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– ¡Les habías prometido una película! -se interpuso Antoine.

Emily y Louis se habían dirigido ya hacia el sofá del salón mientras Audrey continuaba sirviendo la espuma de chocolate.

– Para él, no demasiada -dijo Antoine-; no digiere bien por la noche.

Antoine no prestaba ninguna atención a Mathias, que le lanzaba una mirada sombría. Echó hacia atrás su silla para dejar pasar a Audrey.

– Déjenme ayudarlos -insistió cuando Antoine quiso quitarle los platos de las manos.

– Entonces, ¿siempre has sido periodista? -prosiguió, afable, mientras abría el grifo del fregadero.

– Desde los cinco años -respondió Audrey, riendo.

Mathias se levantó, cogió el paño de cocina de las manos de Audrey y le sugirió que fuera al salón. Ella se reunió con los niños en el sofá. Cuando se alejó, Mathias se inclinó sobre Antoine.

– Y tú, cretino, ¿has sido siempre arquitecto?

Mientras seguía sin hacerle caso, Antoine se volvió para observar a Audrey. Emily y Louis se habían acurrucado contra ella; la inclinación de sus cabezas anunciaba la llegada del sueño. Antoine y Mathias abandonaron enseguida la vajilla y el paño de cocina para ir a acostarlos.

Audrey los miró subir la escalera, llevando cada uno en sus brazos a su angelito de cara adormilada. Cuando llegaron al descansillo, ningún adulto vio el guiño cómplice que acababan de intercambiar Louis y Emily.

Los dos padres volvieron a bajar unos minutos más tarde. Audrey ya se había vuelto a poner su impermeable y esperaba de pie en medio del salón.

– Me voy a casa, es tarde -dijo-. Muchas gracias por la velada.

Mathias descolgó su gabardina del perchero y anunció a Antoine que la acompañaría.

– Estaré encantada de que un día me des la receta de la espuma -prosiguió Audrey, besando a Antoine en la mejilla.

Bajó los peldaños de la escalinata del brazo de Mathias, y Antoine volvió a cerrar la puerta de la casa.

– Habrá algún taxi en Oíd Brompton -dijo Mathias-. Te va bien, ¿no?

Audrey callaba y escuchaba sus pasos resonar en la calle desierta.

– Emily te adora.

Audrey asintió con un ligero movimiento de la cabeza.

– Lo que quiero decir -añadió Mathias- es que si tú y yo…

– He comprendido lo que quieres decir -lo interrumpió Audrey.

Se paró para mirarlo a la cara.

– He tenido una llamada de mi redacción esta tarde. Me han hecho de plantilla.

– ¿Y es una buena noticia? -preguntó Mathias.

– ¡Mucho! Al fin voy a tener mi emisión semanal… en París -añadió, bajando los ojos.

Mathias la miró enternecido.

– E imagino que luchas por eso hace mucho tiempo.

– Desde los cinco años -respondió Audrey, con una frágil sonrisa.

– La vida es complicada, ¿eh? -prosiguió Mathias.

– Elegir es lo complicado -respondió Audrey-. ¿Volverías a vivir en Francia?

– ¿Va en serio?

– Hace cinco minutos, allá abajo en la acera, ibas a decirme que me querías. ¿Iba en serio?

– Puedes estar segura de que hablo en serio, pero está Emily…

– No deseo otra cosa que querer a Emily…, pero en París.

Audrey levantó la mano, y un taxi aparcó al lado.

– Y luego está la librería… -murmuró Mathias.

Ella puso la mano en su mejilla y retrocedió hacia la calzada.

– Lo que habéis construido Antoine y tú es maravilloso; tienes mucha suerte, has encontrado tu equilibrio.

Subió al coche y volvió a cerrar la puerta enseguida. Inclinada sobre la ventanilla, miraba a Mathias; tenía un aspecto tan perdido en aquella acera.

– No llames, ya es bastante difícil así -dijo ella con voz triste-. Tengo tu voz en mi contestador, todavía la escucharé algunos días y después, lo prometo, la borraré.

Mathias avanzó hacia ella, tomó su mano y la besó.

– Entonces, ¿ya no tendré derecho a verte?

– Sí -respondió Audrey-, me verás en televisión.

Hizo una señal al conductor, y Mathias vio cómo el taxi desaparecía en la noche.

