La ató y la amordazó y tomó algunas fotos. A continuación colocó a la mujer boca abajo sobre una manta y le pasó una cuerda en torno al cuello y los tobillos. La mujer pataleó, se resistió y tiró hasta estrangularse. Glatman cubrió el cuerpo con unos arbustos y regresó a Los Ángeles.
Lawton mencionó el asesinato de Jean Ellroy. Glatman aseguró que él no era el autor. No sabía dónde quedaba El Monte. Sólo había matado a las tres mujeres que acababa de mencionar. No había matado a ninguna enfermera pelirroja.
Glatman fue acusado de tres delitos de asesinato en primer grado. Los policías y el fiscal del distrito del condado de Orange se reunieron para hablar del modo de encarar la acusación.
Judy Ann Dull había sido asesinada en el condado de Riverside. Shirley Ann Bridgeford y Angela Rojas en el de San Diego. Glatman había agredido a Lorraine Vigil en Orange. Harvey la había jodido con tantos desplazamientos: ni siquiera tenía derecho a su juez natural.
Glatman ya había sido condenado un par de veces por agresiones sexuales. Había cumplido cinco años en Sing Sing y dos en la penitenciaría del estado de Colorado. Tenía treinta años y trabajaba de reparador de televisores. Era delgado y con todo el aspecto de un niño Jesús desnutrido.
Lawton, Brooks y Jackson visitaron los escenarios de los asesinatos de Harvey Glatman. Los acompañaban fotógrafos, fiscales de distrito y varios ayudantes de sheriff. Glatman los condujo directamente a los huesos de las víctimas Bridgeford y Rojas.
Los restos de Judy Dull se localizaron en diciembre de 1957. Estaban en la Oficina del Forense del condado de Riverside, donde habían sido calificados como pertenecientes a una mujer desconocida.
El recorrido terminó en el piso de Glatman. Los médicos examinaron su colección de fotografías. Tenía docenas de fotos de violencia real adquiridas por correo. En todas figuraban mujeres atadas y amordazadas. Había fotos de mujeres atadas y amordazadas tomadas de su propio televisor. Glatman dijo que siempre miraba televisión con la cámara fotográfica al lado, de ese modo conseguía algunas buenas imágenes adicionales.
Tenía fotos de chicas a las que había retratado en Denver. Estaban atadas y amordazadas, vestidas sólo con bragas y sostén. Glatman dijo que las muchachas seguían con vida y que no les había hecho ningún daño.
Guardaba sus fotos especiales en una lata. Los policías las revisaron una a una.
Judy Dull aparecía con el sujetador por debajo de los pechos. La mordaza le aplastaba las mejillas, desfigurándole el rostro. Sus posturas con las piernas abiertas eran fatuas y obscenas.
No se la veía temerosa. Tenía el aspecto de una adolescente hastiada. Quizá creyese que podía ser más lista que aquel tipo tímido. Quizá pensara que sumisión equivalía a aplomo. Tal vez tuviese la valentía y la jactancia de una modelo resabiada: todos los hombres eran débiles y fáciles de convencer con la adecuada combinación de halagos y seducción.
Angela Rojas tenía cara de desconcierto. El fondo desértico de sus fotografías estaba bellamente iluminado.
Shirley Ann Bridgeford era consciente de que había llegado al final de su vida. La cámara de Glatman recogía sus lágrimas y sus contorsiones, así como el grito que la mordaza le impedía emitir.
Las fotos afectaron a Jack Lawton. Glatman le daba asco. Pero sabía que no se encontraban ante el asesino de Jean Ellroy.
El 8 de noviembre, a Hallinen y a Lawton les asignaron un caso. Un hombre llamado Woodrow Harley había violado a su hija adoptiva de trece años y la había asfixiado con una almohada empapada en cloroformo.
Pasaron una semana investigando. Visitaron a Armand Ellroy y a su hijo justo antes del día de Acción de Gracias.
El chico había crecido; era muy alto para su edad.
Hallinen y Lawton llevaron a Ellroy y a su hijo al Tiny Taylor's Drive-In. El chico pidió un surtido de helados. Hallinen y Lawton volvieron a preguntarle por el amigo de mamá.
