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– ¿Qué piso? -preguntó él con voz entrecortada.

El ascensor subía hacia el vigésimo séptimo piso. La cabina era opaca, y Mathias sólo prestaba atención a Audrey. Al entrar en el estudio, avanzó hasta la ventana con vistas al Sena. Ella echó las cortinas para que no tuviera vértigo, y él hizo lo propio quitándole la parte de arriba; ella dejó que su pantalón se deslizara por sus piernas.

La terraza no se vaciaba. Enya corría de mesa en mesa. Cobró la cuenta de un surfero australiano y aceptó de buena gana guardarle la tabla. Sólo tenía que apoyarla contra una pared de la oficina. El restaurante estaba abierto aquella noche, así que podría pasar a buscarla hasta las diez. Ella le indicó el camino que tenía que tomar y volvió enseguida al trabajo.

John besó la mano de Yvonne.

– ¿Cuánto tiempo? -dijo él mientras le acariciaba la mejilla.

– Te lo he dicho, me haré centenaria.

– ¿Y qué te han dicho los médicos?

– Las mismas tonterías que de costumbre.

– ¿Que te tienes que cuidar, tal vez?

– Sí, algo así. Ya sabes que es difícil entenderlos con su acento.

– Jubílate y vente conmigo a Kent.

– Vamos, si te escuchara, acortaría considerablemente la duración de mi vida. Sabes perfectamente que no puedo dejar mi restaurante.

– Hoy lo has hecho.

– John, si mi restaurante tuviera que cerrar después de mi muerte, sería como morir dos veces. Y además, tú me quieres como soy, y por eso te quiero yo.

– ¿Sólo por eso? -preguntó John con un tono ingenuo.

– No, también por tus grandes orejas. Vamos al parque, nos vamos a perder tu final.

Aquel día, no obstante, a John no le importaba nada el críquet. Cogió un poco de pan de la cesta, pagó la cuenta y cogió a Yvonne del brazo. El la condujo hasta el lago. Juntos darían de comer a las ocas que corrían ya a su encuentro.

Antoine le dio las gracias a su anfitrión. Ambos volvían al taller. Antoine tenía que detallar sus bocetos al jefe del mismo. En dos horas como máximo, podría volver a casa. De todas maneras, no había razón para apresurarse porque Mathias estaba con los niños.

Audrey encendió un cigarrillo y volvió a acostarse con Mathias.

– Me gusta el sabor de tu piel -dijo ella, acariciándole el torso.

– ¿Cuándo vendrás? -preguntó él al tiempo que daba una calada.

– ¿Fumas?

– Lo he dejado -dijo él tosiendo.

– Vas a perder el tren.

– ¿Eso quiere decir que tienes que volverte al estudio?

– Si quieres que vaya a verte a Londres, tengo que terminar de montar este reportaje, que está a años luz de estar acabado.

– ¿Tan malas eran las imágenes?

– Todavía peores, me veo obligada a recurrir a los archivos; no dejo de preguntarme por qué mis rodillas te obsesionan tanto, prácticamente sólo has filmado eso.

– Es culpa del visor ese, no mía -respondió Mathias mientras se vestía.

Audrey le dijo que no la esperara, iba a aprovechar que estaba en su casa para cambiarse y coger algo para picar. Para compensar el tiempo perdido, trabajaría durante toda la noche.

– ¿De verdad has perdido el tiempo? -preguntó Mathias.

– No, pero tú eres verdaderamente imbécil -respondió ella, y lo besó.

Mathias ya estaba en el rellano. Audrey lo observó durante un buen rato.

– ¿Por qué me miras así? -preguntó él, al tiempo que llamaba al ascensor.

– ¿No hay nadie más en tu vida?

– Sí, mi hija.

– ¡Vete entonces!

Y la puerta del estudio se cerró tras el beso que le acababa de enviar.

– ¿A qué hora es tu tren? -preguntó Yvonne.

– Ya que no quieres que vayamos a tu casa, y que Kent te queda demasiado lejos, ¿qué te parecería dormir en un palacio?

