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Año 1949: el escándalo de Brenda Allen y el vicio. Chicas de alterne conchabadas con policías corruptos. Mickey Cohen, el pintoresco gángster. La muerte de «los dos Tonys» en 1951. Marie McDonald el Cuerpo y su falso secuestro. El escándalo de brutalidad policial conocido como «Navidad sangrienta».

Empezaba a desarrollar una sensibilidad de prensa amarilla. Los delitos me estimulaban y asustaban en medidas aproximadamente equivalentes. Mi cerebro era un cuaderno de notas policial.

Seguí el caso de Ma Duncan por televisión. Ma Duncan tenía una pasión posesiva por su hijo, Frank. Frank se casó con una enfermera joven y cachonda, lo que hizo que Ma se pusiese celosa. La anciana contrató a dos borrachos mexicanos para que hicieran desaparecer a la enfermera. Los tipos la secuestraron el 17 de noviembre del 58. La llevaron a las colinas de Santa Bárbara y la estrangularon. Ma Duncan engañó a los tipos cuando les pagó por el trabajito. Luego, se le fue la lengua y se lo contó todo a un amigo. La policía de Santa Bárbara acusó a Ma y a los mexicanos. En aquellos momentos estaban siendo procesados.

Seguí el caso Bernard Finch-Carole Tregoff. Finch era un médico mujeriego al que le gustaba la buena vida. Tenía una novia secreta, la mencionada Tregoff, y una lucrativa consulta en West Covina. Su esposa era asquerosamente rica… y Finch era su único heredero. En julio de 1959 Finch y Tregoff fingieron un robo y quitaron de en medio a la señora Finch. El caso era una sensación en la zona.

Seguí la lucha de Caryl Chessman por librarse de la cámara de gas. Mi padre me contó que Chessman le había arrancado los pezones a mordiscos a una mujer y que ésta se había vuelto loca.

Mi padre, que compartía mi obsesión por los crímenes, nunca intentó desviar mi tendencia monomaníaca; yo podía leer lo que me diera la gana y mirar la tele sin limitaciones. Me hablaba como a un colega. Me comentaba chismes escogidos de los años que había pasado cerca del mundillo de Hollywood.

Me contó que Rock Hudson era marica y que Mickey Rooney era capaz de desmontar una jodida pila de leña por si acaso dentro había una serpiente. Rita Hayworth era ninfómana; mi padre lo sabía por experiencia propia.

Éramos pobres. Nuestro apartamento apestaba a excrementos de perro. Yo desayunaba galletas y leche cada mañana y cenaba hamburguesas o pizza congelada todas las noches. Llevaba ropas andrajosas. Mi padre hablaba solo y les decía a los comentaristas de la tele que se fueran a tomar por el culo y que le chuparan la polla. Siempre andábamos en calzoncillos. Estábamos suscritos a revistas de chicas desnudas. Nuestra perra nos mordía de vez en cuando.

Me sentía solo. No tenía amigos. Mi vida, me parecía, no era del todo correcta.

Pero sabía ciertas cosas.

Mis padres me pusieron por nombre Lee Earle Ellroy. Con ello me sentenciaron a una existencia de trabalenguas de eles y es que solían terminar en un «Leroy». Yo detestaba esos nombres. Y detestaba que me llamaran Leroy. Mi padre estuvo de acuerdo en que la combinación «Lee Earle» y «Ellroy» era poco afortunada. Dijo que sonaba a nombre de chulo negro.

El empleaba un alias en ocasiones. Atendía por «James Brady» y hacía algunos trabajos contables en farmacias bajo ese nombre para que los de Hacienda no le siguiesen la pista. Pronto tomé una decisión: algún día me quitaría el «Lee Earle» y mantendría el Ellroy.

Mi nombre me trajo problemas en el instituto. Los camorristas sabían cómo sacarme de quicio. Sabían que era un chico tímido. Lo que no sabían era que llamarme Leroy me transformaba en un Sonny Liston.

En el John Burroughs no había muchos camorristas, y unas cuantas confrontaciones salvajes acabaron pronto con la epidemia de «Leroys».

El instituto de enseñanza media John Burroughs era conocido como «J.B.». Se encontraba en la calle Seis y McCadden, en el límite suroccidental de Hancock Park. Allí pulí mi retorcida mente.