El chico repitió la historia que ya les había contado. No recordaba más hombres.
Regresaron al piso. Ellroy dijo a su hijo que saliese a jugar. Tenía que hablar con aquellos hombres a solas.
El chico salió y luego regresó por el pasillo de puntillas. Escuchó a su padre y a los policías charlar en la cocina.
Su padre llamaba a su madre borracha promiscua. Los policías decían que el caso estaba en un callejón sin salida. Jean era una mujer condenadamente reservada. Su vida carecía por completo de sentido, así de simple.
II. EL CHICO DE LA FOTO
Engañaste a la gente. Te entregaste en pequeñas dosis y te reinventaste a voluntad. Tus movimientos reservados anularon los medios para marcar tu muerte con la venganza.
Creí conocerte. Viví mi odio infantil como un conocimiento íntimo. Nunca te lloré. Agredí tu recuerdo.
Tú exhibiste una rectitud espartana. Los sábados por la noche, la olvidabas. Tus breves reconciliaciones te condujeron al caos.
No quiero definirte así. No quiero revelar tus secretos de una manera tan vulgar. Quiero saber dónde enterraste tu amor.
6
Mi padre me puso en un taxi en la parada de El Monte. Pagó al conductor y le dijo que me dejara en Bryant y Maple.
Yo no quería volver. No quería dejar a mi padre. Quería olvidar El Monte para siempre.
Hacía calor. Diez grados más, tal vez, que en Los Ángeles. El taxista condujo por Tyler hacia el norte, hasta Bryant, donde dobló en dirección este. Al llegar a Maple, giró y se detuvo. Vi coches patrulla y sedanes oficiales aparcados junto al bordillo. Vi hombres de uniforme y otros de paisano que esperaban frente al jardín de mi casa.
Sabía que mi madre estaba muerta. No se trata de un recuerdo revisitado o una sensación retrospectiva. Lo sabía en aquel momento, a mis diez años, aquel domingo 22 de junio de 1958.
Entré en el jardín. «Ahí está el chico», comentó alguien. Vi al matrimonio Krycki ante la puerta trasera de su casa.
Un hombre me llevó aparte y se arrodilló a mi lado. -Hijo, han matado a tu madre -me dijo.
Yo sabía que el hombre quería decir «la han asesinado». Es probable que me estremeciera o temblase, e incluso que me tambaleara un poco.
El hombre me preguntó dónde estaba mi padre. Le dije que en la estación de autobuses. Media docena de hombres me rodeó. Todos se agacharon de rodillas y me observaron desde muy cerca.
Vieron a un chico afortunado.
Un agente se dirigió hacia la estación de autobuses. Otro, con una cámara, me condujo al cobertizo de las herramientas del señor Krycki.
Me puso un punzón en la mano y me colocó junto a un banco de trabajo. Me agarré a un pequeño bloque de madera y fingí que estaba serrándolo. Miré a la cámara y no parpadeé ni sonreí ni lloré ni traicioné mi equilibrio interno.
El fotógrafo estaba en el umbral de la puerta. Detrás de él se encontraban los polis. Tenía un público extasiado.
El fotógrafo sacó algunas instantáneas y me dijo que improvisara gestos. Me volqué sobre el banco de trabajo y serré la pieza de madera con una expresión a medio camino entre la sonrisa y la mueca. Los polis rieron. Yo, también. Resplandecieron varios flashes.
El fotógrafo me dijo que era un chico muy valiente.
Dos policías me llevaron a un coche patrulla y me colocaron en el asiento trasero. Me acerqué a la ventanilla de la izquierda y miré hacia fuera. Tomamos Maple Street hasta una calle lateral que conducía a Peck Road, dirección sur. Saqué la cabeza por la ventanilla y memoricé las cosas que me sorprendían.
Doblamos al oeste por Valley Boulevard y nos detuvimos frente a la comisaría de El Monte. Los agentes me condujeron dentro y me hicieron tomar asiento en una salita.
Yo quería ver a mi padre. No quería que sufriese daño alguno a manos de los polis.