Antoine necesitaba un buen café, algo que le permitiera mantener los ojos abiertos. La noche había sido muy corta, y el trabajo que le esperaba en la agencia apenas le dejaba tiempo para descansar.
Cuando volvía a subir por Bute Street a pie, entró rápidamente en la librería de Mathias y le informó de que debería hacer una visita fuera de la ciudad y que tendría que ocuparse de Louis. «¡Imposible!», había respondido Mathias, no podía cerrar su tienda.
– Pues te toca, los niños no tienen día de cierre -respondió agotado Antoine mientras se iba.
Se encontró con Sophie en la Coffee Shop.
– ¿Cómo va la vida entre vosotros dos? -preguntó Sophie.
– Tiene altos y bajos, como pasa en todas las parejas.
– Te recuerdo que no sois una pareja.
– Vivimos bajo el mismo techo, cada uno acaba por encontrar su sitio.
– Creo que por frases como ésa prefiero ser soltera -replicó Sophie.
– Sí, pero no lo eres.
– Tienes mal aspecto, Antoine.
– He estado toda la noche trabajando en el proyecto de Yvonne.
– ¿Y avanza?
– Empezaré las obras el fin de semana siguiente a regresar de Escocia.
– Los niños sólo me hablan de vuestras vacaciones. Esto se va a quedar muy vacío cuando os vayáis.
– Tienes al hombre de las cartas. El tiempo pasará más rápido.
Sophie esbozó una sonrisa.
– Se diría que te molesta que me vaya -dijo ella mientras soplaba sobre su té, que hervía.
– No, ¿por qué piensas una cosa así? Si tú estás feliz, yo estoy feliz.
El móvil de Sophie vibraba sobre la mesa; ella cogió el aparato y reconoció el número de la librería que aparecía en la pantalla.
– ¿Te molesto? -preguntó la voz de Mathias.
– Nunca…
– Tengo que pedirte un favor enorme, pero debes prometerme que no le dirás nada a Antoine.
– Pues claro.
– Te noto rara.
– Desde luego, estoy encantada.
– ¿De qué estás encantada?
– Cogeré el tren de las nueve y llegaré para almorzar.
– ¿Lo tienes delante? -preguntó Mathias.
– ¡Exactamente!
– Ah, mierda…
– No hace falta que lo digas, yo también.
Intrigado, Antoine miraba a Sophie.
– ¿Puedes cuidar de los niños este sábado? -continuó Mathias-. Antoine tiene que salir de la ciudad, y yo tengo que hacer algo de vital importancia.
– Lo siento, pero me resulta imposible; no obstante, cualquier otro día lo haré gustosa.
– ¿Te vas este fin de semana?
– Exactamente.
– Bueno, veo que te estorbo, te dejo -susurró Antoine a la vez que se levantaba.
Sophie lo cogió de la muñeca e hizo que volviera a sentarse. Cubrió el aparato con la mano y le prometió que colgaba en un minuto.
– Veo que te molesto -gruñó Mathias-. Ya me las apañaré para encontrar alguna solución; no digas nada, ¿prometido?
– Te lo juro. Mira en casa de tu vecina, nunca se sabe.
Mathias colgó, pero Sophie mantuvo algunos segundos más el aparato pegado a su oreja.
– Yo también te envío un beso bien grande. Hasta pronto.
– ¿Era el hombre de las cartas? -preguntó Antoine.
– ¿Quieres otro café?
– No entiendo por qué no me lo dices, era evidente que era él.
– ¿Y qué importa?
Antoine se hizo el ofendido.
– Nada, pero antes nos lo contábamos todo…
– ¿Eres consciente de que le hiciste la misma observación a tu compañero de piso?
– ¿Qué observación?
– «Antes nos lo contábamos todo»… Es ridículo.
– ¿Él te habla de nosotros? Menuda cara tiene.
– Creí que querías que te lo dijera todo.
Sophie lo besó en la mejilla y volvió a trabajar. En el momento de franquear la puerta de su agencia, Antoine vio que Mathias se precipitaba al local de Yvonne.
