El informe llegó a Lawton, quien llamó a Aerojet y habló con el jefe de personal. Este le comentó que era muy probable que Salvador Quiroz Serena fuese un trabajador recientemente contratado bajo el nombre de Salvador Escalante. Lawton le dijo que se acercaría por allí para hablar con él, y le pidió que mantuviese el asunto en secreto.
El jefe de personal aseguró que colaboraría. Lawton llamó a Jim Bruton y lo puso al corriente del asunto Escalante. Resolvieron ir juntos a Sacramento esa misma noche. Alquilaron una habitación en un motel y a la mañana del día siguiente, 17 de julio, se presentaron en Aerojet.
El jefe de seguridad les entregó a Serena, alias Escalante. Lawton y Bruton lo condujeron a la Oficina del Sheriff del condado de Sacramento, donde lo encerraron.
Serena era de constitución robusta, por lo que no parecía el tipo que buscaban. Explicó que el 3 de junio se había casado en México y que había regresado a California tres semanas después, aproximadamente. Mientras conducía por El Centro oyó que en la radio hablaban del asesinato de la enfermera; al día siguiente habló de ello con Tito Mancilla, con quien se había encontrado por casualidad. Según él, su coartada era su esposa. Pero la mujer no hablaba inglés.
Bruton llamó a la oficina local de la Patrulla de Fronteras y consiguió un intérprete. Todos se reunieron en casa de Escalante.
Hablaron con Elena Vivero de Escalante, quien respaldó las palabras de su esposo de forma bastante convincente. El 21 de junio, la pareja se encontraba en México. La mujer corroboró todas las declaraciones de su marido.
El sospechoso quedó en libertad.
Homicidios de la Oficina del Sheriff era una división centralizada. La componían quince sargentos, dos tenientes y un capitán. La sala central de la unidad se encontraba encima del depósito de cadáveres del condado. De vez en cuando, la peste que subía de allí era insoportable.
Los asesinatos a investigar se distribuían por turno rotatorio. No había equipos fijos; los hombres se agrupaban según la disponibilidad de cada uno. Era una unidad de elite encargada de los casos complicados de extorsión, bajo las órdenes directas del sheriff Biscailuz. Éste enviaba directamente a Homicidios todas aquellas historias sórdidas que quería mantener en secreto.
La unidad se encargaba de los suicidios, de los accidentes laborales y de treinta y cinco a cincuenta asesinatos al año. Doce subcomisarías y un puñado de ciudades la proveían de víctimas. La mayoría de sus componentes guardaba botellas en el escritorio, bebía en la sala de guardia y visitaba los bares de Chinatown camino de casa.
Ward Hallinen tenía cuarenta y seis años. Jack Lawton, cuarenta. Sus estilos eran diferentes y, en ocasiones, opuestos.
Ward era conocido como «el Zorro Plateado». Se trataba de un hombre menudo, de ojos azul claro y cabello ondulado y canoso. Llevaba trajes ajustados que le sentaban mejor que al maniquí de un escaparate. Era de hablar suave, sentencioso y meticuloso. No le gustaba portar armas y le disgustaban los aspectos más rudos de la labor policial. También le desagradaba trabajar con compañeros impacientes e irreflexivos. Su suegro era el ex sheriff Traeger. Tenía una hija en el instituto y otra en primer curso de universidad.
Jack era de estatura mediana, corpulento y bastante calvo, así como tenaz, trabajador y meticuloso. Si uno le caía mal, no dudaba en hacérselo saber. Le gustaban los niños y los animales y tenía por costumbre rescatar a los perros y gatos que encontraba en la escena de un crimen. Había hecho sus primeros pasos en homicidios en el Ejército, investigando los crímenes de guerra japoneses. Le encantaba la seriedad de su trabajo, pues guardaba una relación profunda con las partes etéreas y protectoras de su carácter. Tenía tendencia a perder los estribos. Estaba casado y era padre de tres hijos pequeños.
Ward y Jack se llevaban bien. Sabían hacer concesiones cuando las circunstancias obligaban a ello. Nunca permitían que sus diferencias de estilo echaran a perder un caso.
