– Si no tienes inconveniente, voy a dejar a mi hijo en la escuela. ¿No vas a la librería?
– Tengo que esperar al camión de mudanzas.
– ¿Necesitas ayuda?
– No, qué va, sólo me llevará unos segundos, lo que me cueste bajar dos cajas y un puf; ¡con eso mi chocilla estará ya llena a reventar!
– Como quieras -respondió Antoine secamente-. Cierra la puerta cuando te vayas.
Mathias alcanzó a Antoine, que se había reunido con Louis en la escalera.
– ¿Tienes toallas limpias en algún sitio? Voy a ducharme aquí; en mi casa, hay que estar a la pata coja para caber.
– ¡Me tienes harto! -respondió Antoine al irse de casa.
Louis ocupó su sitio en el asiento del Austin Healey y se abrochó solo el cinturón de seguridad.
– Me tiene verdaderamente harto -murmuró Antoine mientras daba marcha atrás.
Un camión de la Delahaye Moving hacía maniobras para estacionarse frente a su casa.
Diez minutos más tarde, Mathias llamó a Antoine para que acudiera en su ayuda. Había cerrado bien la puerta, tal y como él le había pedido, pero se había dejado sus llaves en la mesa del comedor. Los de la mudanza esperaban frente a la casa, y él estaba en pijama en medio de la calle. Antoine, que acababa de dejar a Louis en la escuela, deshizo el camino andado.
El responsable de la compañía Delahaye Moving había conseguido convencer a Mathias de que dejara a sus hombres trabajar en paz, tras hacerle entender que con sus aspavientos en medio de los operarios lo único que conseguía era retrasar su trabajo. Le prometió que cuando volviera por la noche, todo estaría instalado.
Antoine esperó a que Mathias se duchara; cuando estuvo listo, se volvieron a ir juntos en el viejo cabriolé descapotado.
– Te dejo y me voy, que ya llego muy tarde -dijo Antoine cuando salían de Clareville Grove.
– ¿Te vas al despacho? -preguntó Mathias.
– No, tengo que pasarme por una obra.
– No es necesario dar una vuelta por la librería, todavía debe de oler demasiado a pintura. Te acompaño.
– Está bien, ven conmigo, ¡pero ten mucho cuidado!
– ¿Por qué dices eso?
El Austin Healey se lanzó por Oíd Brompton.
– ¡Tranquilo! -gritó Mathias.
Antoine lo miró excitado.
– ¡Reduce la velocidad!
Antoine aprovechó un semáforo en rojo para recoger su cartera, que estaba a los pies de Mathias.
– ¡Deja de frenar por mí! -dijo él, volviendo a erguirse.
– ¿Por qué me has puesto esto sobre las rodillas? -preguntó Mathias.
– Ábrela y mira qué hay dentro.
Mathias sacó intrigado un documento.
– Desdóblalo.
En cuanto el coche arrancó, el plano se quedó pegado a la cara de Mathias, que intentó en vano desembarazarse de él durante el resto del trayecto. Poco después, Antoine estaba junto a la acera, delante de un portal de sillería. Una verja de hierro forjado daba paso a una callejuela sin salida. Antoine recuperó su plano y salió del Austin.
A ambos lados, había bloques torcidos, y unas antiguas cuadras, que habían sido rehabilitadas y convertidas en pequeñas casitas de campo. Por las fachadas de colores trepaban rosales.
Los techos ondulados a veces estaban hechos de tejas de madera y a veces de pizarra. Al fondo de la callejuela, un edificio, mayor que todos los demás, dominaba el paisaje. Una gran puerta de roble se alzaba en lo alto de unas escaleras. Antoine animó a su amigo, que se había quedado rezagado, a que se reuniera con él.
– ¿Supongo que no habrá ratas? -preguntó Mathias al acercarse.
– ¡Entra!
Mathias descubrió un espacio inmenso, iluminado por grandes ventanas, donde estaban trabajando algunos obreros. En el centro, una escalera llevaba al primer piso. Un tipo grande de aspecto desastrado se acercó a Antoine con un plano en la mano.
– ¡Todo el mundo estaba esperándolo!
