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– ¿Y tu partido de críquet? ¿No era hoy la final? -preguntó Yvonne.

– No te pedí permiso para acompañarte porque me lo habrías negado -respondió John a la vez que se levantaba.

– No veo qué interés tienes en pasarte la mañana esperando. Los pacientes no tienen derecho a ir acompañados.

– En cuanto recojamos tus resultados, y no tengo duda alguna de que serán satisfactorios, te llevaré a almorzar al parque, y después, si todavía estamos a tiempo, asistiremos al partido que se juega esta tarde.

Eran las ocho y cuarto. Yvonne presentó su hoja de cita en la taquilla de admisiones diarias. Una enfermera acudió a su encuentro, empujando una silla de ruedas.

– Si ustedes ponen todo de su parte para que uno tenga la impresión de estar enfermo, ¿cómo quieren que mejoremos? -espetó Yvonne, quien se negaba a sentarse en la silla.

La enfermera dijo que lo sentía, pero el hospital no toleraba que se quebrantaran las reglas. Las compañías de seguros exigían que todos los pacientes circularan así. Furiosa, Yvonne cedió.

– ¿Por qué sonríes? -le preguntó ella a John.

– Porque me doy cuenta de que, por primera vez en tu vida, estás obligada a hacer lo que te digan… Y ver una cosa así bien vale todas las finales de críquet.

– ¿Sabes que me pagarás ese chascarillo cien veces?

– Aunque fuera multiplicado por mil, seguiría siendo un buen negocio -dijo John riendo.

La enfermera se llevó a Yvonne. Cuando John se quedó solo, su sonrisa desapareció. Respiró hondo y se dirigió hacia los bancos de la sala de espera. El reloj de la pared marcaba las nueve. La mañana iba a ser muy larga.

Cuando volvió a su casa, Sophie abrió su maleta y colocó sus cosas en el armario. Se puso su blusa blanca y se fue de la habitación.

Mientras caminaba hacia su tienda, escribió un mensaje en su móviclass="underline" «Imposible ir este fin de semana, dales un beso a papá y mamá por mí, tu hermana que te quiere». Le dio a la tecla de envío.

Nueve y media. Sentado junto a la ventana, Mathias veía desfilar la campiña inglesa. En el altavoz una voz anunciaba la entrada inmediata en el túnel.

– ¿No le molestan los oídos cuando pasamos bajo el mar? -preguntó Mathias a la pasajera que iba sentada delante de él.

– Sí, noto un pequeño zumbido. Voy y vuelvo una vez por semana y conozco a algunas personas a quienes les causa unos efectos secundarios más serios -respondió la anciana dama, retomando inmediatamente el curso de su lectura.

Antoine le dio al intermitente y salió de la MI. La carretera que bordeaba la costa era la parte del viaje que prefería. A ese paso, llegaría al taller con media hora de adelanto. Cogió el termo de café que había dejado en el asiento del pasajero, se lo puso entre las piernas y desenroscó el tapón con una mano, mientras agarraba el volante con la otra. Se lo llevó hasta los labios y suspiró.

– ¡Qué idiota, es zumo de naranja!

Un Eurostar corría en la lejanía. En menos de un minuto, desaparecería en un túnel que pasaba por debajo de la Mancha.

Bute Street seguía en calma. Sophie abrió las rejas de su escaparate. A algunos metros de ella, Enya instalaba la terraza del restaurante. Sophie le dirigió una sonrisa. Enya desapareció en la sala y volvió a salir unos minutos más tarde con una taza en la mano.

– Ten cuidado, quema -dijo ella, ofreciéndole un capuchino a Sophie.

– Gracias, eres muy amable. ¿Yvonne no está aquí?

– Se ha tomado el día libre -respondió Enya.

– Sí, me lo había dicho, no sé dónde tengo la cabeza. No le digas que me has visto hoy, no vale la pena.