El asunto Ellroy no avanzaba. No había modo de dar con la rubia y el hombre moreno.
Los compromisos judiciales interrumpieron sus pesquisas. A Hallinen le adjudicaron el caso de un mexicano, un tal Hernández, que el 24 de julio había muerto apuñalado. En la escena del crimen se detuvo a tres hispanos. El origen de la reyerta había sido alguna deuda pendiente entre bandas juveniles o que alguien estaba acostándose con la hermana de otro.
El 1 de agosto la Brigada de Narcóticos de la Oficina del Sheriff recibió una pista sobre el caso Ellroy. La confidente era una enfermera, la señora Waggoner.
La mujer dijo que había respondido al anuncio de un club de encuentros y había conocido a un hombre mexicano, llamado Joe el Barbero. Este tenía cuarenta y cinco años, medía un metro sesenta de estatura y pesaba noventa kilos. Conducía un Buick del 55 verde pálido. La señora Waggoner estaba liada con Joe el Barbero, quien le contó que vendía marihuana y la incitaba a robar alcaloides del hospital donde trabajaba.
A un agente de Narcóticos le gustó la maniobra de la mujer. Comunicó la pista a Homicidios y Joe el Barbero fue interrogado y descartado como sospechoso.
El 3 de agosto llegó otra pista al Departamento de Policía de El Monte. La comunicaron en persona dos hombres mexicanos y una mujer blanca.
Dijeron que una noche en que estaban bebiendo en un local mexicano de La Puente conocieron a un tipo que se ofreció a llevarlos donde quisieran. Era blanco, de entre veinticinco y treinta años, un metro ochenta de estatura, setenta kilos aproximadamente, cabello castaño oscuro y ojos azules. Los tres subieron al Chevrolet Tudor del 39 del individuo, quien los llevó al cauce seco del San Dimas. Una camioneta Ford del 46 se detuvo detrás de ellos. El conductor era blanco, treinta años, un metro ochenta de estatura, noventa kilos de peso, cabello rubio y ojos azules.
Todos se reunieron en el cauce seco. El hombre del Chevrolet agarró a la mujer por el collar y le dijo que, si no andaba con cuidado, terminaría como esa enfermera de El Monte. El tipo de la camioneta hizo su numerito de «odio a los mexicanos». Uno de los hispanos saltó sobre él, le dio una paliza y fue tras su compañero y la mujer, que habían escapado.
Los comunicantes dejaron sus nombres al oficial de guardia, que realizó un informe a máquina y lo dejó en la bandeja del capitán Bruton.
El asunto Ellroy no avanzaba. El 29 de agosto, Hallinen pasó a ocuparse del caso de un hombre asesinado por su mujer. Lillian Kella había apuñalado a Edward Kella con precisión letal. La mujer dijo que la golpeaba en la cabeza con demasiada frecuencia. A finales del verano solían presentarse casos como ése.
La patrulla de Temple informó de un extraño suceso producido el 2 de septiembre. Todo había comenzado frente a la puerta del bar Kit Kat de El Monte.
Dos agentes vieron a una mujer, una tal Willie Jane Willis, apoyada contra una cabina telefónica; parecía aturdida. El portero del Kit Kat dijo que había visto a Willie Jane bajar de un camión mezclador amarillo. El conductor la había perseguido alrededor del vehículo, había abandonado la persecución y se había marchado.
Los agentes comprobaron que Willie Jane tenía un chichón en la cabeza y decidieron llevarla al centro médico Falk. Allí, un doctor la hizo acostarse en una camilla. La mujer empezó a delirar. «¡Carlos, no la mates! -decía-. Yo lo vi matarla y arrojar el cuerpo al lado de la escuela.»
Uno de los agentes le preguntó si se refería al instituto Arroyo. Willie Jean lo agredió e intentó huir por una puerta trasera. Los agentes se lo impidieron y la metieron en el coche patrulla. El médico de la sala de urgencias creyó que estaba bajo los efectos de algún narcótico.