléfono, acarició la pantalla y lo guardó en su bolsillo. La profesora de física suspiró y pudo, al fin, pasar la página de su libro. Acababa de leer la misma línea veinte veces.

Mathias empujó la puerta del local de Yvonne y le preguntó si podía sentarse en la terraza a tomar un café.

– Te lo traigo enseguida -dijo Yvonne a la vez que apretaba el botón de la cafetera.

Las sillas estaban todavía apiladas las unas sobre las otras. Mathias cogió una y se instaló confortablemente al sol. Yvonne le dejó la taza frente a él.

– ¿Quieres un cruasán?

– Dos -dijo Mathias-. ¿Necesitas que te eche una mano para montar la terraza?

– No, si pongo las sillas ahora, los clientes harán como tú y no estaré tranquila en la cocina. ¿Antoine no está contigo?

Mathias se bebió el café de un trago.

– ¿Me haces otro?

– ¿Va todo bien? -preguntó Yvonne.

Sentado a su mesa, Antoine consultaba su correo electrónico. Un pequeño sobre acababa de aparecer en la parte inferior de su pantalla: «Perdona por haberte abandonado este fin de semana. Almorcemos en el local de Yvonne a la una. Tu amigo, Mathias». Respondió tecleando el texto siguiente: «Perdona también por lo de ayer por la noche, te veo a la una en el local de Yvonne».

Después de abrir la librería, Mathias encendió su viejo Macintosh, leyó el mensaje de Antoine y respondió: «Nos vemos a la una, pero ¿por qué dices "también"?».

En ese mismo momento, en la sala de informática del Liceo francés, Emily y Louis apagaban el ordenador desde el que acababan de enviar esos mensajes.

Las playas de Calais se alejaban; el Eurostar iba a trescientos cincuenta kilómetros por hora sobre las vías francesas. El móvil de Audrey se puso a sonar, y en cuanto descolgó, la vieja dama sentada frente a ella dejó su libro.

La madre de Audrey estaba muy contenta por el regreso de su hija. Audrey tenía una voz diferente, no era la de costumbre. Era inútil que intentara escondérselo, su hija debía de haber conocido a alguien; la última vez que le había oído ese tono, Audrey le había anunciado su idilio con Romain… Sí, Audrey se acordaba muy bien de cómo había acabado su historia con Romain, y también de todas las noches que había pasado llorando al teléfono… Todos los hombres eran iguales… ¿Quién era ese chico nuevo? Pues claro que sabía que había un chico nuevo; de todos modos ella era la que… Efectivamente, había habido un encuentro, pero no se iba a precipitar; de todas maneras no tenía nada que ver Romain, y gracias por volver a meter el dedo en la herida, pero sí, la herida había cicatrizado, no era eso lo que había querido decir, sólo era que… No, no había vuelto a hablar con Romain desde hacía seis meses, salvo una vez el mes pasado por una historia de una maleta olvidada que él apreciaba aparentemente más que su dignidad…

Bueno, de todas maneras, no se trataba de Romain sino de Mathias. Sí, era un bonito nombre… Librero… Sí, también era un bonito oficio… No, no sabía si un librero se ganaba bien la vida, y «razón de más» no era la respuesta que esperaba de su madre…

Y además, para estar así, mejor sería cambiar de tema de conversación…

Sí, él vivía en Londres, y sí, Audrey sabía que la vida allí era cara, acababa de pasar un mes… Sí, un mes era suficiente, mamá, me agotas… Pero noooo, no tenía la intención de instalarse en Inglaterra, lo conocía desde hacía dos días…, desde hacía cinco días… No, no se había acostado con él la primera noche… Sí, era verdad que con Romain, ella había querido irse a vivir a Madrid con él al cabo de cuarenta y ocho horas, pero aquél no era necesariamente el hombre de su vida, por el momento sólo era un hombre formidable y no. no tenía que preocuparse por su trabajo, llevaba cinco años peleando por tener un día su propia emisión, ¡no iba a mandarlo todo al cuerno por haber conocido a un librero en Londres!… Sí, la llamaría en cuanto llegara a París, un beso para ella también.

Audrey volvió a meter el móvil en su bolsillo y respiró hondo. La anciana frente a ella volvió a coger su libro, pero lo abandonó enseguida.