– No le he puesto azúcar, no sabía si tomabas -dijo Enya mientras volvía al trabajo.

En su tienda, Sophie pasó la mano por la mesa de trabajo en la que cortaba sus flores. La rodeó y bajó para coger la caja que contenía las cartas. Escogió una del montón y volvió a poner la cajita en su lugar. Sentada en el suelo, oculta tras el mostrador, leía en voz baja, y sus ojos se humedecieron. Qué idiota era, tenía que gustarle hacerse daño. Decir que sólo estábamos el sábado. El domingo era habitualmente su peor día. La soledad que la embargaba pesaba tanto que, paradójicamente, no tenía fuerzas ni coraje para ir a buscar el consuelo de los suyos. Desde luego, podría haber aceptado la invitación de su hermano, no renunciar esa vez de nuevo. El habría ido a buscarla a la estación, como estaba previsto.

Su cuñada y su sobrina le habrían hecho mil preguntas durante el trayecto. Y al llegar a casa de sus padres, cuando su padre o su madre le hubieran preguntado cómo le iba la vida, probablemente se hubiera puesto a llorar. ¿Cómo iba a explicarles que no había dormido en brazos de un hombre desde hacía tres años? ¿Cómo decirles que, por la mañana al desayunar, sentía que se ahogaba mirando la taza de café? ¿Cómo podía describirles el peso de sus pasos cuando volvía por la noche a su casa? El único momento de felicidad eran las vacaciones, cuando veía a sus amigos; pero las vacaciones siempre se acababan y la soledad recuperaba sus dominios. Así que, como iba a llorar de todos modos, al menos de esa forma nadie la veía.

Y aunque aquella vocecilla le decía que todavía estaba a tiempo de coger el tren, no le veía el sentido. Al día siguiente por la tarde, sería todavía peor. Por eso había preferido deshacer su maleta, y era mejor así.

La fila de pasajeros que esperaban en el andén de la Gare du Nord no tenía fin. Tres cuartos de hora después de bajar del Eurostar, Mathias subía por fin a bordo de un taxi. Desde que los alrededores de la estación estaban en obras, le explicó el chófer, sus colegas no querían ir. Acceder a ella, igual que salir, era un periplo surrealista. Estuvieron de acuerdo en que el autor del plan de circulación de la ciudad no debía de vivir en París, o que, si no, tenía que ser un personaje salido de una novela de Orwell. El conductor se mostró interesado por la evolución del tránsito en el centro de Londres desde que habían instalado un peaje, pero a Mathias sólo le importaba la hora que veía en el salpicadero. A juzgar por el embotellamiento del bulevar Magenta, no llegaría pronto a la explanada de la torre de Montparnasse.

La enfermera detuvo la silla frente a la marca del suelo. Yvonne ponía buena cara.

– Ya está, ¿puedo levantarme ahora?

John pensaba que el personal del hospital no la echaría de menos, pero se equivocaba, la joven besó a Yvonne en las dos mejillas y confesó que no se había reído tanto en años. El momento en que Yvonne había abroncado al jefe de servicio Gisbert permanecería grabado en su memoria y en la de sus colegas para siempre. Incluso cuando estuviera jubilada, se reiría al pensar en la cara de su jefe cuando Yvonne le había preguntado si era doctor en medicina o en tontería.

– ¿Qué te han dicho? -preguntó John en voz baja.

– Que me tendrás que soportar aún unos cuantos años más.

Yvonne se puso las gafas para estudiar la factura que el agente hospitalario acababa de deslizar le por debajo del cristal de la ventanilla.

– Tranquilíceme en un aspecto: ¿esta suma no irá al bolsillo del inútil que se ha ocupado de mí?

El cajero le aseguró que no y rechazó el cheque que ella le ofrecía. Su honestidad le impedía cobrar una segunda vez el coste de sus pruebas. El señor que estaba detrás de ella había pagado ya la suma debida.