Compró diez mil almohadillas procedentes de excedentes japoneses a diez centavos cada una. Eran almohadillas hinchables para sentarse en eventos deportivos. Estaba seguro de que podría vendérselas a los Rams y a los Dodgers. El primer negocio lo sacaría de pobre, luego, mediante un pedido en firme, conseguiría que los japoneses enviaran más almohadillas. De allí en adelante los beneficios se dispararían.
Los Rams y los Dodgers mandaron a paseo a mi padre. Él era demasiado orgulloso como para pregonar las almohadillas en la puerta del estadio, de modo que nuestros estantes y armarios estaban repletos de almohadillas de plástico. De haberlas hinchado todas, medio condado habría salido flotando hasta el mar. Mi padre abandonó la aventura de las almohadillas y volvió al trabajo en las farmacias. Hacía largas jornadas: desde mediodía hasta las dos o las tres de la madrugada. Mientras estaba fuera, me dejaba solo.
Nuestro piso no tenía aire acondicionado, lo cual resultaba agobiante en verano. Empezaba a oler mal; Minna desafiaba la prohibición de entrar y orinaba y defecaba por todas partes. Al atardecer, el piso se refrescaba y el olor se disipaba. Me encantaba estar solo en el apartamento después de anochecer.
Leía y pasaba el dial del televisor en busca de programas de sucesos. Repasaba las revistas de mi padre. Estaba suscrito a Swank, Nugget y Cavalier, todas ellas llenas de fotos atrevidas y dibujos subidos de tono que me daban vueltas en la cabeza.
Contemplé sus medallas de la Primera Guerra Mundial, miniaturas encerradas en cristal. El conjunto lo convertía en un gran héroe. Había nacido en 1898 y cuando nací yo le faltaban tres meses para cumplir cincuenta años. No dejaba de preguntarme cuánto tiempo le quedaría por delante.
Me gustaba cocinar para mí. Mi plato favorito eran los perritos calientes asados en un quemador de serpentín. Estaban muchísimo mejor que los espaguetis de lata que me daba mi madre.
Siempre miraba la tele con las luces apagadas. Me quedé enganchado del programa de entrevistas de Tom Duggan en el canal 13 y lo veía cada noche. Duggan era una mezcla de intelectual y derechista obcecado. Maltrataba de palabra a sus invitados y hablaba constantemente del alcohol. Se definía a sí mismo como misántropo y vicioso. Aquel hombre hacía vibrar una cuerda en lo más profundo de mi ser.
Su programa terminaba alrededor de la una de la madrugada. Mis rituales de aquel verano del 58 se volvieron atemorizadores. Normalmente, estaba demasiado agitado como para conciliar el sueño. Empecé a imaginar que mi padre moría en un accidente de tráfico o que lo mataban. Lo esperaba en la cocina y contaba los coches que pasaban por Beverly Boulevard. Mantenía todas las luces apagadas para demostrar que no tenía miedo.
El siempre volvía. Nunca me dijo que esperar sentado en la oscuridad fuera algo extraño.
Vivíamos en la pobreza. No teníamos coche y dependíamos del sistema de transporte público de Los Ángeles. Nuestra dieta se basaba en grasas, azúcares y féculas. Mi padre no probaba el alcohol, pero lo compensaba fumando tres paquetes de Lucky Strike al día. Compartíamos un dormitorio con nuestra hedionda perra.
Nada de ello me molestaba. Estaba bien alimentado y tenía un padre que me quería. Los libros me proporcionaban estímulo y un diálogo sublimado sobre la muerte de mi madre. Yo poseía una capacidad serena y tenaz para explotar mis recursos.
Mi padre me dejaba recorrer el barrio a mi aire. Yo lo exploraba y dejaba que alimentase mi imaginación.
Nuestro edificio de apartamentos estaba en Beverly Boulevard e Irving Place, en el límite de Hollywood y Hancock Park: un significativo cruce de estilos. Hacia el norte se extendían las casitas de estuco y los edificios de apartamentos de varios pisos. Se acababan en Melrose Avenue y en los aparcamientos de los estudios Paramount y Desilu. Las calles eran estrechas y se cruzaban formando una especie de parrilla. Dominaban las fachadas de estilo español.