– ¡Te necesito!
– Si tienes hambre, es un poco pronto -respondió la patrona saliendo de su cocina.
– Esto es serio.
– Te escucho -dijo ella mientras se quitaba el delantal.
– ¿Puedes cuidar a los niños el sábado? Dime que sí, te lo suplico.
– Lo siento, pero tengo planes.
– ¿Cierras el restaurante?
– No, tengo cosas que hacer y le voy a pedir a la chica a la que le alquilo una habitación que se ocupe del local. No digas nada, es una sorpresa. Primero, quiero ponerla a prueba esta tarde y mañana.
– Debe de ser importante para que abandones tu cocina. ¿Dónde vas?
– ¿Acaso te he preguntado yo por qué quieres que me ocupe de los niños?
– Lo mío es mala suerte: Sophie se va; Antoine sale de la ciudad; tú, no sé adonde; y yo le doy igual a todo el mundo.
– Me alegra ver que ahora aprecias tu vida londinense.
– No entiendo a qué viene eso.
– Pues bien, antes, te pasabas los fines de semana solo y no te quejabas como ahora, así que constato con placer que cuando nos ausentamos, nos echas de menos. Es todo un cambio.
– Yvonne, tienes que ayudarme, es cuestión de vida o muerte.
– Pensar que puedes encontrar un jueves a una canguro que esté libre el sábado demuestra que eres un optimista… Bueno, déjame ahora que tengo trabajo, veré si te puedo buscar alguna solución.
Mathias besó a Yvonne.
– No le digas nada a Antoine… Cuento contigo.
– ¿Necesitas que te cuide a los niños para volver a una subasta de libros antiguos?
– Algo así, sí.
– Entonces tal vez me haya equivocado… No has cambiado tanto.
Al final de la tarde, Mathias recibió una llamada de Yvonne; tal vez había conseguido hallar su salvación. Daniéle era la antigua directora de una escuela y, aunque tenía sus rarezas, era de toda confianza. Por otra parte, deseaba conocer al padre antes de aceptar cuidar a los niños. Al día siguiente, iría a visitarlo a la librería y, si se entendían, ella le aseguraría el cuidado de los niños aquel fin de semana. Mathias le preguntó si Daniéle era discreta. Yvonne no se dignó a responder. Daniéle era una de sus tres mejores amigas.
– ¿Crees que sabe cosas de fantasmas? -preguntó Mathias
– No, nada, algo que se me ha ocurrido.
Frente a las verjas de la escuela, Mathias estaba tan alegre que tuvo que esforzarse por adquirir un semblante serio cuando sonó la campana.
De vuelta a la librería, Emily fue la primera en notar que había algo que no marchaba bien. En primer lugar, su padre no había soltado palabra desde que habían vuelto, y además, aunque él parecía estar absorto en su lectura, ella sabía perfectamente que fingía; la prueba estaba en que llevaba diez minutos leyendo las mismas diez páginas. Mientras Louis hojeaba un cómic, sentado en un taburete, ella rodeó la caja y se sentó en sus rodillas.
– ¿Estás preocupado?
Mathias dejó su libro y miró a su hija con aire de desamparo.
– No sé muy bien cómo deciros esto.
Louis abandonó su lectura para prestar atención.
– Creo que tendremos que renunciar a Escocia -anunció con gravedad Mathias.
– Pero ¿por qué? -preguntaron con tristeza y al unísono los niños.
– Es un poco culpa mía. Cuando reservé las excursiones, no precisé que llevaríamos niños.
– ¿Y? No es ningún crimen -replicó Emily escandalizada-. ¿Por qué no nos quieren?
– Hay ciertas reglas en las que no había caído -dijo gimiendo Mathias.
– ¿Cuáles? -preguntó Louis.
– Aceptan niños, pero con la condición de que tengan conocimientos en fantasmalogía, porque si no, no se cumplen las condiciones de seguridad requeridas. Los organizadores no quieren correr riesgos.
– Bien, pues sólo tenemos que leer unos cuantos libros -respondió Emily-. Aquí debes de tener, ¿no?