Los rayos del sol eran cálidos; los sentía en su piel. No había de tener miedo, pues había dicho lo esencial. ¿Un último trago de café, quizá? El recipiente estaba en el velador, tan cerca y ya tan lejos de ella. Un pájaro pasaba por el cielo; esa noche sobrevolaría Francia.
John iba hacia ella. Ojalá fuera hacia la maleza. Valía más estar sola.
La cabeza le pesaba demasiado. La dejó deslizarse hacia el hombro. Tenía que mantener los párpados todavía un poco abiertos, impregnarse de todo lo que había allí. Querría ver las magnolias, inclinarse sobre las rosas. La luz se apagaba; el sol era menos cálido; el pájaro se había ido. La niña le hacía gestos, y su padre le sonreía. Cielos, qué bella era la vida cuando se iba… Y la taza rodó en la hierba.
Se mantenía completamente derecha en la tumbona, con la cabeza colgando, algunos trozos de porcelana a sus pies.
John dejó sus herramientas y corrió por el camino, gritando su nombre.
Yvonne acababa de morir en un jardín de Kent.
Capítulo 22
A Yvonne le habría gustado aquel cielo sembrado de cúmulos encima del cementerio de Oíd Brompton. John abría el cortejo. Daniéle, Colette y Martine seguían en una sola fila. Sophie, Antoine, Enya y Louis sostenían a McKenzie, inconsolable en su vestido nuevo. Detrás de ellos, comerciantes, clientes, toda la gente de Bute Street formaban una larga fila.
Cuando la miraban ya enterrada, un clamor sin par se elevó del gran estadio. Aquel miércoles, el Manchester United había ganado el partido. Y, quién lo iba a decir, aquella silueta que marchaba por la alameda y sonreía a John era la de un gran jugador.
No hubo misa, pues Yvonne no quería, sólo unas palabras para atestiguar que, incluso muerta, estaba todavía allí.
La ceremonia fue breve, según el deseo de Yvonne. Todos se reunieron en su local, según el deseo de John.
Las opiniones eran unánimes, y aun cuando Antoine lloraba, tenía que alegrarse, ya que el restaurante era aún más bello de lo que ella había imaginado. ¡Seguro que le habría gustado! Todos se instalaron en las mesas, y las copas se alzaron en memoria de Yvonne.
A mediodía, unos clientes de paso entraron en la sala. Enya no sabía qué hacer; Daniéle le hizo un gesto, había que servirles. Cuando pidieron pagar, avanzó hacia la caja registradora, sin saber si debía o no marcar aquella cuenta.
John, que se había adelantado a sus espaldas, apretó la tecla, y la campanilla resonó en la sala.
– ¿Veis? Está aquí, entre nosotros -dijo.
El restaurante acababa de reabrir. Por otra parte, susurró John para sí, Yvonne le había dicho un día que si cerraba, ella moriría una segunda vez. Enya no debía inquietarse, pues aquella mañana, él la había visto en la obra, corriendo entre las mesas sin apresurarse jamás. John estaba seguro de que ella sabría cómo manejarse.
Nada habría podido volverla más feliz, pero Enya no tenía los medios para reanudar el negocio. John la tranquilizó: no tenía necesidad de ellos, encontrarían un acuerdo, una gerencia. Como con Mathias en la librería, le enseñaría. Y luego, si tenía necesidad de un poco de ayuda, él no estaría lejos. John no tenía más que una petición. Le tendió un marco de madera con una fina moldura y le pidió que le permitiera colgarlo encima del bar y que aquella foto se quedara allí para siempre. Antes de ausentarse (tenía todavía una cosa que arreglar), John le señaló su abrigo colgado en la percha y, por segunda vez, se lo ofreció. Era preciso que ella se lo quedara. Traía suerte.
Sophie miraba a Antoine. Mathias acababa de entrar.
– ¿Has venido? -dijo Antoine, adelantándose hacia él.
– Pues claro, ya ves.
– Creía que estarías en el cementerio.