De Beverly a Melrose. De Western Avenue a Rossmore Boulevard. Cinco travesías de norte a sur y diecisiete de este a oeste. De estudios de cine a casas modestas, de una hilera de tiendas y bares al Wiltshire Country Club. La mitad de mi territorio de exploración; casi la mitad de la extensión de El Monte. En el extremo oriental había casas de marcos de madera y bloques chillones de nuevos apartamentos. El extremo occidental era una Costa Dorada en mitad de Los Ángeles. Me encantaban las fortalezas estilo Tudor de muchos pisos con conserje y amplios portalones de entrada. El hotel Algiers se alzaba en Rossmore y Rosewood. Mi padre decía que el edificio era «un picadero glorificado». Los botones se encargaban de una serie de prostitutas de buen ver.
El flanco septentrional de mis exploraciones era topográficamente diverso. Me gustaba observar la vista que descendía de oeste a este. Algunos bloques estaban cuidados con esmero, otros se veían sucios y desatendidos. Me gustaba mucho la pista de patinaje del Polar Palace, en Van Ness y Clinton. Me gustaban los apartamentos El Royale, porque el nombre sonaba parecido a Ellroy. El Algiers era emocionante. Todas las mujeres que entraban o salían de allí eran posibles prostitutas.
Me gustaba recorrer aquel flanco norte. A veces me asustaba: lo chicos montados en sus bicicletas pasaban rozándome o me dirigían gestos insultantes. Cada pequeña confrontación me impulsaba durante varios días a ir hacia el sur.
Los límites de mis andanzas por el sur se extendían desde Western a Rossmore y de Beverly a Wilshire Boulevard. El extremo oriental tenía un defecto: la biblioteca pública de Council y St. Andrews. Aquél era territorio que no merecía la pena recorrer.
En cambio, me encantaba deambular hacia el sur y el sudoeste, por las calles Uno, Dos, Tres, Cuatro, Cinco, Seis, por Wilshire, Irving, Windsor, Lorraine, Plymouth, Beachwood, Larchmont, Lucerne, Arden, Rossmore.
Hancock Park.
Grandes carones estilo Tudor y châteaux franceses. Mansiones españolas. Grandes extensiones de césped ante las casas, emparrados, aceras sembradas de árboles y un aire de que el tiempo se ha detenido. Orden y riqueza perfectamente circunscritas a unas cuantas calles de mi casa incrustada de mierda.
Hancock Park me hipnotizaba. El paisaje me tenía sencillamente hechizado.
Merodeé por Hancock Park. Lo recorrí y rondé, paseé y deambulé por él. Tres o cuatro veces al día le ponía el collar a Minna y dejaba que me llevase por Irwing hasta Wilshire. Yo recorría al acecho las tiendas de Larchmont Boulevard y me llevaba libros de Chevalier.
Me enamoraba fugazmente de casas y de muchachas apenas vislumbradas tras una ventana. Construí elaboradas fantasías sobre Hancock Park. Mi padre y yo irrumpíamos en el parque y lo convertíamos en nuestro reino privado.
No ambicionaba Hancock Park por ningún sentimiento de agravio. Poseía aquel lugar con la imaginación. Era suficiente, por el momento.
El verano del 58 terminó y empecé sexto grado en la escuela primaria de Van Ness Avenue. Mis salidas para explorar se vieron drásticamente restringidas.
La escuela de Van Ness Avenue era decorosa; en ella nadie me ofreció marihuana. Mi maestra me consentía un poco. Probablemente supiese que mi madre había sido víctima de un asesinato.
Estaba haciéndome un grandullón de verdad. Tenía una lengua terrible y soltaba obscenidades en el patio de la escuela. La expresión favorita de mi padre era: «Que te jodan, Fritz.» Su epíteto más expresivo, «soplapollas». Yo imitaba su modo de hablar y me complacía ver el efecto que producía en los demás.
También estaba refinando mi representación del Desquiciado, lo cual me mantenía en una penosa soledad y encerrado en mi propia cabecita.
Mis gustos como lector se iban haciendo cada vez más refinados. Había pasado por todos los libros de los Hardy Boys y de Ken Holt y estaba harto de tramas complacientes y finales simples. Quería más violencia y más sexo. Mi padre me recomendó a Mickey Spillane.