Mi número del Desquiciado me valió la atención que anhelaba y advertía a mis agresores que no me buscaran las cosquillas. Me reía cuando no había nada divertido de qué reír, me hurgaba la nariz, me comía los mocos y dibujaba cruces gamadas en todas mis libretas de clase. Era el típico ejemplo de «Si no puedes amarme, repara en mí» que aparece en todos los libros de texto de psicología infantil.
Mi madre bebía cada vez más. Por la noche no paraba de tomar whisky con soda y se ponía sensiblera, furiosa o efusiva. Un par de veces, la encontré en la cama con sendos hombres. Los tipos tenían pinta de conquistadores de salón. Probablemente vendían automóviles usados o los recuperaban.
Cuando le hablé a mi padre de aquellos hombres me dijo que tenía detectives privados tras los pasos de mi madre. Yo empecé a echar ojeadas a un lado y a otro cada vez que iba con ella.
Mi madre dejó Packard-Bell y entró en Airtek Dynamics. Mi padre seguía trabajando para farmacias, siempre como autónomo. Yo continué asistiendo a la escuela y el numerito del Desquiciado me mantenía a flote.
Mis padres eran incapaces de hablar de manera civilizada. No se dirigían la palabra bajo ninguna circunstancia. Las expresiones de odio las reservaban para los momentos que pasaban conmigo: «Tu padre es un inútil»; «Tu madre es una borracha y una golfa». Yo creía en las de él y consideraba falsas las de ella. Era incapaz de darme cuenta de que las quejas de mi madre estaban más fundamentadas.
El 57 quedó atrás. Por Navidad mi madre y yo volamos a Wisconsin. El tío Ed Wagner le vendió un elegante Buick blanco y rojo. Volvimos a casa en él la primera semana de 1958 y reemprendimos la vida cotidiana de trabajo y escuela.
A finales de enero mi madre me pidió que me sentara a su lado y me engatusó para que contase una gran mentira. Dijo que necesitábamos cambiar de ambiente. Yo tenía casi diez años y nunca había vivido en una casa. Añadió que conocía un bonito lugar llamado El Monte.
Mi madre mentía muy mal. Daba un tono demasiado formal e insistente a sus mentiras y a menudo las embellecía con expresiones de preocupación maternal. Además, siempre soltaba sus mayores embustes cuando estaba medio borracha. Yo era un buen descodificador de falsedades, pero ella no me reconocía este don.
Le conté a mi padre lo del traslado. La idea le pareció poco acertada. Dijo que El Monte estaba lleno de «espaldas mojadas». No era un lugar recomendable desde ningún punto de vista. Imaginó que mi madre debía de andar detrás de algún chulo de West Los Ángeles… o persiguiendo a algún chicano de El Monte. Nadie levanta el campamento y se traslada cincuenta kilómetros sin una buena razón.
Me dijo que estuviera atento y que le informara de los movimientos de mi madre.
Mi madre quiso enseñarme El Monte. Un domingo por la tarde nos acercamos allí con el coche.
Mi padre me había predispuesto a detestar y temer aquel lugar. Lo había descrito con gran precisión: El Monte era un vacío envuelto en contaminación. Los vecinos aparcaban en el jardín de la casa y lavaban el coche con mangueras, en ropa interior; el cielo tenía un tono canela carcinógeno. Observé a muchos hispanos de mala catadura.
Visitamos nuestra nueva casa. Por fuera era bonita, pero resultaba más pequeña que nuestro piso de Santa Mónica.
Hablamos con nuestra nueva casera, Anna May Krycki, una mujer nerviosa, charlatana y de mirada vivaracha. Me dejó acariciar a su terrier airedale.
Nuestra casa y la de los Krycki estaban rodeadas por un patio. Mi madre dijo que podríamos tener un perro. Le dije que quería un sabueso beagle. Prometió regalarme uno por mi cumpleaños.
Conocimos al señor Krycki y al hijo -de un matrimonio anterior- de la señora Krycki.
Inspeccionamos nuestra nueva casa. Mi habitación era la mitad de la que tenía en Santa Mónica. La cocina era apenas un cubículo estrecho. El baño era pequeño e incómodo.
La casa justificaba el traslado. Justificaba cosméticamente la Gran Mentira de mi madre.
