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– ¿Qué mosca te ha picado?

– ¡Debéis elegir ahora mismo! O almorzamos o vamos a ver a la mujer de los muñones, no podemos hacer las dos cosas, ¡demasiado es demasiado!

Los niños bajaron la cabeza y se abstuvieron de hacer cualquier otro comentario. Se tomó una decisión: Antoine estaba exento de la visita, los esperaría en el albergue.

En cuanto llegaron, Emily y Louis se escabulleron para ir a la tienda de recuerdos y dejaron a Antoine y a Mathias solos en la mesa.

– Lo que me fascina es que llevamos durmiendo tres días en sitios cada uno más angustioso que el anterior, y pareces estar pillándole el gusto. Esta mañana, durante la visita al castillo, actuabas como si tuvieras la edad mental de un niño de cuatro años -dijo Antoine.

– A propósito del gusto -respondió Mathias mientras leía el menú-, ¿te apetece tomar el plato del día? Siempre está bien probar las especialidades locales.

– Eso depende. ¿Qué es?

– Haggis.

– No tengo ni idea de lo que es, pero está bien -dijo Antoine a la camarera que les tomaba nota.

Diez minutos más tarde, ésta puso frente a él un estómago de oveja relleno, y Antoine cambió de opinión. Un par de huevos al plato bastarían, tampoco tenía mucha hambre. Al final de la comida, Mathias y los niños se fueron a hacer su visita y dejaron allí a Antoine.

En la mesa vecina, un joven y su compañera hablaban de sus proyectos de futuro. Aguzando el oído, Antoine pudo entender que su vecino era arquitecto como él. Antoine, que, solo en la mesa, se moría de aburrimiento, ya tenía una segunda razón para meterse en la conversación.

Antoine se presentó, y el hombre le preguntó si era francés, tal y como había creído adivinar. Antoine no debía ofenderse bajo ningún motivo, ya que su inglés era perfecto; pero tras haber vivido él mismo dos años en París, le resultaba fácil identificar el ligero acento.

Antoine adoraba Estados Unidos y quiso saber de qué ciudad provenían. Él también había reconocido su acento.

La pareja era originaria de la costa Oeste, vivían en San Francisco y se estaban tomando unas merecidas vacaciones.

– ¿Han venido a Escocia a ver fantasmas? -preguntó Antoine.

– No, eso ya lo puedo hacer en casa, me basta con abrir los armarios -dijo el joven, mirando a su compañera.

Ella le dio un puntapié por debajo de la mesa.

Él se llamaba Arthur, y ella, Lauren. Ambos iban a recorrer Europa siguiendo casi al pie de la letra el itinerario recomendado por una pareja de viejos amigos, George Pilguez y su compañera, que habían vuelto encantados del viaje que habían hecho el año anterior. Además, durante su periplo, se habían casado en Italia.

– ¿Y ustedes también han venido a casarse? -preguntó Antoine picado por la curiosidad.

– No, todavía no -respondió la esplendorosa joven.

– Pero estamos festejando otro feliz acontecimiento -continuó su vecino-, Lauren está embarazada, esperamos a nuestro bebé para finales de verano. Sin embargo, no se puede decir, por ahora es un secreto.

– ¡No quiero que se enteren en el Memorial Hospital, Arthur! -dijo Lauren.

Ella se volvió hacia Antoine y lo cogió aparte.

– Acaban de hacerme titular, y prefiero evitar que circulen rumores de que voy a faltar por los pasillos. ¿No le parece normal?

– El verano pasado la nombraron jefa de servicio, y su trabajo la obsesiona un poco -repuso Arthur.

La conversación se alargó: la joven médica era una contertulia sin igual; Antoine estaba maravillado por la complicidad que demostraba tener con su compañero. Cuando se excusaron, tenían todavía viaje por delante; Antoine les felicitó por el bebé y les prometió que sería discreto. Si un día visitaba San Francisco, esperaba no tener motivo alguno para ir al Memorial Hospital.

– No jure nada, créame, ¡la vida tiene más imaginación que nosotros!

Al irse, Arthur le dio su tarjeta tras hacerle prometer que si un día iba a California, los llamaría.

Mathias y los niños volvieron locos de alegría por la tarde. Antoine tendría que haberlos acompañado, pues el castillo de Candor era magnífico.

– ¿Qué te parecería conocer San Francisco el año que viene? -preguntó Antoine cuando ya estaban de nuevo en la carretera.

– Las hamburguesas no me van -respondió Mathias.

– Tampoco a mí el haggis, y aquí estoy.

– Bueno, vale, ya veremos el año que viene. ¿No puedes ir más rápido?

Al día siguiente, se fueron al sur e hicieron una larga parada a orillas del lago Ness. Mathias apostó cien libras esterlinas a que Antoine no sería capaz de meter un pie en el lago, y ganó la apuesta.

