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La mujer de negocios que estaba a su lado le soltó un paraguazo en la pantorrilla; Mathias dobló la pierna, y por fin la cabina se elevó en el cielo de Londres.

Yvonne salió del restaurante. Tenía cita con el peluquero y más tarde volvería a recoger el equipaje. Enya casi tuvo que echarla, podía contar con ella. Yvonne la apretó entre sus brazos y la besó antes de subir al taxi.

Antoine volvía a subir la calle, se paró ante la tienda de Sophie, golpeó la puerta y entró.

Las puertas del ascensor se abrieron en la última planta. Los clientes del restaurante se precipitaron fuera. Agarrado a la barandilla, al fondo de la cabina acristalada, Mathias abrió los ojos. Maravillado, descubrió una ciudad como jamás había visto. El ascensorista dio una palmada, luego una segunda y, por fin, le aplaudió de todo corazón.

– ¿Hacemos otro viaje los dos solos? -preguntó.

Mathias lo miró y sonrió.

– Entonces uno cortito nada más, porque después tengo que conducir -respondió Mathias-. ¿Puedo? -añadió, poniendo el dedo en el botón.

– ¡Es usted mi invitado! -respondió orgullosamente el ascensorista.

– ¿Vienes a comprar flores? -preguntó Sophie a la vez que miraba a Antoine, que se acercaba a ella.

Sacó el sobre de su bolsillo y se lo tendió.

– ¿Qué es esto?

– Ese imbécil para el que me pediste que escribiera… Creo que por fin te ha respondido, así que he querido traerte su carta en persona.

Sophie no dijo nada, se agachó para abrir el estuche de corcho y dejó la carta encima de las otras.

– ¿No vas a abrirla?

– Sí, a lo mejor luego; además, creo que no le gustaría que la leyera delante de ti.

Antoine avanzó lentamente hacia ella, la abrazó, la besó en la mejilla y volvió a salir de la tienda.

El Austin Healy enfilaba por la M 25. Mathias se inclinó hacia la guantera y atrapó el mapa de carreteras. Pasados dieciséis kilómetros, debería tomar la M 2. Aquella mañana había cumplido su primera resolución. Manteniendo la marcha, cumpliría la segunda en menos de una hora.

Antoine pasó el resto de la jornada en compañía de McKenzie en el restaurante. Con Enya, habían apilado las viejas mesas en el fondo de la sala. Mañana, el camión de la carpintería se las llevaría todas. Ahora, trazaban juntos en los muros grandes líneas con un hilo de tiza azul, marcando para los carpinteros que estarían en la obra el sábado los límites de los alféizares de madera, y las impostas para los pintores que intervendrían el domingo.

Al final de la tarde, Sophie recibió una llamada telefónica de Mathias. Ya sabía que ella no quería hablarle, pero le suplicó que le escuchara.

En medio de la conversación, Sophie dejó el auricular el tiempo de ir a cerrar la puerta de su tienda para que nadie la molestara. No le interrumpió ni una vez. Cuando Mathias colgó, Sophie abrió el estuche. Sacó la carta del sobre y leyó las palabras con las que había soñado durante todos los años de una amistad que finalmente no era tal.

Sophie:

Creía que el próximo amor sería otro fracaso, así que ¿cómo arriesgarme a perderte cuando sólo te tenía a ti?

A pesar de todo, al alimentar mis temores, te he perdido igualmente.

Todos estos años te he escrito aquellas cartas, soñando, sin decírtelo jamás, ser aquel que las leería. Tampoco aquella última noche he sabido decirte…

Querré a ese niño mejor que un padre porque es tuyo, mejor que un amante incluso si es de otro.

Si todavía nos quisieras, yo disiparía tus soledades, te tomaría de la mano para llevarte por un camino que haríamos juntos.

Quiero envejecer bajo tu mirada y guarnecer tus noches hasta el fin de mis días.

Estas palabras, las escribo sólo para ti, amor mío.

Antoine

Mathias se detuvo en una estación de servicio. Llenó el depósito y volvió a coger la M 25 en dirección a Londres. Hacía un rato, en un pueblecito de Kent, había cumplido su segunda resolución. Al acompañarlo hasta el coche, el señor Glover confesó que había esperado aquella visita, pero de la identidad de Popinot no quiso decir nada.

