El servicio de la tarde se acababa. Yvonne soltó un gran suspiro al cerrar la puerta tras la salida de los últimos clientes. Detrás de la barra, Enya lavaba los vasos.
– Hemos tenido una buena tarde, ¿no? -preguntó la joven camarera.
– Treinta cubiertos, no está mal para un viernes por la tarde. ¿Queda algo de los platos del día?
– Se ha acabado todo.
– Entonces ha sido una buena tarde. Te las arreglarás muy bien mañana -dijo Yvonne mientras recogía los cubiertos de la sala.
– ¿Mañana?
– Me tomo el día libre, te confío el restaurante.
– ¿De verdad?
– No pongas los vasos de pie en este estante, vibran cuando la cafetera está en marcha. Encontrarás cambio en el cajón de la caja registradora. Mañana por la tarde, súbete la recaudación a tu habitación; no me gusta dejarla aquí, nunca se sabe.
– ¿Por qué confía tanto en mí?
– ¿Por qué no habría de hacerlo? -dijo Yvonne mientras barría el suelo.
La joven se acercó para quitarle la escoba de las manos.
– Los interruptores están detrás de ti. Voy a acostarme.
Yvonne subió las escaleras y entró en su habitación. Se aseó rápidamente y se acomodó en la cama. Bajo las sábanas, escuchaba los ruidos de la sala. Enya acababa de romper un vaso. Yvonne sonrió y apagó la luz.
Antoine se metió en la cama a la misma hora que los niños. La noche sería corta. Mathias, por su parte, se encerró en su habitación y continuó intercambiando mensajes con Audrey. Hacia las once, ella le avisó de que bajaba a la cafetería. El local estaba en el sótano, así que no tendría cobertura. Le dijo también que tenía unas ganas locas de estar entre sus brazos. Mathias abrió el armario y dejó todas sus camisas sobre la cama. Después de varias pruebas, escogió una blanca de cuello italiano, la que mejor le quedaba.
Sophie volvió a cerrar la pequeña maleta que había dejado en la silla. Cogió su billete de tren, verificó la hora de salida y entró en el baño. Se acercó al espejo para estudiar la piel de su rostro, sacó la lengua e hizo una mueca. Se puso la camiseta que estaba colgada detrás de la puerta y volvió a su habitación. Después de poner el despertador, se tumbó en la cama, apagó la luz y pidió que el sueño no tardara en llegar. Al día siguiente, quería tener buen aspecto y, sobre todo, no quería tener ojeras.
Con las gafas en la punta de la nariz, Daniéle está inclinada sobre su gran cuaderno de espiral. Cogió la regla y subrayó con marcador amarillo el título del capítulo que acababa de copiar. El segundo tomo de Leyendas de Escocia estaba sobre su mesa, y recitó en voz alta el tercer párrafo de la página que estaba abierta ante ella.
Emily abrió suavemente la puerta. Cruzó el rellano de puntillas y llamó a la habitación de Louis. El pequeño apareció en pijama. Con pasos sigilosos, ella lo llevó por la escalera. Una vez en la cocina, Louis entreabrió la puerta de la nevera para tener un poco de luz. Tomando unas precauciones extremas, los niños prepararon la mesa del desayuno. Mientras Emily se llenaba un vaso de zumo de naranja y alineaba las cajas de cereales frente al cubierto, Louis se instaló en la mesa de su padre y puso los dedos sobre el teclado. El momento más peligroso de la misión había llegado. Cerró los ojos y apretó la tecla de impresión, a la vez que rogaba con todas sus fuerzas para que la impresora no despertara a sus padres. Esperó durante algunos segundos y cogió la hoja de la bandeja de recepción. El texto le parecía perfecto. Dobló el papel en dos para que se mantuviera bien derecho sobre la mesa y se lo dio a Emily. Tras echar una última ojeada para verificar que todo estaba en su lugar, los dos niños subieron a toda prisa a acostarse.
Capítulo 13
Cinco y media. El cielo de South Kensington era rosa pálido, estaba amaneciendo. Enya cerró la ventana y volvió a acostarse.