El viernes por la mañana, las vacaciones se acababan ya. En el aeropuerto de Edimburgo, Mathias bombardeó a Audrey con mensajes. Envió uno escondido detrás de un quiosco de periódicos; otros dos, desde los lavabos donde había tenido que volver para recoger una bolsa olvidada al pie del lavabo; un cuarto, mientras Antoine pasaba por el arco de seguridad; un quinto, a sus espaldas mientras bajaban por la pasarela que llevaba al avión; y el último, mientras Antoine guardaba los abrigos de los niños en los compartimentos de equipajes. Audrey estaba contenta por su vuelta, tenía unas ganas locas de verlo e iría de visita pronto.

En el avión que los llevaba, Antoine y Mathias discutieron, como a la ida, para no sentarse junto a la ventanilla.

A Antoine no le gustaba quedarse arrinconado al fondo de la fila, y Mathias le recordaba que tenía vértigo.

– Nadie tiene vértigo en un avión, eso lo sabe todo el mundo -gruñó Antoine a la vez que se sentaba de mala gana.

– Cuando miro el ala, yo sí lo tengo.

– Pues no la mires. De todas maneras, ¿qué interés tiene mirar un ala? ¿Tienes miedo de que se despegue?

– No tengo miedo en absoluto. Tú eres el que teme que se caiga el ala, y por eso no te quieres sentar junto a la ventanilla. ¿Quién se aprieta los puños cuando hay turbulencias?

De vuelta en Londres, Emily resumió perfectamente la amistad que ligaba a los dos hombres. Le confió a su diario íntimo que Antoine y Mathias eran iguales pero muy diferentes, y esa vez, Louis no añadió nada al margen.

Capítulo 15

En el despacho del director de información, aquel viernes por la mañana, Audrey recibió una noticia que la volvió loca de alegría. La redacción de la cadena, satisfecha por su trabajo, había decidido otorgar más importancia a su tema. Para completar su reportaje, debería ir a la ciudad de Ashford, donde se había instalado una parte de la comunidad francesa. Lo mejor para realizar las entrevistas sería encontrarse con las familias el sábado al mediodía a la salida de la escuela. Audrey aprovecharía también para volver a grabar algunas imágenes inutilizables a causa de una historia que el director de información no entendía en absoluto. Durante toda su carrera, nunca había oído hablar de «un visor de cámara que no encuadraba los planos», pero siempre había una primera vez para todo. Un cámara profesional se reuniría con ella en Londres. Apenas tenía tiempo de ir a casa a hacer la maleta, ya que su tren salía en tres horas.

La puerta se había abierto, pero Mathias no había salido de la trastienda; a aquella hora de la mañana, muchas personas que esperaban que llegara la hora del final de la jornada escolar entraban en su local a hojear una revista y volvían a irse unos minutos más tarde sin comprar nada. No obstante, al oír una voz ligeramente ronca que preguntaba si tenía el Lagarde y Michard, dejó caer su libro y se precipitó hacia la librería.

Se miraban, los dos sorprendidos por la felicidad de verse; para Mathias, la sorpresa era total. La cogió entre sus brazos, y esa vez fue ella la que casi sintió vértigo. ¿Durante cuánto tiempo iba a estar allí?… ¿Para qué hablar de su partida si acababa de llegar?… Porque el tiempo sin verla le había parecido muy largo… Cuatro días allí, iba a ser muy corto… Tenía la piel suave, tenía ganas de ella… Ella tenía en el bolsillo de su impermeable la llave del apartamento de Brick Lane… Sí, encontraría un modo para dejar a su hija a buen cuidado. Antoine se ocuparía de ello… ¿Antoine?… Un amigo con el que se había ido de vacaciones. Pero ya habían hablado bastante. Estaba tan contento de verla, tenía tantas ganas de oír su voz… Ella tenía que confesarle algo, sentía un poco de vergüenza; pero como le había costado tanto contactar con él cuando estaba en Escocia… Le costaba decirlo… Había acabado por creer que estaba casado, que le mentía. Todos aquellos mensajes que llegaban antes de la cena, y después, los silencios durante las noches. Lo sentía. muchísimo, pero eso le pasaba por cicatrices que tenía del pasado… Desde luego que no estaba enfadado, al contrario, ahora estaba todo claro, era mucho mejor que las cosas se hubieran aclarado. Evidentemente, Antoine sabía lo suyo con ella, en Escocia no había dejado de hablarle de ella. Y se moría de ganas de conocerla, tal vez no aquel fin de semana, porque tenían poco tiempo y sólo quería estar con ella… Ella volvería a última hora de la noche, ahora tenía una cita en Pimlico con un cámara que se llevaba a Ashford. Por desgracia, sí, estaría fuera al día siguiente, tal vez también el domingo; era verdad, al final sólo les quedarían dos días… Tenía que irse de verdad, llegaba tarde. No, no podía acompañarla a Ashford, la cadena había exigido que la filmara un profesional… No tenía razón alguna para poner esa mala cara, su colega estaba casado y esperaba un niño… Tenía que dejarla irse, iba a perderse su cita… También quería besarlo de nuevo. Se verían en el bar de Yvonne hacia las ocho.