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Mi padre creció en un orfanato y no tenía familia. Mi madre tenía una hermana más joven que vivía en Wisconsin. Mi padre detestaba a su cuñada y al marido de ésta, un vendedor de coches Buick llamado Ed Wagner. Mi padre decía que tío Ed era un boche y un tramposo que había eludido el servicio militar. Él había matado un montón de boches en la Primera Guerra Mundial y los detestaba.

Los Wagner consideraban a mi padre un holgazán. Mi padre me contó que en una ocasión mi prima Jeannie había querido arrancarme los ojos. Yo no lo recuerdo.

Todos los amigos de mis padres se parecían: gente mayor impresionada como críos con ellos. Mis padres formaban una pareja atractiva y se codeaban con el mundillo de Hollywood. Deslumbraban de entrada y sólo se peleaban, se criticaban y se insultaban en la intimidad del hogar. Mantenían un frente unido y limitaban sus andanadas de improperios a un único testigo: yo.

Su vida de convivencia era una escaramuza continua. Ella atacaba su holgazanería; él, su consumo de alcohol noche tras noche. Las trifulcas eran estrictamente verbales y la ausencia de violencia física las hacía aún más prolongadas. Discutían en tono mesurado, rara vez alzaban la voz y nunca gritaban. No rompían jarrones ni se lanzaban platos. La ausencia de gestos teatrales disimulaba el hecho de que la voluntad de razonar y reconciliarse era inexistente por ambas partes. Libraban una guerra contenida. Se llevaban el uno al otro al estado mezquino y despreciable de quien se siente perpetuamente agraviado. El odio entre ellos aumentó con los años hasta alcanzar, en su momento culminante, el nivel de una furia sorda.

Fue en el 54. Yo tenía seis años y estaba en primer curso de la escuela elemental de West Hollywood. Mi madre me dijo que me sentara en el sofá del salón y me anunció que se divorciaba de mi padre.

Lo encajé mal. Durante semanas no paré de tener berrinches.

Mis demostraciones histriónicas eran una respuesta febril y acumulativa a años de presenciar peleas entre mis padres. La televisión me había enseñado que el divorcio era permanente y vinculante, que estigmatizaba a los niños y los jodía para el resto de sus vidas. La madre conseguía la custodia de todos los hijos menores.

Mi madre echó a mi padre del apartamento. Toleró mi comportamiento de niño dolido durante unas semanas; luego, me arreó un buen golpe en la cabeza y me dijo que parase.

Paré. Tuve una de esas ideas locas típicas de los niños: irme a vivir con mi padre y forjar una existencia aparte con él.

Mi madre contrató un abogado y comenzaron los trámites del divorcio. Un juez le concedió la custodia temporal y me permitió pasar los fines de semana con mi padre, que alquiló un apartamento de soltero a unas manzanas de su antiguo piso.

Me pasé una serie de fines de semana, de viernes a domingo, encerrado con él. Cocinábamos hamburguesas sobre una plancha caliente y comíamos a base de ganchitos de queso y galletitas saladas. Sentados uno al lado del otro, leíamos libros y mirábamos combates de lucha libre por televisión. Mi padre empezó a malquistarme con mi madre sistemáticamente.

Me decía que era una borracha y una golfa, que se acostaba con el abogado que llevaba los papeles del divorcio, y que si él conseguía demostrar que era una mujer de moral más que dudosa tendría una oportunidad de obtener mi custodia. Me animó a espiarla y accedí a confiarle sus indiscreciones.

Mi padre consiguió empleo en el centro de Los Ángeles. Siempre que podía me escapaba para verlo cuando volvía a casa del trabajo. Nos citábamos en una heladería de Burton Way con Doheny. Tomábamos un helado y hablábamos un poco.

Mi madre descubrió esta traición, llamó a mi padre y lo amenazó con denunciar que se saltaba las normas de la custodia. Contrató a una chica para que me vigilara al salir de la escuela. La mañana siguiente me escabullí del autobús escolar y me escondí en el jardín del edificio donde vivía mi padre. Deseaba terriblemente verlo. Ese día en la escuela iban a administrarnos la vacuna contra la polio, y a mí me daba miedo el pinchazo.