– No he sabido la noticia hasta esta mañana, al llamar a Glover. He ido lo más rápido posible, pero ya sabes lo que pasa, con todos esos coches ingleses que ruedan por el lado incorrecto.
– ¿Te quedas?
– No, debo irme de nuevo.
– Entiendo.
– ¿Puedes quedarte a Emily unos días?
– Por supuesto.
– Y en cuanto a la casa, ¿qué quieres hacer?
Antoine miró a Sophie, que llevaba un montón de pañuelos a McKenzie.
– De todos modos, habría necesitado tu habitación -dijo Antoine al verla cogerse el vientre.
Mathias se dirigió hacia la puerta, volvió sobre sus pasos y abrazó a su amigo.
– Prométeme una cosa: hoy no mirarás los detalles que cojean, sino todo lo que has hecho, que es magnífico.
– Prometido -dijo Antoine.
Mathias entró en la librería, donde le esperaba John Glover. John firmó todos los papeles sobre los que había discutido en Kent. Antes de partir, Mathias se subió a la escalerilla. Tomó un libro del estante más alto y volvió detrás de la caja. Había reparado el cajón, que ahora no hacía el ruidito cuando se lo abría.
Volvió a agradecer al viejo librero todo lo que había hecho por él y le entregó el único ejemplar que la librería poseía de las aventuras de Jeeves.
Antes de irse, Mathias tenía una última pregunta que hacer: ¿quién era aquel Popinot?
Glover sonrió e invitó a Mathias a coger los dos paquetes que había depositado para él ante la entrada. Mathias rasgó el papel de regalo que los envolvía. El primero contenía una placa esmaltada, y el segundo, un magnífico paraguas ornado con un mango esculpido en madera de cerezo.
– Allá donde vayas, allá donde vivas, puede llover alguna noche -dijo John, saludándolo.
Cuando Mathias salió de la librería, John pasó la mano por el cajón de la caja y volvió a poner el pequeño resorte exactamente como estaba antes.
El tren entró en la estación. Mathias corrió por el andén, dejó atrás a toda la fila de pasajeros y subió al primer taxi. Tenía una cita de la que dependía su vida, gritó por la ventanilla a la gente que lo injuriaba; pero el coche bajaba ya por el bulevar Magenta, excepcionalmente fluido aquel día.
Aceleró el paso a la entrada de la calle peatonal y se puso a correr.
Detrás del gran ventanal, se podía ver el plato de televisión en el que se preparaba ya la edición del telediario de las ocho. Un agente de seguridad le pidió que se identificara y el nombre de la persona que venía a ver.
El guardia llamó a control.
Ella estaría ausente unas horas, y el reglamento impedía comunicar el lugar en el que se encontraba.
– ¿Está al menos en Francia? -había preguntado con la voz vacilante.
– No se puede decir nada… Ya sabes, el reglamento -había repetido el guardia-. De todos modos, eso no está apuntado -había añadido al consultar su gran cuaderno-. Volverá la próxima semana. -Era todo lo que sabía.
– ¿Podría decirle al menos que Mathias ha venido a verla?
Un técnico que atravesaba el pórtico prestó atención al oír un nombre que le era familiar.
Sí, se llamaba Mathias, ¿por qué? ¿Cómo conocía su nombre?…Lo había reconocido, ella lo había descrito tantas veces, había hablado tan a menudo de él, respondió el joven. Había tenido que escucharla a menudo para consolarla cuando había vuelto de Londres. Así que tanto peor para el reglamento, había dicho Nathan mientras lo apartaba lejos. Ella era su amiga; las reglas estaban bien a condición de poder infringirlas cuando la situación lo imponía… Si Mathias se apresuraba, quizá la encontraría en el Champ-de-Mars; en principio, rodaba allí.
Los neumáticos del taxi rechinaron cuando dieron la vuelta en la avenida Voltaire.
Desde las calles ribereñas, la hilera de puentes ofrecía una perspectiva única. A la derecha, los cristales azulados del Grand Palais acababan de iluminarse; ante él centelleaba la torre Eiffel. París era realmente la ciudad más bella del mundo, todavía más cuando uno se alejaba de ella.