El ochenta por ciento de los alumnos eran judíos. Algunos chicos ricos de Hancock Park y unos cuantos hijos de la chusma corriente formaban el veinte por ciento restante. El J.B. tenía buena fama. Allí se matriculaba un ramillete de muchachos brillantes.

Mi padre llamaba a los judíos «regateadores de cerdos». Aseguraba que eran más listos que la gente normal. Me advirtió que estuviese alerta: los chicos judíos eran muy competitivos.

Estuve alerta en el instituto. Manifesté mi vigilancia de manera perversa.

Me junté con otros perdedores. Colábamos revistas porno en la escuela y nos masturbábamos en retretes contiguos. Atormentábamos a un chico retrasado que se llamaba Ronnie Cordero. Hacía reseñas orales de libros inexistentes y convencía a chicos selectos de mi clase de lengua. Tomé una posición muy controvertida en clase acerca de la captura de Adolf Eichmann, a quien comparé con el capitán Dreyfuss y otros casos de persecución por motivos raciales.

Insistí en mis argumentos hostiles hacia los judíos. Adopté la línea antipapista de mi madre y despotriqué contra los esfuerzos presidenciales de John Kennedy. Aplaudí la muerte de Caryl Chessman en la cámara de gas. Insté a mis compañeros a mostrarse favorables a la bomba atómica. Dibujé esvásticas y aviones Stuka en mis cuadernos.

El motivo de mis payasadas era escandalizar a todos. Estaban inspiradas en la brillantez y la erudición que encontraba en el instituto. Mi fervor reaccionario era afinidad vuelta del revés.

Aquella brillantez se me contagió. Obtuve buenas notas con un esfuerzo mínimo. Mi padre, contable, me hacía los deberes de matemáticas y me preparaba chuletas para los exámenes. Durante las horas que pasaba fuera de la escuela podía dedicarme a leer y soñar libremente.

Leía novelas policíacas y miraba programas policíacos en la tele. Iba al cine a ver películas policíacas. Construía maquetas de coches y las hacía arder con petardos. Reventé una manifestación que reclamaba la prohibición de la bomba atómica en Hollywood y arrojé huevos a rojillos portadores de pancartas. Desarrollé un intenso y palpitante amor por la música clásica.

Las pesadillas de la Dalia venían en oleadas intermitentes. Cuando me asaltaban durante el día, se cohesionaban en torno a una imagen.

Betty Short estaba clavada a una diana giratoria. La mano de un hombre hacía girar la diana y atravesaba a Betty con un cincel.

La imagen aparecía en visión subjetiva, y de pronto yo me convertía en el asesino.

La Dalia me acompañaba siempre. Las chicas de carne y hueso rivalizaban por mi corazón. Un asesino acechaba a todas las muchachas que me gustaban. Jill, Kathy y Donna vivían en constante peligro.

Mis fantasías de rescate eran minuciosas y detalladas. Mis mediaciones, rápidas y brutales. Mi única recompensa era el sexo.

Aceché a Jill, a Kathy y a Donna a la salida de clase. Merodeé por sus casas los fines de semana. Nunca hablé con ellas.

Mi padre estaba realmente enrollado. Su amigo George me dijo que se tiraba a dos cobradoras de los peajes de la autopista de Larchmont. Un día volví a casa por sorpresa y lo pillé in fraganti.

Era una tarde de calor. La puerta del apartamento estaba abierta. Subí por la escalera exterior y oí gemidos. Entré de puntillas y espié por la puerta entreabierta.

Mi padre estaba dándose un revolcón con una morena guapa y algo regordeta. La perra estaba en la cama con ellos, esquivando piernas e intentando dormir sobre el colchón que no cesaba de moverse.

Estuve un rato observando y volví a salir de puntillas.

Estaba abriendo los ojos respecto a mi padre. Si de verdad hubiera ganado tantas medallas como decía, debería haber sido tan famoso como Audie Murphy, el mayor héroe de guerra. Si realmente hubiese tenido aquel valor y aquel talento, habríamos estado viviendo a lo grande en Hancock Park. Mi padre era demasiado orgulloso como para vender una a una sus diez mil almohadillas, pero no tanto como para sustraer dinero de la póliza de seguros de mi madre.