Mathias se volvió hacia Antoine para buscar en los ojos de su amigo alguna explicación. Antoine se limitó a encogerse de hombros. Mathias carraspeó y miró a John Glover de la manera más seria del mundo.
– ¿Señor Glover, tendría usted por alguna remota casualidad un libro cuyo título es Inimitable Jeeves, por favor?
El librero se dirigió con paso decidido hacia el estante que no estaba envuelto, cogió el único ejemplar que había sobre él y se lo ofreció con orgullo a Mathias.
– Como usted constatará, el precio indicado en la cubierta es de media corona; dado que ya no es moneda de curso legal, y para que ésta sea una transacción entre caballeros, he calculado que la suma a la que correspondería sería la de cincuenta peniques, si usted está de acuerdo, desde luego.
Desconcertado, Mathias aceptó la propuesta, y Glover le entregó el libro. Antoine le dio a su amigo los cincuenta peniques, y el librero decidió que había llegado el momento de mostrar el local al nuevo gerente.
Aunque la librería apenas ocupaba sesenta y dos metros cuadrados, contando la superficie ocupada por las bibliotecas y la minúscula trastienda, la visita duró sus treinta buenos minutos. Durante todo ese tiempo, Antoine tuvo que soplarle a su mejor amigo las respuestas a las preguntas que continuamente le planteaba el señor Glover cuando abandonaba el francés para retomar su lengua natal. Después de enseñarle el buen uso de la caja registradora, y sobre todo cómo desbloquear el tirador de la caja cuando el resorte hacía de la suyas, el viejo librero le pidió a Mathias que lo acompañara para cumplir con una tradición, lo que él hizo de buena gana.
Bajo el umbral de la puerta, y no sin demostrar una cierta emoción, pues una sola vez no hacía un hábito, el señor Glover abrazó a Mathias y lo apretó contra él.
– He pasado toda mi vida en este lugar -dijo él.
– Lo cuidaré bien, tiene usted mi palabra de honor -respondió Mathias con solemnidad y sinceridad.
El viejo librero se acercó a su oreja.
– Acababa de cumplir veinticinco años y no pude celebrarlos, puesto que mi padre tuvo la lamentable idea de morir el día de mi cumpleaños. Debo confesarle que nunca acabé de entender su sentido del humor. A la mañana siguiente, tuve que hacerme cargo de su librería, que, en la época, era inglesa. El libro que usted tiene en las manos es el primero que vendí. Teníamos dos ejemplares, y conservé éste tras jurarme que no me separaría de él hasta que me jubilara. ¡Cómo he amado mi profesión! Estar rodeado de libros y acompañado todos los días por los personajes que viven en sus páginas… Cuide bien de ellos.
El señor Glover miró por última vez la obra de tapas rojas que Mathias tenía en sus manos y le dijo con una sonrisa en los labios:
– Estoy seguro de que Jeeves velará por usted.
Saludó a Mathias y se fue.
– ¿Qué te ha dicho? -preguntó Antoine.
– Nada -respondió Mathias-. ¿Puedes vigilar la tienda un segundo?
Y antes de que Antoine respondiera, Mathias se precipitó a la calle tras los pasos del señor Glover. Alcanzó al viejo librero al final de Bute Street.
– ¿Qué puedo hacer por usted? -preguntó este último.
– ¿Por qué me habéis llamado Popinot?
Glover miró a Mathias con ternura.
– Debería adoptar el hábito de no salir jamás en esta época sin paraguas. El tiempo no es tan malo como se dice, pero en esta ciudad la lluvia empieza a caer sin avisar.
El señor Glover abrió su paraguas y se alejó.
– Me habría encantado conocerlo, señor Glover. Estoy orgulloso de ser su sucesor -gritó Mathias.
El hombre del paraguas se volvió y sonrió a su interlocutor.
– Si hay algún problema, encontrará en el fondo de la caja registradora el número de teléfono de la casita de Kent donde me voy retirar.
La elegante silueta del viejo librero desapareció al volver la esquina. La lluvia empezó a caer. Mathias levantó la mirada y observó el cielo encapotado. Oyó a su espalda los pasos de Antoine.
– ¿Qué querías de él? -preguntó Antoine.
