Las fotos eran viejas. Algunas estaban pegadas en álbumes; otras, dentro de sobres. Las examiné en la mesa de la cocina de Janet. A través de la ventana podía verse la tumba de los Wagner.
La mayor parte de las fotografías era en blanco y negro o en tonos sepia. Había unas pocas en color, de finales de los años cuarenta. Primero observé a mis antepasados. Tuve una visión fugaz de Tunnel City, Wisconsin. En todas las fotos tomadas al aire libre se veían vías de ferrocarril.
Mis bisabuelos. Una pareja típicamente victoriana, de aire severo. Posaban con gesto grave. Por entonces las poses naturales no existían. Vi el retrato del enlace Hilleker-Woodard. Earle aparecía como un joven resuelto y animoso. Jessie era frágil y adorable. Reconocí en sus facciones cierto parecido conmigo y con mi madre. Llevaba gafas y tenía nuestros mismos ojos pequeños. Le dio a mi madre unos hombros delicados y una piel blanca y suave.
Vi a mi madre. La seguí desde la infancia hasta los diez años. La vi con Leoda. Leoda miraba a su hermana mayor. Todas las fotos recogían su adulación. Geneva llevaba gafas. Tenía el cabello pelirrojo claro. Sonreía. Parecía feliz. Las fotos de interiores mostraban pocos adornos. Había crecido en una casa sin lujos superfluos. Los exteriores eran hermosos y salvajes. El oeste de Wisconsin era verde oscuro en flor o nevado y desierto de árboles.
Seguí adelante. Debía hacerlo. No había fotos de mi madre adolescente. Salté diez años. Vi a Geneva con veinte. Tenía el cabello más oscuro y una belleza tan grave e implacable que quitaba la respiración.
Llevaba el cabello recogido en un moño y dividido en el centro, por delante. Era un peinado algo pasado de moda, pero lo llevaba con majestuosa confianza. Sabía el aspecto que tenía. Sabía controlar su propia imagen.
Di un nuevo salto hacia delante. Vi tres fotos en color tomadas en agosto del 47. Mi madre llevaba dos meses embarazada. Estaba con Leoda. Una de las fotos estaba recortada. Tal vez Leoda hubiese decidido eliminar a mi padre. Mi madre tenía treinta y dos años. Sus facciones reflejaban resolución. Todavía llevaba el moño. ¿Para qué andarse con frivolidades y cambiar la marca de identidad de una misma? Sonreía. No se mostraba abstraída ni ferozmente orgullosa.
Vi una fotografía en blanco y negro. Mi padre había escrito la fecha en el reverso. Reconocí su caligrafía. Bajo la fecha había escrito:
«Perfección. ¿Y quién soy yo para embellecer el lirio?»
Era agosto del 46. En Beverly Hills. No podía ser en ningún otro sitio. Una piscina. Carpas estilo francés. Una fiesta ofrecida por alguien relacionado con el mundo del espectáculo. Mi madre estaba sentada en una silla plegable. Llevaba un vestido veraniego. Sonreía. Se la veía complacida y contenta.
Por entonces seguía al lado de mi padre, que trabajaba para Rita Hayworth.
Vi algunas fotos más, en blanco y negro. Eran de mediados de los años cuarenta. Todas estaban tomadas frente al 459 de North Doheny. Mi madre lucía un vestido claro y zapatos ligeros. El vestido le iba perfecto. Parecía de alta costura a precio asequible. Iba muy atildada. Llevaba un peinado diferente: el cabello recogido con trenzas a los lados y sujeto con alfileres. No logré interpretar su expresión.
Llegué a las fotos más sorprendentes, ampliadas a tamaño retrato.
Mi madre aparecía sentada o de pie junto a una valla. Debía de tener entre veinticuatro y veinticinco años. Llevaba camisa a cuadros, chaqueta, capucha, unos pantalones de montar y botas con cordones hasta las rodillas. Las fotos parecían instantáneas de luna de miel sin esposo. Detrás de la cámara estaba mi padre o el tal Spalding. Delante, Geneva Hilliker. Aquélla era mi madre sin ningún apellido de casada. Demasiado orgullosa para satisfacer. Los hombres acudían a ella, que se recogía el cabello y convertía la competencia y la rectitud en belleza. Estaba allí con un hombre. Estaba sola. Desafiando a todas las reclamaciones de derechos, pasadas y presentes.
