– Comprendo perfectamente que lo perdiera, ¿cómo se iba a aclarar con todos esos números? -exclamó Mathias.
Aquella vez fue Louis quien lo llamó al orden.
A la mañana siguiente, Louis y Emily estaban más impacientes que nunca. Aquel día iban a visitar el castillo de Gladis, famoso por ser uno de los más bellos y más encantados de Escocia. El guardián estaba encantado de recibirlos; el guía habitual estaba enfermo, pero él sabía mucho más. De las habitaciones al pasillo y de los pasadizos a los torreones, el anciano les explicó que la reina madre había residido en aquel lugar cuando era niña, y que volvió para traer al mundo a la encantadora princesa Margarita. Pero la historia del castillo se remontaba a la noche de los tiempos, también había sido la morada del más infame de los reyes de Escocia, Macbeth.
Las piedras albergaban allí una multitud de fantasmas.
Aprovechando una pausa -las escaleras de la torre del reloj habían agotado las piernas de su guía-, Mathias se apartó del grupo. Para su gran desespero, su teléfono móvil no tenía cobertura. Hacía dos días que le había enviado el último mensaje a Audrey. De camino a otras habitaciones, se enteraron de que se podía ver el espectro de un joven criado, muerto de frío, y el de una mujer sin lengua que deambulaba por los pasillos al caer la noche. No obstante, el mayor de los misterios era el de la habitación desaparecida. Desde el exterior del castillo, se podía ver perfectamente la ventana, pero desde el interior, nadie podía encontrar la entrada. La leyenda contaba que el conde de Gladis estaba jugando a las cartas en compañía de amigos y que se había negado a interrumpir la partida cuando el reloj de la torre anunciaba la llegada del domingo. Un extranjero vestido con una capa negra se unió entonces a ellos. Cuando un criado les llevó la comida, descubrió a su señor jugando con el diablo en medio de un círculo de fuego. La habitación fue entonces sellada y se perdió la entrada para siempre; sin embargo, el guía, al terminar la visita, añadió que por la noche, desde sus habitaciones, tendrían el placer de escuchar el reparto de cartas.
De vuelta al parque, Antoine hizo una confesión: ya no aguantaba más esas historias de desaparecidos; no era cuestión de que un hombre congelado le atendiera si tenía la mala idea de llamar al servicio de habitación por la noche, y mucho peor era tener por vecina a una mujer sin lengua.
Furioso, Louis le reprochó que no supiera nada en materia de fantasmas, y como su padre no veía adonde quería llegar, Emily acudió al rescate.
– Los espectros y los aparecidos no tienen nada que ver. Si estuvieras un poco informado, sabrías que hay tres categorías de fantasmas: los luminosos, los subjetivos y los objetivos, y, aunque te puedan dar algo de canguelo, son todos inofensivos; mientras que tus aparecidos, como dices cuando lo confundes todo, son muertos vivientes y son malvados. ¡Así que ya ves que no tienen nada que ver!
– ¡Vale, pues ectoplasma o cataplasma, yo esta noche duermo en un Holiday Inn! Y además, ¿me podríais explicar desde cuándo sois expertos en fantasmas vosotros dos? -respondió Antoine, mirando a los niños.
Mathias intervino de inmediato.
– ¡Ahora no te irás a quejar porque nuestros niños sean cultos!
Mathias trituraba su móvil en el fondo del bolsillo de su impermeable. En un hotel moderno, tendría más probabilidades de poder hacer una llamada; era el momento de ayudar a su amigo. Anunció a los niños que esa noche cada uno tendría su habitación. Aunque las camas de los castillos escoceses eran inmensas, no dormía demasiado bien desde que compartía la suya con Antoine. Aunque los guías habían dicho que las habitaciones eran glaciales, había tenido mucho calor las últimas noches.
Y cuando se alejaron hacia el coche, caminando delante de Louis y Emily, que seguían enfadados, los fantasmas del lugar habrían podido oír una extraña conversación…
– Sí, te juro que te me has pegado. ¡Primero te mueves continuamente, y luego te me pegas!