Mi madre me encontró. Me llevó a la escuela y se ocupó de ponerme la vacuna ella misma. Iba vestida de enfermera. Era experta con la aguja y no me hizo el menor daño. El uniforme blanco le daba un aspecto estupendo, sobre todo porque resaltaba seductoramente el color de sus cabellos.

La demanda de divorcio llegó al tribunal. Yo tuve que testificar en sesión a puerta cerrada. Hacía tiempo que no veía a mi padre. Lo distinguí a la puerta de la sala y corrí hacia él.

Mi madre intentó interponerse.

Mi padre me arrastró hasta un aseo de caballeros y se acuclilló para hablar conmigo. Mi madre irrumpió en el baño y me sacó a rastras. Mi padre dejó que lo hiciera. Un hombre inmóvil ante un urinario, con la polla en la mano, observaba el espectáculo.

Subí al estrado y le dije a un amable juez que quería vivir con mi padre, pero él ordenó otra cosa. Su sentencia establecía turnos de días laborables y fines de semana: cinco días con mi madre y dos con mi padre, con lo cual me condenaba a llevar una vida dividida entre dos personas empeñadas en un odio mutuo irrenunciable.

Capté ambas partes de ese odio. Era resueltamente irónico y expresado con elocuencia. Mi madre retrataba a mi padre como un hombre débil, desaliñado, holgazán, fantaseador y falso en detalles menores. Mi padre tenía catalogada a mi madre de una manera más concisa: era una borracha y una golfa.

Mi vida se ajustó a la sentencia del divorcio. Los días laborables significaban una monotonía limitada. Los fines de semana significaban libertad.

Mi padre me daba comida sabrosa y me llevaba a ver películas de vaqueros. Me contaba historias de la Primera Guerra Mundial y me dejaba hojear sus revistas de chicas. Decía que tenía varios proyectos muy adelantados. Me convenció de que estaba a punto de hacerse muy rico. Mucho dinero significaba buenos abogados y buen apoyo legal. Aquellos abogados tenían detectives que podían descubrir asuntos ocultos de la Golfa y Borracha. De ese modo conseguiría arrebatarle la custodia plena sobre mí.

Mi madre se trasladó a un apartamento más pequeño, en Santa Mónica. Dejó el St. John's y entró de enfermera de empresa en la Packard-Bell Electronics. Mi padre se trasladó a un piso de un dormitorio en el límite de los distritos de Hollywood y Wilshire. Como no tenía coche, me llevó en autobús. Ya había cumplido los cincuenta y empezaba a tener el aspecto de un donjuán que había dejado atrás la flor de la vida. Era probable que la gente lo tomase por mi abuelo.

Me trasladé a una escuela privada que tenía por nombre El Paraíso de los Niños. No estaba reconocida oficialmente y mi madre se ahorraba cincuenta dólares al mes. La institución era un sumidero para chicos con hogares desestructurados. Se garantizaba el aprobado, pero las horas de confinamiento se extendían desde las siete y media de la mañana hasta las cinco de la tarde, cada día. Los profesores eran unos histéricos o se mostraban pasivos y derrotados. Mi padre tenía una teoría sobre el por qué de un horario tan prolongado. Decía que estaba calculado para que las madres solteras tuviesen tiempo de joder con sus novios a la salida del trabajo, y añadía que eso no estaba nada mal.

El Paraíso de los Niños ocupaba un solar de primera. Un patio de tierra repleto de juegos daba a Wilshire Boulevard. El patio medía tres veces lo que el edificio principal. En el lado oeste había una piscina.

Recordé cómo me lo había pasado allí en tercer y cuarto grado. Mi capacidad de lectura eclipsaba mi retraso en la comprensión de la aritmética. Era un chico bastante corpulento y sacaba provecho de ello para imponerme en las pequeñas confrontaciones con mis compañeros del mismo sexo. Ese fue el origen de mi famoso número del Desquiciado.

Me daban miedo todas las chicas, la mayoría de los chicos y algunos adultos, tanto hombres como mujeres. Mi miedo procedía de mi montaje fantástico apocalíptico. Sabía que todas las cosas funcionaban en un caos fatal. Mi preparación empírica en el caos era válida, sin la menor duda.