Al meterse por la autopista, Mathias marcó el número del portátil de Antoine. Había buscado a alguien que cuidara de los niños y lo invitaba a cenar.

Antoine le preguntó qué celebraban. Mathias no le respondió, pero le propuso que eligiera el sitio.

– Yvonne se ha ido, tenemos el restaurante para nosotros. ¿Te vale?

Interrogó rápidamente a Enya, quien estaba completamente de acuerdo en prepararles una cena ligera. Dejaría todo en la cocina y no habría más que recalentar.

– Perfecto -dijo Mathias-. Yo llevaré el vino. ¡A las ocho en punto!

Enya les había dispuesto la mesa hermosamente. Al ordenar la bodega, había encontrado un candelabro y lo había instalado en el centro de la mesa. Los platos estaban en el horno, no tendrían más que sacarlos.

Cuando Mathias llegó, ella los saludó y subió a su habitación.

Antoine descorchó la botella que Mathias había traído y llenó las copas.

– Esto va a quedar precioso. El domingo por la noche no reconocerás nada. Si no me he equivocado, el alma del sitio no habrá cambiado, seguirá siendo el local de Yvonne, pero más moderno.

Y, como Mathias no decía nada, levantó su copa.

– Entonces, ¿qué es lo que celebramos?

– Es por nosotros -respondió Mathias.

– ¿Por qué?

– Por todo lo que hemos hecho el uno por el otro, en fin, sobre todo por ti. Ya ves, en la amistad no se pasa por el Ayuntamiento, por lo que en realidad no hay fecha de aniversario; sin embargo, puede durar toda una vida, ya que se ha elegido así.

– ¿Te acuerdas de cuando nos conocimos por primera vez? -dijo Antoine mientras brindaba.

– Con Caroline Leblond -respondió Mathias.

Antoine quiso ir a buscar los platos a la mesa, pero Mathias se lo impidió.

– Quédate sentado, tengo algo importante que decirte.

– Escucho.

– Te quiero.

– ¿Ensayas para una cita? -preguntó Antoine.

– No, te quiero de verdad.

– ¿Todavía estás de broma? Para ya con eso, ¡me preocupas de verdad!

– Te dejo, Antoine.

Antoine posó su copa y miró fijamente a Mathias.

– ¿Es que hay otro?

– Ahora eres tú el que bromea.

– ¿Por qué lo haces?

– Por los dos. Me has preguntado a cuándo se remonta la última vez que he hecho algo por alguien que no sea yo; ahora podría responderte.

Antoine se levantó.

– Ya no tengo hambre. ¿Te parece que nos vayamos?

Mathias empujó su silla. Abandonaron la mesa y cerraron detrás de ellos la puerta de servicio.

Pasearon por la ribera, cada uno respetando el silencio del otro. Acodado en la balaustrada de un puente que estaba suspendido sobre el Támesis, Antoine cogió el último cigarro que quedaba en su bolsillo. Lo hizo rodar entre sus dedos y encendió una cerilla.

– De todos modos, yo no querría otro niño -dijo Mathias con una sonrisa.

– Creo que yo sí-respondió Antoine a la vez que le tendía el cigarro.

– Ven, crucemos, desde el otro lado la vista es más bella -repuso Mathias.

– ¿Vendrás mañana?

– No, creo que es mejor que no nos veamos durante un tiempo; pero te telefonearé el domingo para saber cómo han ido las obras.

– Comprendo -dijo Antoine.

– Voy a llevar a Emily de viaje. No pasa nada si falta al colegio una semana. Necesito pasar tiempo con ella, pues tenemos que hablar.

– ¿Tienes proyectos? -preguntó Antoine.

– Sí, de eso quiero hablar con ella.

– Y conmigo, ¿ya no quieres hablar?

– Sí -respondió Mathias-, pero con ella primero.

Un taxi atravesaba el puente, y Mathias lo llamó. Antoine subió. Mathias cerró la puerta y se inclinó sobre la ventanilla.

– Vuelve tú, yo todavía caminaré un rato.