– Nos vamos en tres días, temo que no tengáis tiempo de alcanzar el nivel.
– Papá, ¡tienes que encontrar una solución! -espetó la niña.
– Pero qué te piensas, llevo pensando en ello desde esta mañana. ¿Crees que no he movido ni un dedo? Me he pasado la mañana entera intentando encontrar tu solución.
– Bueno, pero la has encontrado, ¿no? -preguntó Louis, que ya no podía consigo mismo.
– Tal vez tenga una, pero no sé…
– ¡Dilo ya!
– Si consiguiera encontrar un profesor de fantasmas, ¿aceptaríais seguir un programa intensivo durante todo el sábado?
La respuesta fue un sí unánime. Louis y Emily corrieron a buscar sus cuadernos, el modelo con cuadrícula pequeña, y lápices de colores por si había trabajos prácticos.
– Ah, una última cosa -dijo Mathias con un tono solemne-. Antoine os quiere tanto que se inquieta por cualquier cosa, así que no debe enterarse de nada. Operación «En boca cerrada no entran moscas». Si llega a enterarse de que los organizadores tienen reservas sobre la seguridad, lo anulará todo. Esto debe quedar estrictamente entre nosotros.
– Pero ¿estás seguro de que después de las clases de fantasmas nos dejarán ir? -dijo Louis inquieto.
– Pregunta a mi hija acerca de lo eficaz que resulté cuando fuimos a ver dinosaurios.
– Estamos en buenas manos, te lo juro -dijo Emily en tono seguro-. Después del golpe del planetario, todo el mundo quiere que sea la delegada de la clase.
Aquella tarde, Antoine no reparó en los guiños cómplices que se intercambiaban Mathias y los niños. Se habían ocupado de todas las tareas de la casa. Antoine pensaba que la vida en familia era cada vez más agradable.
Mathias, por su parte, no escuchó ni uno de los cumplidos que le hizo Antoine. Sus pensamientos estaban en otra parte. Le quedaba todavía arreglar un detalle importante con la amiga de Yvonne. Entonces, podría organizarse su sábado.
Sentada en el mostrador, Enya revisaba, bolígrafo en mano, las páginas de las ofertas de empleo. Yvonne le sirvió un café y le pidió que le prestara atención durante un momento. La joven cerró su diario. Yvonne necesitaba que Enya le hiciera un favor.
– ¿Me echarás una mano hoy en el restaurante? Te pagaré, por supuesto.
Enya se dirigió al vestidor.
– Eres tú la que me hace un favor -dijo ella.
Enya, que sabía dónde estaba el vestidor, fue enseguida a ponerse un delantal y se dispuso a poner los cubiertos en la sala. Por primera vez en muchos años, Yvonne pudo al fin pasarse toda la mañana en su cocina. En cuanto se abrió la puerta del establecimiento, abandonó los fogones para descubrir que Enya había tomado, si no servido, los pedidos. La joven manejaba la cafetera con destreza, abría y cerraba rápidamente la nevera como una verdadera profesional. Al final del servicio, Yvonne había tomado su decisión. Enya tenía todas las aptitudes requeridas para reemplazarla el sábado. Era amable con los clientes, sabía poner en su lugar, sin armar un escándalo, a los que carecían de cortesía y, para colmo, incluso había conseguido desviar la atención de McKenzie, que, por otra parte, tampoco parecía estar en su mejor forma. Mathias, que había ido a tomarse un café, había hablado con la joven camarera. Estaba seguro de haberla conocido ya en otra ocasión. Yvonne le dijo en un aparte que, si intentaba seducirla, estaba un poco anticuado, porque ya en sus tiempos los hombres abusaban de unas excusas tan tontas como ésas para entablar conversación. Mathias " juró por su honor” que ése no era su caso, estaba seguro de haber conocido a Enya.
Ella lo interrumpió para mostrarle la hora que señalaban las agujas del reloj. Había quedado dentro de muy poco con Daniéle. Mathias se volvió a la librería.
De su pasado como directora, Daniéle había conservado un aspecto autoritario y una distinción incontestable. Entró en la librería, sacudió su paraguas, cogió una revista del estante de los periódicos y decidió observar a Mathias antes de presentarse. Era el método que había aplicado durante toda su carrera. Al inicio de curso, estudiaba las actitudes de los padres en el patio de su escuela y, a menudo, aprendía más sobre ellos así que escuchándolos en las reuniones de padres de alumnos. Como ella siempre decía: «La vida no ofrece nunca una segunda oportunidad de formarse una primera opinión». Cuando consideró que era suficiente, se presentó a Mathias y le anunció que la había enviado Yvonne. Éste llevó a Daniéle a la trastienda para responder a todas las preguntas que ella quería hacerle.