– Nada -respondió Mathias, a la vez que cogía su paraguas.
Mathias volvió a su librería, y Antoine, a su despacho; y los dos amigos se volvieron a encontrar después de comer delante de la escuela.
Sentados al pie del gran árbol que oscurecía la placita, Antoine y Mathias miraban la campana que anunciaría el final de las clases.
– Valentine me ha pedido que recoja a Emily, ella está ocupada en el consulado -dijo Antoine.
– ¿Por qué mi ex mujer llama a mi mejor amigo para pedirle que recoja a mi hija?
– Porque nadie sabía a qué hora llegarías.
– ¿Ella llega tarde a menudo a recoger a Emily a la escuela?
– ¡Te recuerdo que cuando vivíais juntos, no llegabas a casa ningún día antes de las ocho de la tarde!
– ¿Tú eres mi mejor amigo o el suyo?
– Cuando dices cosas como ésa, consigues que dude sobre si es a ti a quien vengo a buscar a la escuela.
Mathias ya no escuchaba a Antoine. Desde el patio de recreo, una niña le brindaba la sonrisa más bella del mundo. Con el corazón saliéndosele del pecho, él se levantó y su rostro se iluminó con la misma sonrisa. Al mirarlos, Antoine se dijo que sólo la naturaleza había podido imaginar una semejanza tan bella.
– ¿De verdad te vas a quedar? -preguntó la niña mientras su padre se la comía a besos.
– ¿Te he mentido alguna vez? -No, pero siempre hay una primera vez. -¿Y tú estás segura de que no mientes sobre tu edad? Antoine y Louis los habían dejado solos. Emily estaba decidida a descubrirle su barrio a su padre. Cuando entraron de la mano en el restaurante de Yvonne, Valentine los esperaba sentada en el mostrador. Mathias se acercó a ella y la besó en la mejilla, mientras Emily se instalaba en la mesa donde solía hacer sus deberes. -¿Estás cansada? -preguntó Mathias, a la vez que se sentaba en un taburete.
– No -respondió Valentine. -Sí, estoy seguro, tienes aspecto de estar cansada. -No lo estaba antes de que me preguntaras, pero puedo llegar a estarlo si quieres. -¡Ves cómo lo estás! -Emily está deseando dormir en tu casa esta noche.
– Pues ni siquiera he tenido tiempo de echarle una ojeada. Mis muebles llegan mañana.
– ¿No has visto tu piso antes de mudarte?
– No he tenido tiempo, todo se precipitó. Tenía muchas cosas que arreglar en París antes de venir aquí. ¿Por qué sonríes?
– Por nada -respondió Valentine
– Me gusta cuando sonríes así por nada.
Valentine pestañeó.
– Yo adoro cuando tus labios se mueven así.
– Ya vale -dijo Valentine con voz dulce-. ¿Necesitas que yo te eche una mano para instalarte?
– No, ya me las arreglaré. ¿Quieres que desayunemos juntos mañana? Vamos, si tienes tiempo.
Valentine respiró hondo y le pidió a Yvonne un diabolo frío.
– Puede que no estés cansada, pero en todo caso, estás contrariada. ¿No será porque voy a instalarme en Londres? -repuso Mathias.
– Pues claro que no -dijo Valentine mientras acariciaba con la mano la mejilla de Mathias-, al contrario.
El rostro de Mathias se iluminó.
– ¿Cómo que al contrario? -preguntó él con un hilo de voz.
– Tengo que decirte una cosa -susurró Valentine-, y Emily todavía no está al corriente de la misma.
Inquieto, Mathias acercó su taburete.
– Me vuelvo a París, Mathias. El cónsul acaba de proponerme la dirección de un servicio. Es la tercera vez que me ofrecen un puesto importante en el Quay d'Orsay. Siempre he dicho que no, porque no quería cambiar de escuela a Emily. Se ha construido una vida aquí, y Louis se ha convertido en un hermano para ella. Ella ya piensa que le quité a su padre, así que no quiero que me reproche también haberle quitado a sus amigos. Si no hubieras venido a instalarte a Londres, probablemente lo hubiera rechazado de nuevo; pero ahora que tú estás aquí, todo cuadra.