Me hicieron compañía varios hombres de uniforme que se mostraron cariñosos en deferencia a mi reciente condición de huérfano de madre. Mantuvieron conmigo una charla animada y amistosa.
Mi padre me recogió el sábado por la mañana. Tomamos un autobús a Los Ángeles y fuimos a ver una película titulada Los vikingos. A Tony Curtis le cortaban una mano y empezaba a llevar una funda de cuero negro en el muñón. Aquello me costó una pesadilla.
En la sala en que me hallaba no paraban de entrar y salir polis. Muchos me ofrecían un vaso de agua. Me los bebí todos. Así tenía algo que hacer con las manos.
De pronto se presentaron dos hombres. Los agentes amistosos se marcharon. Uno de los recién llegados era robusto y casi calvo. El otro tenía el cabello canoso y ondulado y los ojos azul claro. Ambos vestían chaqueta y pantalón de sport.
Me hicieron preguntas y anotaron las respuestas en pequeñas libretas de bolsillo. Me pidieron que describiese el fin de semana con mi padre y el nombre de los novios de mi madre.
Mencioné a Hank Hart y a Peter Tubiolo. Mi madre solía verse con Hank en Santa Mónica. Tubiolo era maestro de mi escuela y había salido con mi madre un par de veces, por lo menos.
Pregunté a los hombres si mi padre estaba en dificultades; respondieron que no y añadieron que me dejarían bajo su custodia.
El policía de cabello canoso me dio un caramelo y me dijo que me llevaría a ver a mi padre. A continuación, me condujeron fuera de la salita.
Vi a mi padre en el pasillo. Cuando él advirtió mi presencia, sonrió.
Corrí hacia él. El impacto lo hizo retroceder un poco. Luego, me dio su habitual abrazo de oso, con el que demostraba lo fuerte que era.
Un poli nos condujo a la estación de autobuses de El Monte. Tomamos uno nocturno a Los Ángeles.
Me senté junto a la ventanilla. Mi padre me rodeó con su brazo. La autovía de San Bernardino estaba oscura y llena de brillantes luces traseras.
Era consciente de que debería llorar. La muerte de mi madre era un regalo, y sabía que debía pagar por él. Probablemente los polis encontraban censurable el que no llorase allá, en la casa. Que no llorase significaba que no era un chico normal. Así de confusos e intrincados eran mis pensamientos.
Me relajé y dejé escapar el jodido temor reverencial que llevaba horas atenazándome.
Dio resultado.
Rompía llorar. Derramé lágrimas durante todo el trayecto hasta Los Ángeles.
Yo detestaba a mi madre. Y detestaba El Monte. Un asesino desconocido acababa de regalarme una nueva existencia, magnífica e intacta.
Jean era una chica de campo de Tunnel City, Wisconsin. Mi único interés en ella era en relación con mi padre. Cuando el matrimonio se fue al traste, me hizo su hijo en exclusiva.
Empecé a detestarla para demostrar cómo quería a mi padre. Me daba miedo reconocer la valentía y la terca voluntad de aquella mujer.
En 1956 a mi padre le diagnosticaron, erróneamente, un cáncer. Mi madre me dio la noticia, pero se guardó el comentario de «se pondrá bien» para imbuir de mayor efecto dramático sus palabras. Yo me eché a llorar y a descargar puñetazos en el sofá del salón. Mi madre me tranquilizó y me dijo que lo de mi padre no era cáncer, sino úlcera. Necesité un pequeño viaje para recuperarme de la impresión.
Fuimos a México. Alquilamos una habitación en un hotel de Ensenada y cenamos langosta en un buen restaurante. Mi madre llevaba un vestido que le dejaba un hombro al descubierto. Su piel lechosa y su cabellera pelirroja destacaban en el local. Comprendí que estaba exhibiéndose.
La mañana siguiente fuimos a bañarnos a la piscina del hotel. La suciedad del agua era evidente. Salí con los oídos tapados y un fuerte dolor de cabeza.
El dolor de cabeza descendió hasta el oído izquierdo. Se hizo más localizado e intenso. Mi madre me examinó y dijo que tenía una infección grave de oído.