Escocés por parte de padre y normando por parte de madre, McKenzie, que ya había pasado la treintena, hablaba un francés marcado por un acento que ponía en evidencia la variedad de sus orígenes. Señaló un ventanuco y le preguntó a Antoine:
– ¿Ha tomado una decisión?
– Todavía no -respondió Antoine.
– A este paso, no conseguiré tener los sanitarios a tiempo. Tengo que hacer el encargo a última hora de hoy como muy tarde.
Mathias se acercó a ellos.
– Perdona -dijo irritado-, ¿me has hecho atravesar Londres para que te ayude a solucionar un asunto de cagaderos?
– ¡Espera un segundo! -respondió Antoine antes de volverse hacia su jefe de obra-. ¡Tus proveedores me importan un carajo, McKenzie!
– ¡A mí también me importan un carajo los proveedores! -repitió Mathias bostezando.
Antoine fulminó a su amigo con la mirada, y Mathias soltó una carcajada.
– Bueno, yo cojo tu coche, y tú le pides a tu jefe de obra que te lleve. ¿Es eso posible, McKenzie?
Antoine retuvo a Mathias por el brazo y lo atrajo hacia él.
– Necesito tu opinión, ¿dos o cuatro?
– ¿Cagaderos?
– Se trata de una antigua granja de carros que la agencia compró el año pasado. Ahora dudo de si dividirla en dos o cuatro apartamentos.
Mathias miró a su alrededor, levantó la cabeza hacia el ventanuco, dio una vuelta sobre sí mismo y puso los brazos en jarra.
– ¡Sólo uno!
– Vale, de acuerdo, ¡llévate el coche!
– ¡Tú me has preguntado, y yo te he respondido!
Antoine se alejó de él y se reunió con los obreros, que estaban enfaenados desmontando una antigua chimenea. Mathias siguió observando el lugar, subió al primer piso, se acercó a un mapa clavado en la pared, volvió a la pared del ventanuco, extendió los brazos y exclamó con voz atronadora:
– ¡Un único apartamento con dos cagaderos haría feliz a cualquiera!
Estupefactos, los obreros alzaron la cabeza, mientras que Antoine, desesperado, se llevaba las manos a la suya.
– ¡Mathias, estoy trabajando! -gritó Antoine.
– ¡Pero si yo también!
Antoine subió los escalones de cuatro en cuatro para reunirse con Mathias en el primer piso.
– ¿A qué estás jugando?
– ¡Tengo una idea! Abajo, nos haces una habitación enorme, y aquí arriba, dividimos la planta en dos… verticalmente -añadió Mathias a la vez que trazaba una separación imaginaria con las manos.
– ¿Verticalmente? -repitió Antoine exasperado.
– ¿Cuántas veces desde que éramos chavales hemos hablado de compartir el mismo techo? Tú eres soltero y yo, también; es una ocasión de ensueño.
Mathias extendió los brazos en cruz y repitió «división vertical».
– ¡Ya no somos chavales! Y si uno de nosotros volviera a salir con una mujer, ¿cómo la dividiríamos? -farfulló Antoine liándose.
– Pues bien, si uno de los dos volviera con una mujer…, ¡se iría fuera!
– ¿Quieres decir que no podría haber mujeres en casa?
– ¡Exactamente! -dijo Mathias, separando un poco más los brazos-. ¡Mira! -añadió a la vez que agitaba el plano-.Incluso yo, que no soy arquitecto, puedo imaginar el sitio de ensueño que podría ser esta casa.
– Muy bien, pues sueña, yo tengo cosas que hacer -respondió Antoine al tiempo que le arrancaba el plano de las manos.
Al volver a bajar, Antoine se volvió de nuevo hacia Mathias, que parecía desolado.
– ¡Digiere de una buena vez tu divorcio y déjame trabajar en paz!
Mathias se precipitó hacia la balaustrada para llamar a Antoine, que acababa de reunirse con McKenzie.
– ¿Alguna vez te has llevado tan bien con una pareja como nos llevamos nosotros desde hace quince años? ¿Y nuestros hijos no están felices cuando nos vamos de vacaciones juntos? ¡Sabes muy bien que esto funcionaría! -argumentó Mathias.
Estupefactos, los obreros habían cesado toda actividad desde el inicio de la conversación. Uno barría; otro parecía inmerso en la lectura de una nota técnica, y un tercero estaba limpiando sus herramientas.