Sí, Emily y Louis eran adorables y muy educados… No, ninguno tenía problemas con la autoridad parental. Sí, era la primera vez que llamaba a una canguro… Antoine era contrario a ello… ¿Quién era Antoine? ¡Su mejor amigo!, y el padrino de Emily. Sí, mamá trabajaba en París… Y sí, era lamentable que estuvieran separados, por los niños, desde luego; pero lo importante era que no estuvieran faltos de amor… No, tampoco estaban muy mimados… Sí, eran buenos alumnos, muy estudiosos. La profesora de Emily creía que era, sobre todo, buena en matemáticas… ¿La de Louis? Por desgracia, se había perdido la última reunión en la escuela… No, no había llegado tarde, pero un niño se había subido a un árbol y él había tenido que socorrerlo… Sí, extraña historia, pero nadie había salido herido y eso era lo esencial… No, los niños no seguían ningún régimen particular; sí, comían dulces, pero en cantidades razonables. Emily iba a clases de guitarra… No había de qué preocuparse… No ensayaba los sábados.
Al ver que Mathias se mordía las uñas, a Daniéle le resultó difícil conservar su seriedad. Ya lo había torturado suficiente, tenía material para bromear con Yvonne durante un buen rato cuando le contara esa entrevista, tal y como se habían prometido.
– ¿Por qué se ríe usted? -preguntó Mathias.
– Pues no sé si me río por su intento de justificar lo de las golosinas o por su historia del árbol. Bueno, basta de bobadas; como Louis es el pequeño de Antoine, me imagino que su hija es Emily. ¿Me equivoco?
– ¿Conoce usted a Antoine? -preguntó Mathias aterrorizado.
– Soy una de las tres mejores amigas de Yvonne, y de vez en cuando hablamos de ustedes; así que sí, conozco a Antoine, pero estése tranquilo, ¡soy una tumba!
Mathias abordó la cuestión de los honorarios, pero el placer de pasar el día con Emily y Louis era bastante para Daniéle. Para la antigua directora de escuela, no tener nietos pequeños era algo que estaba dispuesta a perdonarle a su hijo.
Mathias podría aprovechar su sábado con toda tranquilidad.
Daniéle sabría qué hacer con ese día tan emocionante. ¿Emocionante?… Tal vez Mathias tenía una idea para hacerlo inolvidable.
A la antigua directora de escuela le pareció una idea extraordinaria. Inculcar a los niños algunas nociones de historia sobre los sitios que iban a visitar durante sus vacaciones le parecía muy juicioso. Conocía bien Gran Bretaña y había visitado varias veces las Highlands, pero ¿qué entendía exactamente Mathias por clases de fantasmas? Mathias se dirigió a un estante para coger varios libros de tapa dura: Leyendas de los Tártanos, Los lagos encantados, Tiny MacTimid, Los pequeños fantasmas viajan a Escocia.
– Con todo esto, usted lo sabrá todo -dijo al dejar la pila frente a ella.
La acompañó hasta la puerta de la librería.
– ¡Regalo de la casa! Y sobre todo, no se olvide del pequeño control escrito al final del día.
Daniéle salió a la calle hasta arriba de paquetes y se cruzó con Antoine.
– ¡Has tenido una buena venta! -gritó Antoine al entrar en la librería.
– ¿Qué puedo hacer por ti? -preguntó Antoine en un tono inocente.
– Mañana me voy al amanecer. ¿Tienes programado el día con los niños?
– Todo está en orden -respondió Mathias.
Por la tarde, a Mathias le costó quedarse quieto en su sitio a la hora de cenar. Bajo el pretexto de coger un jersey -«Hace frío en esta casa, ¿no?»-, fue a leer un mensaje de texto de Audrey: «Tengo trabajo todo el fin de semana en la sala de montaje». Más tarde, al volver a su habitación -«¿No es su despertador lo que se oye arriba?»-, supo que debía volver a montar todas las secuencias de su escapada londinense: «Mi técnico se está tirando de los pelos, todas las tomas están mal encuadradas». Y diez minutos después, encerrado en el baño, hizo partícipe a Audrey de su asombro: «¡Te juro que en el visor de la cámara todo estaba bien!».