– No, de eso nada. Además, roncas.
– Vaya, eso sí me sorprendería. Ninguna mujer me ha dicho jamás que roncara.
– ¿Ah, sí? ¿Y cuándo fue la última noche que pasaste con una mujer? Carolina Leblond ya decía que roncabas.
– ¡Cállate!.
Por la tarde, mientras se instalaban en el Holiday Inn, Emily llamó a su madre para explicarle su día en el castillo. Valentine se alegraba de oír su voz. Desde luego, la echaba de menos; todas las noches antes de dormir, le daba un beso a su foto, y en la mesa siempre tenía a la vista el dibujo que le había dado Emily… Sí, a ella también se le estaba haciendo larga la separación, pero iría a verla muy pronto, tal vez el mismo fin de semana después de su vuelta. Sólo tenía que pasarle con su padre y lo organizaría todo con él. Ella tenía que participar en un seminario el sábado, pero cuando saliera, cogería directamente el tren… Prometido, iría a buscarla el domingo por la mañana y pasarían el día juntas… Sí, como hacían cuando vivían juntas, pero ahora tenía que pensar en aquellos castillos tan bonitos y aprovechar esas vacaciones maravillosas que le regalaba su padre… Y Antoine, sí, ¡desde luego!
Mathias habló con Valentine y le volvió a pasar el auricular a su hija. Cuando Emily colgó, él le hizo una señal a Antoine para que mirara discretamente a Louis. El pequeño estaba sentado solo frente a la televisión, mirando fijamente la pantalla; pero el aparato estaba apagado.
Antoine abrazó a su hijo y le hizo una carantoña que contenía el amor de cuatro brazos juntos.
Aprovechando que Antoine estaba bañando a los niños, Mathias volvió a la recepción tras pretextar que se había olvidado el jersey en la Kangoo.
En el vestíbulo, consiguió ayudándose con gestos y aspavientos que el conserje lo entendiera. Por desgracia, el hotel sólo tenía un ordenador, en el despacho de contabilidad, y los clientes no tenían acceso ni podían enviar correos electrónicos. De todos modos, el empleado le propuso amablemente enviar uno por él, en cuanto su jefe no mirara. Unos minutos más tarde, Mathias le dio un texto garabateado en un trozo de papel.
A la una de la mañana, Audrey recibió el siguiente mensaje: «Mi e ido en Eccocia con los niños, vuelto sábado próximo, impasible verte. Te eco de menis teribalamente. Matthiew».
A la mañana siguiente, cuando Antoine ya estaba al volante de la Kangoo y los niños con los cinturones puestos en los asientos de atrás, el recepcionista cruzó corriendo el aparcamiento del hotel para darle un sobre a Mathias, en el que podía leerse: «Mi Matthiew, estaba inquieta por no poder verte, espero que tengas un buen viaje, me gustan mucho Eccocia y los eccoceses. Iré a verte muy pronto, yo también te eco de menis. Muco. Tu Hepburn».
Feliz, Mathias dobló la hoja y se la guardó en el bolsillo.
– ¿Qué era? -preguntó Antoine.
– Un duplicado de la cuenta del hotel.
– ¿Yo pago la noche y te dan a ti la factura?
– Tú no puedes incluirla en tus gastos, pero yo sí. Ahora, deja de hablar y estate atento a la carretera; si leo bien el mapa, tienes que tomar el siguiente desvío a la derecha. Te he dicho a la derecha, ¿por qué giras a la izquierda?
– Porque tienes el mapa al revés, bobo.
El coche subía hacia el norte, en dirección a las Highlands. Se pararían en el precioso pueblo de Speyside, célebre por sus destilerías de whisky; después de la comida del mediodía, irían todos a visitar el famoso castillo de Candor. Emily explicó que estaba tres veces encantado, primero por un ectoplasma misterioso vestido por completo de seda violeta, después por el célebre John Campbell de Candor, y, finalmente, por la triste mujer sin manos. Y cuando se enteró de quién era la tercera habitante del lugar, Antoine pisó el pedal del freno y el coche derrapó más de cincuenta metros.