Lo supe desde el primer momento.
Nos trasladamos a principios de febrero. Ingresé en la escuela primaria Ann Le Gore y me convertí en espía a dedicación completa por cuenta de mi padre.
Mi madre bebía cada vez más. La cocina olía a bourbon Early Times y a cigarrillos L &M. Yo olisqueaba las copas que dejaba en el fregadero (para averiguar en qué consistía el atractivo del licor). El olor a melaza me dio náuseas.
No traía hombres a casa. Mi padre imaginó que salía de parranda los fines de semana. Empezó a llamar a El Monte «el cagadero de América».
Yo saqué todo el partido posible a un mal lugar.
Fui a la escuela. Me hice amigo de dos chicos mexicanos llamados Reyes y Danny. En una ocasión compartí un porro con ellos. Me sentí mareado, como si flotase; cuando regresé a casa me comí una caja entera de galletas. Me quedé dormido y desperté convencido de que pronto me convertiría en un adicto a la heroína.
La escuela era una tortura. Mis facultades para la aritmética estaban por debajo de cero y mi capacidad para las relaciones sociales era más que pobre. Reyes y Danny eran mis únicos amigos.
Mi padre me visitó un día en el descanso del mediodía; aquello iba contra lo que estipulaba la sentencia de divorcio. Un chico me empujó sin motivo. Le di una patada en el culo, delante de mi padre, que se mostró orgulloso de mí. El chico me denunció al vice-director, el señor Tubiolo, quien llamó a mi madre y dijo que quería hablar con ella.
Se reunieron y hablaron. Salieron un par de veces. Yo informé de los detalles a mi padre.
Cuando cumplí diez años mi madre me regaló un cachorro de sabueso beagle. Era hembra. La puse de nombre Minna y la abrumé de cariño.
Junto con el regalo, mi madre me hizo un comentario que me fastidió el día. Dijo que ya era un hombrecito, que tenía edad suficiente para decidir con quién quería vivir.
Respondí que quería vivir con mi padre.
Ella me dio una bofetada en la cara que me hizo caer del sofá. Me golpeé la cabeza contra la mesita baja.
La llamé borracha y golfa. Volvió a golpearme. Decidí que la siguiente vez me enfrentaría a ella.
Podía darle en la cabeza con un cenicero y privarla de la ventaja del tamaño. Podía arañarla y arruinar aquella cara para que los hombres no quisieran acostarse con ella. Podía golpearla con una botella de bourbon Early Times.
Ella misma me empujó a tomar una decisión más simple.
Hasta entonces la detestaba porque eso era lo que hacía mi padre. La detestaba para demostrarle a mi padre que lo quería.
Ella misma se buscó que volcara todo mi odio en su persona.
El Monte era un campo de prisioneros. Los fines de semana en Los Ángeles eran breves permisos de libertad condicional.
Mi padre me llevaba a los cines de Hollywood Boulevard. Vimos Vértigo y una serie de películas del Oeste protagonizadas por Randolph Scott. Mi padre me puso al corriente del comentario general sobre Randolph Scott: que era un marica declarado.
También me llevó al Ranch Market de Hollywood y me dio un curso acelerado sobre homosexuales. Me dijo que los bujarrones llevaban gafas de sol espejadas para comparar bultos sin que se notara. Pero los maricas, agregó, tenían algo bueno: hacían que hubiera más mujeres de las que ocuparse.
Quiso saber si ya me gustaban las chicas.
Le dije que sí. Pero no añadí que me atraían más las mujeres maduras. Para ser más preciso, mi tipo exacto eran las madres divorciadas. Sus cuerpos imperfectos, esas piernas gruesas y las marcas de los tirantes del sujetador, me volvían loco. Sobre todo, me gustaban las pelirrojas de piel muy blanca. La idea de la maternidad me excitaba. Estaba al corriente de los hechos de la vida, y el que la maternidad empezara por un polvo me ponía agradablemente cachondo. Las mujeres con hijos debían de saber mucho de eso. Tenían práctica. Durante el sagrado matrimonio desarrollaban el gusto por el sexo, y cuando sus ordenadas uniones se iban al garete no podían pasarse sin él. Su necesidad era sucia, vergonzosa y excitante.