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Colette tosió suavemente. Mathias acababa de entrar, se sentó a su mesa y las saludó. Daniéle le sirvió una baza sin preguntarle.

– ¿A cuánto la apuesta? -preguntó Mathias, inquieto al ver la suma amontonada en la mesa.

– ¡Cien y a callar! -respondió Daniéle con viveza.

– Paso -anunció enseguida Mathias, arrojando sus cartas.

Las tres colegas, que no habían tenido tiempo ni siquiera de mirar las suyas, le lanzaron una mirada incendiaria antes de tirarlas a su vez. Daniéle reagrupó las cartas del mazo, hizo cortar a Martine y repartió de nuevo. Una vez más, Mathias desplegó su baza y anunció a continuación que pasaba.

– ¿Quieres hablar quizá? -sugirió Yvonne.

– ¡Ah, no! -respondió al punto Daniéle-. Por una vez que no cotorreas entre partida y partida, ¡a callar!

– No se dirigía a Martine, ¡sino a él! -replicó Colette, señalando a Mathias con el dedo.

– ¡Pues bien, tampoco él habla! -respondió Martine-. Tan pronto como digo una palabra, se me echa la bronca. ¡Hace tres turnos seguidos que pasa, en tal caso que hable con su apuesta y que se calle!

Mathias tomó el mazo y repartió las cartas.

– Mira que envejeces mal, amiga mía -replicó Daniéle a Martine-. ¡No se está diciendo nada de hablar durante la partida, sino de dejarlo hablar! ¿No ves que está hecho polvo?

Martine reordenó sus cartas y cabeceó.

– Ah, vale, esto es diferente. Si debe hablar, entonces que hable. ¡Qué quieres que te diga!

Desplegó un trío de ases y recogió la apuesta. Mathias cogió su vaso y lo bebió de un trago.

– ¡Hay gente que hace dos horas de transporte público todos los días para ir a trabajar! -dijo hablando solo.

Las cuatro amigas se miraron sin decir una palabra.

– París sólo está a dos horas cuarenta -añadió Mathias.

– ¿Vamos a calcular el tiempo del trayecto a todas las capitales europeas, o vamos a jugar al póquer? -se quejó Colette.

Daniéle le dio un codazo para que se callara.

Mathias las miró alternativamente antes de retomar su letanía.

– Sin embargo, es complicado cambiar de ciudad y volver a vivir en París.

– Es menos complicado que inmigrar de Polonia en 1934, si quieres mi opinión -rezongó Colette a la vez que tiraba una carta.

Esta vez fue Martine la que dio un codazo.

Yvonne reprendió a Mathias con la mirada.

– ¡No parecía serlo tanto a comienzos de la primavera! -respondió vivamente.

– ¿Por qué dices eso? -preguntó Mathias.

– ¡Me has entendido muy bien!

– En todo caso, nosotras no hemos entendido nada -prosiguieron a coro las tres colegas.

– No es la distancia física lo que echa a perder a una pareja, sino lo que se instala en su vida. Por eso has perdido a Valentine, no porque la hayas engañado. Ella te quería demasiado como para no acabar por perdonarte un día. Pero tú estabas muy lejos de ella. Va siendo hora de que te decidas a crecer un poco, ¡intenta hacerlo al menos antes de que tu hija sea más madura que tú! ¡Ahora cállate, te toca jugar!

– Me parece que voy a abrir otra botella -anunció Colette, dejando la mesa.

Mathias había ahogado su tristeza en compañía de las cuatro hermanas Dalton. Aquella noche, volviendo a subir la escalera de la casa, tuvo un verdadero sentimiento de vértigo.

Al día siguiente, Antoine trajo a los niños de la escuela antes de irse enseguida. Tenía mucho trabajo en la agencia por culpa de la obra de Yvonne. Y puesto que Mathias corría en el parque para cambiar de idea, Sophie acabó por cuidarlos durante dos horas. Emily se dijo que si su padre quería cambiar de idea, debería haber elegido una mejor; ir a correr al parque no era muy astuto en su estado. Desde que su papá había comido gratinado de calabacines, tenía un aspecto espantoso y su vértigo empeoraba. Y como esto duraba ya dos días, debía de estar incubando algo.