El dolor era terrible. Lloré e hice rechinar los dientes hasta que me sangraron las encías.
Mi madre me metió en el asiento trasero del coche y se dirigió hacia el norte, a Tijuana. Allí, las farmacias vendían medicinas y narcóticos sin necesidad de recetas. Mi madre entró en una y compró un frasco de píldoras, una ampolla de droga y una jeringa hipodérmica.
Me dio agua y pastillas. Preparó una dosis y me pinchó allí mismo, en el coche. El dolor cesó al instante.
Volvimos directamente a Los Ángeles. La droga hizo que sintiese calor y me adormeció. Desperté en mi cuarto y observé que del papel pintado de la pared salían unos colores extraños, que nunca había visto.
No comenté el incidente con mi padre. Fue una omisión instintiva, fruto de una deducción precoz. Cuarenta años después del hecho, le atribuiré el motivo.
Mi madre me protegió con firmeza impecable. Yo sabía que mi padre no quería oír una palabra favorable sobre ella, y me aproveché de su miedo. No le dije que estaba guapísima con aquel sarong. No le conté lo bien que sentaba aquella droga. No le dije que por unos instantes mi madre se había adueñado de mi corazón.
Mis padres eran expertos en guardar las apariencias. Hacían una buena pareja vulgar, al estilo de Robert Mitchum y Jane Russell en Macao. Estuvieron juntos quince años. Debió de ser por el sexo.
Él le llevaba diecisiete años. Era alto y con la complexión de un boxeador de peso pesado ligero. También era muy atractivo, y tenía una polla enorme.
Se trataba de un tipo tan inútil como peligroso, y de esto último cualquiera se daba cuenta con sólo verlo. Mi madre había comprado el envoltorio físico y el tipo supuestamente encantador que iba dentro de él. No sé cuánto duró la luna de miel. No sé cuánto tardaron en desilusionarse y en enviar su matrimonio a freír espárragos.
A finales de los años treinta cada uno por su lado se había trasladado al Oeste. Se conocieron, se sedujeron, se casaron y se establecieron en Los Ángeles. Ella era enfermera colegiada. El, contable sin título, hacía inventarios de existencias en farmacias y preparaba declaraciones de renta para gente de Hollywood. Había trabajado tres o cuatro años como agente comercial de Rita Hayworth, cuya boda con Alí Khan había arreglado en 1949. Las mujeres pelirrojas habían regido su vida en los años de posguerra.
Yo entré en escena en el 48. La novedad de un crío los hizo babearse por un tiempo. Dejaron su piso de Beverly Hills y encontraron otro mayor en West Hollywood. Era un edificio de estilo español con las paredes de estuco encaladas y los huecos de las puertas en arco. Allí crecí en un ambiente cargado y retorcido.
Rita Hayworth despidió a mi padre en el 52, calculo. Tras esto, él comenzó a hacer algún trabajo esporádico para farmacias, pero se pasaba la mayor parte de los días laborables tumbado en el sofá del salón. Le encantaba leer y dormir. Le encantaba fumar cigarrillos y mirar programas deportivos en el televisor de pantalla de burbuja. El sofá era su foro a todos los efectos.
Mi madre casi no paraba en casa. Tenía turno completo en el hospital St. John's y, además, atendía en privado a una actriz dipsómana llamada ZaSu Pitts. Ella traía casi todo el dinero que entraba en casa, y siempre pinchaba a mi padre para que buscara un trabajo fijo.
Él se la quitaba de encima con vagas promesas y citaba sus contactos en Hollywood. Era amiguete de Mickey Rooney y de un productor de poca categoría llamado Sam Stiefel. Conocía gente influyente. Era capaz de embarcar a sus amistades en proyectos golosos.
Yo pasaba mucho rato en el sofá con mi padre. Hacía dibujos para mí y me enseñó a leer cuando tenía tres años y medio. Sentados unos al lado de otro, cada cual leía un libro.
A él le gustaban las novelas históricas. A mí, las historias de animales para niños. Mi padre sabía que no soportaba ver a un animal maltratado o muerto. Por eso revisaba los libros que compraba para mí y censuraba aquellos que en su opinión me resultarían perturbadores.