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Como mi curiosidad.

El cuarto de baño de nuestra casa de El Monte era minúsculo.

La bañera y el retrete estaban en ángulo recto. Una noche, vi por un instante a mi madre mientras se secaba después de tomar una ducha.

Ella advirtió que me fijaba en sus pechos. Me explicó que el pezón derecho se le había infectado después de mi nacimiento y que habían tenido que extirpárselo. El tono con que lo dijo no era en modo alguno provocador. Se trataba de una enfermera colegiada explicando un hecho médico.

Mi mente se llenó de imágenes. Y quería más.

Pasé horas en la bañera, fingiendo interés por un submarino de juguete. Vi a mi madre medio desnuda, desnuda y cubierta sólo con las braguitas. Vi el vaivén de sus pechos. Vi su pezón bueno erecto a causa del frío. Vi la rojez de su entrepierna y cómo el vapor ruborizaba su piel.

La odiaba y la deseaba.

Y, de repente, estaba muerta.

7

Lunes 23 de junio de 1958. Un luminoso día de verano e inicio de mi soleada nueva vida.

Una pesadilla me despertó.

Mi madre no aparecía. Tony Curtis y su muñón con la funda negra, sí. Sacudí esa imagen de mi mente y dejé que las cosas surtieran su efecto.

Las demostraciones de sentimientos no iban conmigo. Mi período de duelo duró media hora; todo lo que hice fue derramar unas pocas lágrimas en el autobús.

Tengo guardado en la memoria el aspecto de aquel día: azul pólvora incandescente.

Mi padre me dijo que los Wagner no tardarían en llegar.

La señora Krycki había accedido a cuidar de mi perro mientras tanto. Faltaba una semana para el funeral y mi asistencia no era obligatoria. El laboratorio de la oficina del sheriff estaba a punto de devolverle el Buick. Pensaba venderlo para liquidar las deudas inmediatas de mi madre…, si las disposiciones del testamento no lo prohibían.

La señora Krycki le dijo a mi padre que yo mataba sus plataneras a machetazos y pidió una compensación. Yo le dije a mi padre que sólo estaba jugando y él me aseguró que no era nada grave.

Mi padre tenía un aire sombrío, pero yo aprecié que, en realidad, se sentía feliz y algo aturdido por tan inesperada fortuna. Aquellas gestiones postmortem eran su forma de liquidar todo lo relacionado con su ex.

Me dijo que me divirtiera un rato. Él tenía que ir al centro para identificar el cuerpo.

Los Wagner llegaron a Los Ángeles al cabo de unos días. El tío Ed se mostraba serio y grave. La tía Leoda estaba casi acongojada.

Ella adoraba a su hermana mayor, aunque las separaba un abismo. Jean tenía el físico, la melena pelirroja y la profesión interesante. Su marido era audaz, si bien superficialmente, y más estúpido que un mulo.

Ed Wagner era gordo y terco. Él llevaba las judías a casa. Tía Leoda era una hausfrau de Wisconsin, lenta de reflejos y con una gran memoria para los agravios. No se apreció el menor odio entre Ellroy y los Wagner. Ed y Leoda convirtieron mi estado emocional de calma en uno de conmoción. Mantuve la boca cerrada y dejé que hablaran los adultos.

Los cuatro fuimos a El Monte. Nos detuvimos delante de la casa y entramos en ella por última vez. Abracé y besé a mi perra, que me lamió la cara y me meó encima. Mi padre se burló de los Krycki, a quienes consideraba unos imbéciles. Ed y Leoda recogieron los papeles y recuerdos personales de mi madre. Mi padre metió la ropa y los libros en unas bolsas de papel marrón.

Cuando salíamos de la ciudad, nos detuvimos en el Jay's Market. Una cajera montó un revuelo cuando me vio. Me reconoció como el hijo de la enfermera muerta. Pocas semanas antes, mi madre había reñido conmigo en aquel mercado. Comenzó a darme la tabarra con mis pobres progresos escolares. Quiso enseñarme el destino que me esperaba si no cambiaba. Me llevó fuera del mercado y me arrastró hasta Medina Court, el corazón del barrio de emigrantes pobres de El Monte.

