Mathias, con el pelo alborotado, recibió a Valentine en pijama.
– ¡Qué sexy! -dijo ella al entrar.
– Pensaba que llegarías más tarde.
– Estaba de pie a las seis, y desde entonces, he estado dando vueltas en la habitación del hotel. ¿Está Emily despierta?
– Está poniéndose sus mejores galas, pero no te he dicho nada; debe de haberse cambiado por décima vez, no te imaginas cómo está el cuarto de baño.
– Después de todo, ha heredado dos o tres cosas de su padre -dijo riendo Valentine-. ¿Me preparas un café?
Mathias se dirigió a la cocina y pasó detrás del mostrador.
– Es bonita vuestra casa -exclamó Valentine mientras miraba a su alrededor.
– Antoine tiene buen gusto. ¿Por qué te ríes?
– Porque es lo que decías de mí a los amigos que venían a cenar a nuestra casa -dijo Valentine, sentándose en un taburete.
Mathias llenó la taza y la colocó delante de Valentine.
– ¿Tienes azúcar? -preguntó ella.
– No tomas -respondió Mathias.
Valentine recorrió la cocina con la mirada. Todo estaba bien ordenado en los estantes.
– Es formidable lo que habéis construido juntos.
– ¿Te estás burlando? -preguntó Mathias a la vez que se servía un café.
– No, estoy sinceramente impresionada.
– Ya te lo he dicho, Antoine se ocupa de todo.
– Tal vez, pero aquí se respira felicidad, y tú debes de ser el responsable de ello.
– Digamos que hago lo que puedo.
– Tranquilízame, ¿al menos discutís alguna vez?
– ¿Antoine y yo? Jamás.
– Te he pedido que me tranquilizaras.
– Bueno, vale, un poco todos los días.
– ¿Crees que a Emily le queda mucho para estar lista?
– ¿Qué quieres que te diga? ¡Después de todo, esta niña ha heredado dos o tres cosas de su madre!
– No te puedes imaginar cuánto la echo de menos.
– Sí puedo, la he echado de menos durante tres años.
– ¿Ella es feliz?
– Lo sabes bien, la llamas todos los días.
Valentine se desperezó a la vez que bostezaba.
– ¿Quieres otra taza? -preguntó Mathias, volviéndose hacia la cafetera eléctrica.
– La necesitaría, no he descansado mucho esta noche.
– ¿Llegaste tarde ayer?
– Razonablemente, pero he dormido muy poco. Estaba impaciente por ver a mi hija. ¿Estás seguro de que no puedo subir a darle un beso? Es una tortura.
– Si quieres fastidiarle la sorpresa, ve; si no, aguántate y deja que baje. Ayer por la noche ya estaba preparando lo que se iba a poner.
– En todo caso, te veo en forma, incluso en albornoz -dijo Valentine a la vez que le acariciaba la mejilla a Mathias.
– Estoy bien.
Valentine jugueteaba con un azucarillo.
– He retomado la guitarra, ¿sabes?
– Muy bien, siempre te dije que no deberías haberlo dejado
– Pensaba que ayer vendrías a verme al hotel. Sabías en que habitación estaba.
– Eso no lo haré más, Valentine.
– ¿Has conocido a alguien?
Mathias asintió con la cabeza.
– ¿Y es tan serio como para serle fiel? Entonces has cambiado de verdad. Tiene suerte.
Emily bajó por la escalera, cruzó el salón y saltó a los brazos de su madre. Ambas se unieron en un torbellino de besos y abrazos. Mathias las miraba, y la sonrisa que se dibujó en la cara demostró que los años que pasan no siempre borran los momentos escritos en pareja.
Valentine cogió a su hija de la mano. Mathias las acompañó. Abrió la puerta de la casa, pero Emily había olvidado su bolso en la habitación. Mientras ella subía a buscarlo, Valentine la esperó en el rellano.
– Te la traigo a eso de las seis, ¿te parece bien?
– Organiza la excursión con tu hija como quieras, pero yo le corto los bordes al pan de molde; bueno, ahora que estás con ella, haz lo que te parezca mejor, pero ella lo prefiere sin corteza.
Valentine pasó la mano por la mejilla de Mathias con ternura.
– Tranquilo, tanto ella como yo nos las apañaremos.
Y, aupándose por encima de su hombro, gritó a Emily que se diera prisa.
– Apresúrate, querida, estamos perdiendo tiempo.
Pero la pequeña ya la cogía de la mano y se la llevaba a la calle.
Valentine volvió con Mathias y se acercó a su oreja.
– Me alegro por ti, te lo mereces, eres un hombre formidable.
Mathias se quedó unos instantes en el rellano, mirando cómo se alejaban Emily y Valentine por Clareville Grove.
Cuando volvió a entrar en la casa, su teléfono móvil sonaba. Lo buscó por todas partes, sin encontrarlo. Finalmente, lo vio en el alféizar de la ventana, descolgó justo a tiempo y reconoció inmediatamente la voz de Audrey.
– De día -dijo ella con voz triste-, la fachada es todavía más bella, y tu mujer es verdaderamente preciosa.
La joven periodista que se había ido de Ashford al alba para darle una bonita sorpresa al hombre del que se había enamorado cerró su teléfono y dejó Clareville Grove.
Capítulo 16
En el taxi que la llevaba a Brick Lane, Audrey se decía que tal vez sería mejor no volver a amar, poder borrarlo todo, olvidar las promesas, rechazar ese veneno con sabor a traición. ¿Cuántos días y noches serían necesarios para que cicatrizaran las heridas? Sobre todo, no tenía que pensar en los fines de semana venideros. Debería volver a aprender a controlar los latidos de su corazón cuando se cree ver al otro a la vuelta de una esquina, no bajar los ojos porque una pareja se bese en un banco delante de ti y nunca más esperar que el teléfono suene.
Evitar imaginar la vida de aquel al que se ha amado. Por piedad, no verlo al cerrar lo ojos, no pensar en sus días. Gritar que estás enfadado y que te han engañado.
¿En qué se convertirá el tiempo de la ternura, de las manos que se cruzan al caminar juntos?
En el retrovisor, el chófer veía llorar a su pasajera.
– ¿Está usted bien, señora?
– No -respondió Audrey sollozando.
Ella le pidió que se parara; el taxi aparcó a un lado. Audrey abrió la puerta y se lanzó, doblada en dos, sobre una barandilla. Y mientras sacaba toda su pena, el hombre que la llevaba apagó el motor y, sin decir una palabra, le puso torpemente una mano en el hombro. Él se limitó a ofrecerle su compañía. Cuando le pareció que lo peor había pasado, volvió a su sitio tras el volante, detuvo el taxímetro y la llevó a Brick Lane.
Mathias se había puesto un pantalón, una camisa y el primer par de zapatillas que había caído en sus manos. Había corrido hasta Oíd Brompton, pero había llegado demasiado tarde. Llevaba dos horas deambulando por las calles de Brick Lane, que le parecían todas iguales. No era ni aquélla, ni esta otra, ni la de allí por la que acababa de girar, y todavía menos ésta. En cada cruce, gritaba el nombre de Audrey; pero nadie se asomaba a las ventanas.
Perdido, emprendió el camino hacia el único sitio que reconocía, el mercado. Un criado lo saludó en la terraza de un café. Todo estaba lleno de gente. Llevaba dos horas recorriendo el barrio. Tras perder la esperanza, volvió a sentarse en un banco que le resultaba familiar. De repente, sintió una presencia a su espalda.