El despertador marcaba las cinco y cuarenta y cinco. Antoine cogió un grueso jersey de su armario y se lo pasó por los hombros. Cogió su bolsa y la abrió para verificar que su informe estaba completo. Los planes de ejecución estaban en su lugar; el juego de bocetos, también. La volvió a cerrar y bajó las escaleras. Al llegar a la cocina, descubrió que lo esperaba un desayuno. Desdobló la hoja que estaba delicadamente dispuesta delante del plato y leyó la nota: «Sé muy prudente y no sobrepases el límite de velocidad, ponte el cinturón (aunque te sientes detrás). Te he preparado unos termos para el camino. Te esperaremos para cenar, y acuérdate de traer un regalo para los niños, siempre les gusta cuando te vas de viaje. Un beso. Mathias». Muy conmovido, Antoine cogió los termos, recuperó sus llaves de la cesta de la entrada y salió de casa. El Austin Healey estaba aparcado al final de la calle. El ambiente era primaveral, el cielo estaba despejado, el viaje sería agradable.
Sophie se desperezó al entrar en la cocina de su pequeño apartamento. Se preparó una taza de café y miró la hora en el reloj del horno microondas. Eran las seis, tenía que darse prisa si no quería perder el tren. Dudó sobre qué ponerse mientras miraba la ropa colgada en el armario y decidió que unos pantalones téjanos y una camisa servirían.
Las seis y media. Yvonne cerró la puerta que daba al patio trasero. Con una pequeña maleta en la mano, se puso sus gafas de sol y subió por Bute Street en dirección a la estación de metro de South Kensington. Había luz en la ventana de la habitación de Enya. La joven estaba despierta; podía irse tranquila, pues aquella pequeña sabía manejarse, y además, de todas maneras, era mejor que cerrar todo el día.
Daniéle miró su reloj. Eran las siete en punto. Le gustaba la precisión. Llamó al timbre. Mathias la hizo entrar y le ofreció una taza de café. La cafetera estaba sobre la mesa; las tazas, en el escurridor; y el azúcar, encima de la pica. Los niños seguían dormidos. Los sábados se despertaban, por lo general, a las nueve, así que tenía dos horas por delante. Se puso el abrigo, se ajustó el cuello de la camisa frente al espejo de la entrada, puso un poco de orden en su cabello y le dio las gracias mil veces. Estaría de vuelta como muy tarde hacia las siete. El contestador estaba conectado. Le dijo que, sobre todo, no respondiera si llamaba Antoine; si necesitaba hablar con ella, él dejaría que sonara dos veces, colgaría y volvería a llamar. Mathias se fue de la casa, subió por la calle corriendo y llamó a un taxi en Oíd Brompton.
Sola en el gran salón, Daniéle abrió su mochila y sacó dos cuadernos de Clairefontaine; había dibujado un pequeño fantasma azul en la tapa de uno, y uno rojo, en la del otro.
Cuando cruzó Sloane Square, todavía desierta a esa hora de la mañana, Mathias miró su reloj; llegaría a la hora a Waterloo.
La salida de metro estaba frente a la entrada del puente de Waterloo. Yvonne cogió las escaleras mecánicas. Cruzó la calle y miró las grandes ventanas del Saint Vincent Hospital. Eran las siete y media, todavía le quedaba un poco de tiempo. En la calzada, un taxi negro iba a toda velocidad hacia la estación.
Eran las ocho. Con la pequeña maleta en la mano, Sophie llamó a un taxi que pasaba a su lado. «Waterloo International», dijo ella a la vez que cerraba de nuevo la puerta. El black cab subió por Sloane Avenue. La ciudad estaba resplandeciente; alrededor de Eaton Square, los magnolios, almendros y cerezos estaban en flor. La gran explanada del palacio de la reina estaba llena de turistas que miraban el relevo de la guardia. La parte más bonita del trayecto empezaba en el momento en que el coche entraba en el Birdcage Walk. Bastaba entonces con girar la cabeza para ver a algunos metros a unas garzas grises picoteando los cuidados céspedes de Saint James Park. Una joven pareja caminaba ya por un sendero, y cada uno agarraba de una mano a una niña, a la que llevaban dando saltos. Sophie se inclinó hacia el vidrio de separación para darle unas instrucciones al conductor; en el semáforo siguiente, el coche cambió de dirección.