Tunnel City y Tomah quedaban a tres horas en dirección noroeste. Fuimos en la furgoneta de Brian Klock. Brian y Janet iban delante. Bill y yo, detrás.
Tomamos carreteras secundarias. El paisaje de Wisconsin presentaba cinco colores básicos. Las montañas eran verdes. El cielo, azul. Los establos y silos, rojos, blancos y plateados.
Era un paisaje bonito. No le presté atención. Miré las fotografías que llevaba sobre los muslos. Las sostuve en diferentes ángulos y las levanté para aprovechar los esporádicos haces de luz. Bill me preguntó si me encontraba bien. Respondí que no lo sabía.
Recogimos a Jeannie. La reconocí. Tenía mis mismos ojos pardos, pequeños como cuentas. El tamaño lo heredamos de Jessie Hilliker y el color de nuestros respectivos padres.
A Jeannie el asunto Ellroy le resultaba perturbador. Su padre había muerto hacía tres semanas. Bill y yo actualizábamos un drama que ella no necesitaba. No se mostró ruda ni poco hospitalaria, sino distante. Bill le preguntó por el asesinato. Ella contó la misma historia que Leoda, punto por punto. Sus padres nunca le habían hablado del asunto. Leoda había alzado una muralla en torno a él. Había mentido acerca de la muerte de su hermana y revisó toda la vida de ésta de acuerdo con ello.
Avanzamos por el Wisconsin remoto y salvaje. Hablé con
Jeannie y miré las fotos. Se mostró algo menos gélida. Se contagió del espíritu del grupo. Yo acerqué algunas fotos a la ventanilla y las coloqué unas junto a otras.
Pasamos por delante de una base del Ejército. Vi un cartel indicador de Tunnel City. Janet dijo que el cementerio se encontraba nada más salir de la autovía. Había estado allí en otra ocasión. Conocía bien los lugares clave de los Hilliker.
Nos detuvimos frente al cementerio. Medía unos treinta metros cuadrados y estaba descuidado. Contemplé las lápidas. Coincidían con los apellidos de mi árbol genealógico: Hilliker, Woodard, Linscott, Smith y Pierce. Las fechas de nacimiento se remontaban a 1840. Earle y Jessie habían sido enterrados juntos. Él murió en el 49. Ella, en el 59. Eran jóvenes. Sus tumbas estaban muy descuidadas.
Llegamos a Tunnel City. Vi los raíles del ferrocarril y el túnel. Tunnel City tenía cuatro calles de anchura y poco más de quinientos metros de longitud. Se levantaba en la falda de una colina. Las casas eran de ladrillo y tablillas. Algunas se sostenían perfectamente a pesar de su antigüedad; otras, no. Vi personas regar el césped de su jardín y otros guardar en él coches y lanchas desvencijados. El pueblo carecía de centro propiamente dicho. Vi una oficina de correos y una iglesia metodista. Mi madre acudía a esa iglesia. Ahora estaba cerrada con tablones. La estación del ferrocarril había sido clausurada. Janet nos enseñó la vieja casa de los Hilliker. Parecía un refugio antibombas elevado del suelo. Era de ladrillo rojo y extremadamente pequeña.
Contemplé el pueblo. Contemplé las fotos.
Seguimos hasta Tomah. Pasamos por delante de un letrero que indicaba la granja Hilliker's Tree. Janet señaló que era de los hijos de Leigh. Nos detuvimos en Tomah. Janet nos explicó que las hermanas se habían trasladado allí en los años treinta. Tomah era un pueblo detenido en el tiempo, y de no ser por los rótulos de Pizza Hut y Kinko's habría parecido el decorado para una película ambientada antes de la guerra. La calle mayor se llamaba Superior Avenue. Las calles residenciales corrían perpendiculares a ella. Los solares eran grandes y las casas de madera pintada de blanco. La de los Hilliker se encontraba a dos manzanas de la avenida. Estaba adornada y reformada, de modo que resultaba, hasta cierto punto, anacrónica. Mi madre había vivido en aquella casa, había crecido con su severa belleza en aquel agradable pueblecito.
Aparcamos y contemplé la casa. Eché un vistazo a las fotos. Bill, también. Dijo que Geneva era la chica más guapa de Tomah, Wisconsin. Yo apunté que no podía esperar eternamente a salir de allí.
Regresamos a Avalanche. Cenamos en casa de Jeannie. Conocí a su esposo, Terry, y a sus dos hijos. La hija estaba en la universidad.