Unos mexicanos caminaban por la calle con ese andar deslizante que yo tanto admiraba. No había casas; sólo chabolas. A la mitad de los coches les faltaban los ejes y las ruedas.

Mi madre señaló detalles escabrosos. Quería que viera dónde me conduciría mi desidia. No tomé en serio sus advertencias. Sabía que mi padre jamás permitiría que me convirtiese en un espalda mojada.

No asistí al funeral. Los Wagner regresaron a Wisconsin.

Mi padre tomó posesión del Buick y se lo vendió a un tipo del barrio. Se las ingenió para embolsarse el pago anticipado de mi madre. Tía Leoda se convirtió en albacea testamentaria de mi madre y se hizo con una abultada póliza de seguros.

Una cláusula de doble indemnización aumentaba ésta a veinte mil dólares. Yo era el único beneficiario. Leoda me dijo que tenía depositado el dinero en un fondo para cuando fuese a la universidad, pero que podía sacar pequeñas cantidades para emergencias.

Me dispuse a disfrutar de mis vacaciones estivales.

Los policías vinieron varias veces. Me preguntaron por los novios de mi madre y si se relacionaba con otros hombres. Les conté todo lo que sabía.

Mi padre guardó algunos recortes de prensa sobre el caso. Me contó los detalles principales y me animó a no pensar en el asesinato en sí. Sabía que yo tenía una imaginación muy vívida.

Quise conocer los detalles. Leí los recortes de prensa. Vi una foto mía en el banco de trabajo del señor Krycki. Presté atención a la teoría de la Rubia y el Hombre Moreno. Tuve la nefasta sensación de que todo aquello tenía que ver con el sexo.

Mi padre descubrió que había estado revolviendo los recortes de prensa. Me explicó su teoría favorita: que mi madre se lo montaba a tres con la Rubia y el Hombre Moreno. Aquello formaba parte de un acertijo más amplio: ¿por qué había huido a El Monte?

Quise respuestas, pero no a costa de la presencia continua de mi madre. Dirigí mi curiosidad a novelas policíacas para niños.

Di por casualidad con las series de los Hardy Boys y de Ken Holt. En la librería Chevalier vendían cada ejemplar a un dólar. Los detectives adolescentes resolvían crímenes y se hacían amigos de las víctimas de los delitos. Las muertes eran limpias y sólo se aludía a ellas. Los jóvenes investigadores procedían de familias ricas e iban en coches trucados, motocicletas y lanchas a motor. Los delitos sucedían en elegantes localidades de vacaciones. Siempre había un final feliz. Las víctimas de asesinato estaban muertas pero se sobreentendía que tenían reservado un rincón en el cielo.

Era una fórmula literaria acordada con anterioridad directamente para mí. Me permitía recordar y olvidar en igual medida. Devoraba aquellos libros con avidez y tenía la bendita fortuna de no captar la dinámica interna que los hacía tan seductores.

Mis únicos amigos eran los Hardy Boys y Ken Holt. Sus reflexiones eran mis reflexiones. Resolvíamos misterios desconcertantes, pero nadie resultaba demasiado malparado.

Mi padre me compraba dos libros cada sábado. Yo los leía en' seguida y pasaba el resto de la semana padeciendo por la abstinencia forzosa. Mi padre mantuvo el límite en dos a la semana, de modo que para llenar los huecos entre compra y compra empecé a robarlos.

Era un ladronzuelo astuto. Llevaba la camisa por fuera de los pantalones y escondía los libros bajo el cinturón. Los tipos de Chevalier debían de pensar que era un ratón de biblioteca. Mi padre nunca hablaba del tamaño de mi librería.

El verano del 58 pasó deprisa. Rara vez pensaba en mi madre. Su presencia quedaba compartimentada y definida por la indiferencia que mostraba mi padre a su recuerdo. El Monte era un non sequitur aberrante. Ella se había ido.

Cada libro que leía era un retorcido homenaje a ella. Cada misterio resuelto era mi amor por ella en elipsis.

Entonces no lo sabía. Dudo que mi padre lo supiera. Él urdía cómo pasar el verano con su demonio pelirrojo enterrado.