Volvió sobre sus pasos en la calle desierta. Le parecía ver todavía las huellas de las pisadas de Audrey en la acera mojada. Se apoyó en un árbol, cogió su cabeza entre sus manos y se dejó deslizar a lo largo del tronco del árbol.

El salón estaba iluminado por una sola y pequeña lámpara puesta sobre el velador. Antoine esperaba, sentado en la butaca de cuero. Mathias acababa de entrar.

– Reconozco que antes estaba en contra, pero esto… -exclamó Antoine.

– Ah, sí, esto -respondió Mathias, dejándose caer en la butaca de enfrente.

– Ah, no, porque esto, realmente… ¡Ella es formidable!

– Bueno, si estás convencido de ello, ¡mejor! -respondió Mathias, apretando las mandíbulas.

Se levantó y se dirigió hacia la escalera.

– Me pregunto si no le ha dado un poco de miedo -planteó Antoine.

– ¡No te lo preguntes!

– ¿No ha saltado la chispa, sin embargo?

– Qué va, ¿por qué? -preguntó Mathias, alzando el tono.

Se acercó a Antoine y le cogió la mano.

– ¡De ningún modo! Y luego, sobre todo, tú no has hecho nada por… ¿Esto es saltar la chispa? -dijo, asestándole un golpe en la palma-. Dime, esto no es saltar la chispa -repitió golpeando de nuevo-. ¡Es tan formidable que acaba de dejarme!

– Espera, no me cargues con toda la culpa, los niños también han puesto toda la carne en el asador.

– ¡Cállate, Antoine! -dijo Mathias, alejándose hacia la entrada.

Antonio lo alcanzó y lo retuvo por el brazo.

– Pero ¿qué te creías? ¿Que para ella esto no sería difícil? ¿Cuándo vas a dejar de ver la vida nada más que a través de tus pequeñas pupilas?

Y mientras le hablaba de sus ojos, los vio llenarse de lágrimas. Su cólera desapareció instantáneamente. Antoine cogió a Mathias por el hombro y le dejó desahogar su pena.

– Lo siento, tío, va, cálmate -dijo, estrechándolo contra él-. Quizá no esté perdido.

– Sí, está acabado -dijo Mathias, volviendo a salir de la casa.

Antoine lo dejó alejarse en la calle. Mathias tenía necesidad de estar solo.

Se detuvo en el cruce de Oíd Brompton. Allí era donde había cogido un taxi la última vez con Audrey. Un poco más lejos, pasó ante el taller de un fabricante de pianos. Audrey le había confiado que tocaba de vez en cuando y que fantaseaba con retomar los cursos. Pero, en el reflejo de la vitrina, era su propia imagen lo que detestaba.

Sus pasos lo guiaron hasta Bute Street. Vio el rayo de luz que pasaba bajo la persiana del restaurante de Yvonne, entró en el callejón y golpeó la puerta de servicio.

Yvonne dejó sus cartas y se levantó.

– Excusadme un minuto -dijo a sus tres amigas.

Daniéle, Colette y Martine gruñeron concertadamente. Si Yvonne abandonaba la mesa, perdía su turno.

– ¿Tienes gente? -dijo Mathias a la vez que entraba en la cocina.

– Puedes jugar con nosotras si quieres. Ya conoces a Daniéle, es tacaña pero farolea todo el rato. Colette está un poco achispada, y Martine es fácil de ganar.

Mathias abrió el refrigerador.

– ¿Tienes algo para picar?

– Los restos del asado de esta noche -respondió Yvonne mientras observaba a Mathias.

– Pensaba más bien en un dulce. Me sentaría bien. Pero, va, no te preocupes por mí, voy a encontrar mi felicidad allá dentro.

– ¡Viéndote la cara, dudo que la encuentres en mi frigorífico!

Yvonne volvió a la sala a reunirse con sus amigas.

– Has perdido la vez -dijo Daniéle, amontonando las cartas.

– Ha hecho trampas -anunció Colette, sirviéndose otro vaso de vino blanco.

– ¿Y yo? -dijo Martine, acercando su vaso-. ¿Quién te ha dicho que no tengo sed?

Colette miró tranquilizada la botella: todavía había para servir a Martine.

Yvonne cogió las cartas de las manos de Daniéle. Mientras las barajaba, sus tres compañeras volvieron la cabeza hacia la cocina. Y como la señora de la casa no chistaba, se encogieron de hombros y volvieron a su partida.