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Audrey se subió a un taxi, y Mathias se precipitó al teléfono. Antoine estaba reunido, pero se conformó con que McKenzie le avisara de que les diera la cena a los niños y de que no lo esperara. No pasaba nada grave; un amigo parisino, de paso por Londres, le había dado una sorpresa al entrar en su librería. Su mujer acababa de abandonarlo y le pedía la custodia de los hijos. Su amigo estaba hecho polvo, e iba a intentar animarlo aquella noche. Había pensado llevarlo a casa, pero no era una buena idea… por los niños. McKenzie estaba de acuerdo en todo con Mathias, habría sido una muy mala idea. Sentía sinceramente lo del amigo de Mathias, qué tristeza… Y, a propósito de los niños, ¿cómo lo llevaban los de su amigo?

– Bueno, escuche, McKenzie, se lo preguntaré esta noche y le llamo mañana para contárselo.

McKenzie carraspeó y prometió pasar el mensaje. Mathias fue el primero en colgar.

Audrey llegó tarde a su cita. El cámara escuchó lo que se esperaba de él y preguntó si había esperanzas de poder acabar el mismo día.

Audrey tampoco tenía ganas de dormir en Ashford, pero el trabajo estaba antes que lo demás. Se citaron para la mañana siguiente en el andén de la estación para coger el primer tren.

De vuelta al barrio, fue a buscar a Mathias. Había tres clientes en su librería; desde la calle le indicó que lo esperaría en el local de Yvonne.

Audrey se instaló en la barra.

– ¿Le guardo una mesa? -preguntó la patrona.

Audrey no sabía si cenaría allí. Prefería esperar en el bar. Pidió una bebida. El restaurante estaba desierto, e Yvonne se acercó para conversar con ella y matar el tiempo.

– ¿Usted es la periodista que investigaba sobre nosotros? -dijo Yvonne, levantándose-. ¿Cuánto tiempo se va a quedar esta vez?

– Tan sólo unos días.

– Entonces, este fin de semana, sobre todo no se pierda la gran fiesta de las flores de Chelsea -dijo Sophie, que fue a sentarse a su lado.

El acontecimiento, que sólo tenía lugar una vez al año, presentaba las creaciones de los mejores horticultores del país. Se podían ver y comprar nuevas variedades de rosas y orquídeas.

– La vida parece muy dulce a este lado de la Mancha -dijo Audrey.

– Depende de para quién -respondió Ivonne-. Sin embargo, debo confesar que cuando uno encuentra su lugar en el barrio, ya no tiene ganas de salir.

Yvonne añadió, para gran alegría de Sophie, que al cabo del tiempo, las personas de Bute Street se habían convertido en una familia.

– En todo caso, parece que han hecho una bonita panda de amigos -repuso Audrey, mirando a Sophie-. ¿Lleva mucho tiempo viviendo aquí?

– A mi edad, ya no se cuenta. Antoine abrió su agencia aquí un año después del nacimiento de su hijo, y Sophie se instaló un poco después, si mi memoria no me falla.

– ¡Ocho años! -repuso Sophie mientras sorbía por la pajita de su vaso-. Y Mathias ha sido el último en llegar.

Parecía que Yvonne casi lo había olvidado.

– Es verdad que él lleva aquí poco tiempo -dijo Sophie.

Audrey enrojeció.

– Pone usted una cara rara. ¿He dicho algo inoportuno? -preguntó Yvonne.

– No, nada en particular. De hecho, también tuve la ocasión de entrevistarlo, y parecía que había vivido en Inglaterra desde siempre.

– Exactamente, desembarcó el 2 de febrero -afirmó Yvonne.

Nunca podría olvidar esa fecha, pues aquel día, John se había jubilado.

– El tiempo es relativo -añadió ella-. Mathias debe de tener la impresión de que se mudó hace más tiempo. Ha sufrido varios inconvenientes desde que se instaló aquí.

– ¿Cuáles? -preguntó discretamente Audrey.

– Me mataría si hablara de ello. Ah, y de todas maneras, él es el único que ignora lo que todo el mundo sabe.

– Creo que tienes razón, Yvonne, ¡Mathias te mataría! -lo interrumpió Sophie.

– Tal vez, pero todos estos secretos me reconcomen, y además, hoy tengo ganas de hablar -repuso la dueña mientras se servía un nuevo vaso de vino-. Mathias nunca ha llegado a reponerse de su separación de Valentine, la madre de su hija. Y aunque esté dispuesto a jurar lo contrario, en buena parte, ha venido aquí para reconquistarla. Pero no ha tenido suerte, porque ella se mudó a París en cuanto él llegó a la ciudad. Y todavía se enfadaría más conmigo por decir esto, pero creo que la vida le ha hecho un gran favor. Valentine no volverá.

– Ahora, creo que definitivamente se va a enfadar contigo -repitió Sophie para cortar a Yvonne-. Todas estas historias no deben de interesar en absoluto a la señorita.

Yvonne miró a las dos mujeres sentadas en su bar y se encogió de hombros.

– Es probable que tengas razón, y además, tengo cosas que hacer.

Cogió su vaso y volvió a la oficina.

– Al zumo de tomate invita la casa -dijo al irse.

– Lo siento -dijo Sophie turbada-. Normalmente Yvonne no es muy chismosa, excepto cuando está triste. Y, a juzgar por la sala, no se anuncia una buena noche.

Audrey se quedó en silencio. Dejó el vaso en el mostrador.

– ¿Le pasa algo? -preguntó Sophie-. Está usted pálida.

– Soy yo la que lo siente. Es por el tren. Me he sentido mal durante todo el viaje -dijo Audrey.

Audrey tuvo que sacar fuerzas de flaqueza para no dar muestras del peso que le oprimía el pecho. No se debía a que Yvonne hubiera revelado el motivo por el que Mathias había abandonado París; pero, al oír el nombre de Valentine, se sentía inmersa en una intimidad que no le pertenecía, y la herida había sido dolorosa.

– Debo de tener una pinta horrorosa -comentó Audrey.

– No, ya ha recuperado el buen color -replicó Sophie-. Venga conmigo, vamos a caminar un poco.

Ella la invitó a refrescarse en su trastienda.

– Muy bien, ahora está mucho mejor -dijo Sophie-. Debe de haber un virus en el aire, yo también he sentido náuseas esta mañana.

Audrey no sabía cómo darle las gracias. En ese momento, Mathias entró en la tienda.

– ¿Estás aquí? Te he buscado por todas partes.