Convino con Louis en no hacer comentario alguno. Con un poco de suerte, Sophie se quedaría a cenar, y cuando ella estaba allí, siempre era una buena noticia: delante de la tele con la cena en una bandeja, y acostarse tarde.

Precisamente aquella noche, Emily confió a su diario íntimo que había notado que algo no iba bien. En el momento en el que había oído el ruido de la caída en la escalera, le había dicho a Louis que había que pedir enseguida ayuda, y Louis añadió al margen que la ayuda en cuestión era su papá.

Antoine esperaba yendo arriba y abajo por el pasillo del centro médico. La sala de espera estaba llena a reventar. Cada cual esperaba su turno, hojeando las revistas descantilladas y apiladas en una mesa baja. Inquieto como estaba, no tenía ganas de leer.

Al fin, el médico salió de la sala de reconocimiento y fue a su encuentro. Le rogó que hiciera el favor de seguirlo y lo llevó aparte.

– No hay ninguna contusión cerebral, sólo un grueso hematoma en la frente, y las radiografías son completamente tranquilizadoras. Por prevención, hemos hecho una ecografía. No se ve gran cosa, pero la mejor noticia que puedo darle es que el bebé está bien.

Capítulo 18

La puerta del departamento se entreabrió. Sophie llevaba una blusa azul y las zapatillas que le habían hecho poner para los exámenes.

– Ve a esperarme fuera -le dijo a Antoine.

Volvió a sentarse en las sillas, enfrente de recepción. Cuando se reunió con él, no tenía muy buen aspecto.

– ¿A qué esperas para hablarme? -preguntó Antoine.

– ¿Hablarte de qué? No es una enfermedad.

– El padre ¿es el tipo a quien escribo tus cartas? La cajera del dispensario hizo una seña a Sophie. La factura estaba mecanografiada, podía ir a abonarla.

– Estoy cansada, Antoine, ¡pago y me llevas!.

La llave giró en la cerradura. Mathias puso su cartera en el taquillón. Instalado en la butaca de cuero, Antoine leía a la luz de la lámpara del velador.

– Perdón. Es tarde, pero es que tenía un trabajo de locos.

– Hum.

– ¿Qué?

– Nada, tú tienes un trabajo de locos todas las noches.

– ¡Pues sí, tengo un trabajo de locos!

– Habla menos fuerte, Sophie duerme en el despacho.

– ¿Has salido?

– ¿De qué hablas? Se ha puesto enferma.

– Ah, vaya, ¿es grave?

– Ha vomitado y se ha desmayado.

– ¿Ha comido de tu espuma de chocolate?

– Una mujer que vomita y que se desmaya, ¿quieres los subtítulos?

– ¡Oh, mierda! -dijo Mathias, dejándose caer en la butaca de enfrente.

Entrada la noche, Antoine y Mathias estaban cara a cara, sentados en la mesa de la cocina. Mathias todavía no había cenado; Antoine sacó una botella de vino tinto, una cesta y un plato de diferentes quesos.

– El siglo XXI es genial -dijo Mathias-. Uno se divorcia por una nadería, las mujeres tienen sus hijos con surferos de paso y después dicen que nos encuentran menos seguros de nosotros mismos que antes.

– Sí, y luego hay también hombres que viven en pareja, bajo el mismo techo. ¿Vas a soltar todas las tonterías que se te ocurran?

– Va, pásame la mantequilla -pidió Mathias, preparándose una rebanada de pan.

Antoine descorchó la botella.

– Hay que ayudarla -dijo, sirviéndose un vaso.

Mathias cogió la botella de manos de Antoine y se sirvió a su vez.

– ¿Qué piensas hacer? -preguntó.

– No hay padre… Voy a reconocer al niño.

– ¿Y por qué tú? -se sublevó Mathias.

– Por obligación, y además, porque se lo he dicho primero.

– Ah, sí, dos verdaderas buenas razones.

Mathias reflexionó unos instantes y bebió de un trago el vaso de Antoine.