– ¿Tú y yo en un hotel? John, ¿no eres consciente de nuestra edad?

– A mis ojos no tienes edad, y cuando estoy contigo, yo tampoco la tengo. Nunca te veré de forma diferente que con el rostro de aquella joven que entró un día en mi librería.

– ¡Eres único! ¿Te acuerdas de nuestra primera noche?

– Recuerdo que lloraste como una magdalena.

– Me eché a llorar porque no me habías tocado.

– No lo hice porque tenías miedo.

– Justamente lloré porque tú te habías dado cuenta de eso, imbécil.

– He reservado una suite.

– Vamos a cenar a tu palacio, después ya veremos.

– ¿Podré intentar embriagarte?.

– Creo que llevas haciéndolo desde que te conocí -dijo Yvonne, tomando su mano en la suya.

Las cinco y media. El Austin Healey iba por carreteras comarcales. Sussex era una región magnífica. Antoine sonrió; a lo lejos, un Eurostar estaba parado en medio del campo. Los pasajeros que iban a bordo no podrían llegar a tiempo a su destino, mientras que él estaría en Londres en unas dos horas.

Las cinco y treinta y dos. El controlador había anunciado que llegarían con una hora de retraso sobre el horario previsto. A Mathias le habría gustado poder llamar a Daniéle para avisarla. No había razón alguna para que Antoine llegara antes que él, pero era preferible preparar una buena coartada. El campo era magnífico, pero por desgracia para él, su móvil no tenía cobertura.

– Odio las vacas -dijo él mientras miraba por la ventana.

La jornada llegaba a su fin. Sophie guardó los pétalos en el cajón previsto para ello. Siempre tiraba unos cuantos en sus ramos. Bajó la persiana metálica de la tienda, se quitó la blusa y salió por la trastienda. Había refrescado, pero había una luz demasiado bonita como para volver de inmediato a su casa. Enya la invitó a elegir una mesa entre las que estaban libres, y había muchas. En la sala del restaurante, un hombre con aspecto de explorador perdido estaba cenando solo. Ella respondió a su sonrisa, dudó un momento, pero después le hizo una señal a Enya para decirle que iba a cenar junto al muchacho. Siempre había soñado con visitar Australia, tenía mil preguntas que hacerle.

Las ocho. El tren llegaba por fin a la estación de Waterloo. Mathias se precipitó por el andén y corrió por la cinta transportadora, esquivando a todos aquellos que le estorbaban el paso. Llegó el primero a la parada de taxis, y le prometió al chófer una propina sustancial si lo dejaba en South Kensington en media hora.

El reloj dio las ocho y diez; Antoine dudó y giró por Bute Street. Evidentemente, la tienda de flores estaba cerrada, ya que aquel fin de semana Sophie estaba de viaje. Con el brazo apoyado en el sillón vacío del pasajero, dio marcha atrás y retomó el camino de Clareville Grove. Había un sitio justo delante de la casa. Aparcó y cogió del maletero las dos miniaturas que el jefe del taller le había hecho: un pájaro de madera para Emily, y el avión para Louis. Mathias no podría reprocharle haberse olvidado de llevar algún regalo para los niños.

Cuando entró en el salón, Louis le saltó a los brazos. Emily, que estaba a punto de acabar un dibujo con la tía Daniéle, apenas levantó la cabeza.

Sophie se había comido el primer plato en Sydney, había cortado el filete en Perth, y saboreado una crema de caramelo mientras visitaba Brisbane. Estaba decidido, algún día viajaría a Australia. Por desgracia, Bob Walley no podría hacerle de guía en mucho tiempo. Su vuelta al mundo lo llevaría al día siguiente a México. Un complejo vacacional a la orilla del mar le había prometido un empleo de monitor de vela durante seis meses. ¿Después? No sabía nada, la vida guiaba sus pasos. Soñaba con Argentina, después, dependiendo de sus medios, iría a Brasil y a Panamá. La costa Oeste de los Estados Unidos sería la primera etapa del periplo que haría al año siguiente. Tenía una cita en primavera con los amigos para perseguir la gran ola.