Yo necesitaba tratamiento de ortodoncia. Pedí el dinero a mi tía Leoda y le saqué más del que precisaba. Mi padre pagó la primera minuta del dentista y se embolsó el resto. Se retrasó en los pagos de mantenimiento y pagó veinte dólares a un cirujano dental barato para que me quitase los aparatos de la boca.
Era fácil engañar a tía Leoda. Yo la expoliaba con regularidad. Estaba malgastando mi fondo para la universidad, pero la idea no me preocupaba en absoluto.
Detestaba a Ed y a Leoda Wagner y a mis primas Jeannie y Janet. Mi padre aborrecía profundamente al clan Wagner, y mis sentimientos eran una copia en papel carbón de los suyos.
Leoda pensaba que el asesino de mi madre era mi padre. A éste, la idea le complacía. En su opinión, Leoda sospechaba de él desde el principio.
Me encantó la idea de «papá, el asesino». Subvertía todo cuanto yo opinaba sobre la naturaleza pasiva de mi padre, confiriéndole cierta prestancia. Había matado a mi madre para hacerse con mi custodia. Sabía que yo la detestaba. Yo era un ladrón y él, un asesino.
Mi padre insistía en provocar las sospechas de tía Leoda. Le encantaba el teatro que ello implicaba. Me impulsó a leer de nuevo aquel montón de recortes de periódico. Lo hice. Comparé el rostro de mi padre con el retrato robot que la policía había hecho del Hombre Moreno. No se parecían en nada. Mi padre no había asesinado a mi madre. Estaba conmigo en el momento de producirse el crimen.
En abril de 1961 Spade Cooley mató a su mujer de una paliza. El hombre iba hasta el culo de anfetaminas. Ella Mae Cooley quería desembarazarse de Spade y rendir culto al amor libre. Quería follar con hombres más jóvenes.
Seguí el caso. Spade Cooley apeló y se libró de la cámara de gas. Ella Mae pagó el pato en justa venganza.
Yo tenía trece años. Y estaba poseído por las mujeres muertas.
9
Vivía en dos mundos.
Mi mundo interior estaba regido por fantasías compulsivas; el mundo exterior se entrometía demasiado a menudo en él. Nunca aprendí a contener mis pensamientos y reservarlos para momentos privados. Mis dos mundos chocaban continuamente.
Deseaba reventar el mundo exterior, quería asombrarlo con mi sentido del drama. Sabía que el acceso a mis pensamientos haría que el mundo me quisiera, lo cual constituía una presunción corriente entre los adolescentes.
Quería hacer públicos mis pensamientos. Tenía un aire exhibicionista, pero me faltaba presencia escénica y no sabía controlar los efectos. Resultaba un payaso desesperado.
Mi repertorio como actor era reflejo de mis obsesiones privadas. Me gustaba inspirarme en gángsters y en criminales nazis ocultos. Mis foros eran aulas y patios de escuela. Lanzaba mis discursos a chicos estúpidos y maestros exasperados. Aprendí una vieja verdad del vodeviclass="underline" el público sólo te prestará atención mientras lo hagas reír.
Mis fantasías eran oscuras y serias. Mi público tenía un bajo nivel de tolerancia en lo que a mujeres viviseccionadas se refería. Aprendí a hacer comentarios tópicos para provocar la risa fácil.
Principios de los años sesenta era una buena época para asumir posturas cómicas. Me expresé a favor de la bomba atómica, contra John Kennedy, contra los derechos civiles y contra la vergüenza del muro de Berlín. Grité «¡Libertad para Rudolf Hess!» y abogué por la restauración de la esclavitud. Hice caricaturas malintencionadas de JFK y me manifesté por la aniquilación nuclear de Rusia.
Unos cuantos maestros me llevaron aparte y me dijeron que mi actitud no tenía nada de graciosa. Mis compañeros de clase se reían de mí, no conmigo. Capté el mensaje: muchacho, vas por mal camino. Ellos captaron el mío: reíos conmigo o de mí, pero reíos.
Mis fantasías constituían rutinas marginales vivas y vigentes, eran un puente esquizoide entre mis dos mundos.
Fantaseé interminablemente. Desarrollé una cabeza de vapor fantástico y me salté semáforos en rojo con la bicicleta. Entraba en los cines y me hacía montajes fantásticos con las películas que estaba viendo. Convertía novelas aburridas en lecturas intrigantes mediante el recurso de añadirles subtramas extemporáneas.
Mi único gran tema de fantasía era el DELITO. Mi único gran héroe, yo mismo, transformado. Dominaba el tiro con arco, el judo y complejos instrumentos musicales. Yo era un detective que, casualmente, resultaba ser también un virtuoso del violín y del piano. Rescaté a la Dalia Negra. Fui de un lado a otro en coches deportivos y en brillantes triplanos Fokker pintados de rojo. Mis fantasías eran profusamente anacrónicas.
Y saturadas de sexo.
Las mujeres del tipo Jean Ellroy me obsesionaban. A las pelirrojas cuarentonas que veía por la calle les daba el cuerpo de mi madre. En el curso de mis aventuras, me acostaba con ellas. Me prometí en matrimonio con la última chica de escuela que aceleró mi corazón. Siempre dejé de lado a las sustitutas de Jean Ellroy.
Mis fantasías eran persistentemente monocordes. Eran una barrera contra el aburrimiento de la jornada escolar y contra una vida hogareña insatisfactoria.
Ya le había tomado la medida a mi padre. A los catorce, ya era más alto que él. Imaginé que podía darle una paliza. Mi padre era un cobarde y un artista de la picaresca.
Estábamos unidos por una necesidad casi pegajosa. Lo único que teníamos era a nosotros mismos. Y ese «nosotros» a él lo ponía tierno y tonto. Yo recurría a ello en los momentos de debilidad, y la mayor parte del tiempo conseguía refrenarlo. El amor del viejo hacia mí era espeso y acorde con su visión profana de la vida. Lo quise cuando llamó al presidente Kennedy «mamón católico» y lo detesté cuando lo vi llorar con el himno nacional. Me gustaban sus historias de burdel y lo aborrecía cuando adornaba sus hazañas en la Primera Guerra Mundial. Pero era incapaz de reconocer una simple verdad: la pelirroja era mejor alternativa como familia monoparental.
La salud del viejo empezaba a flaquear. Tenía fuertes accesos de tos y le daban mareos. Había hecho algún dinero en la época de las declaraciones de Hacienda y haraganeaba en el piso mientras consumía el fajo de billetes. Cuando llegó a los diez últimos dólares, buscó más trabajo en las farmacias. Entonces reapareció con fuerza su fervor por enriquecerse rápidamente.
Dirigió un espectáculo en el Cabaret Concerttheatre. En el espectáculo participaban jóvenes comediantes y cantantes. Mi padre entabló amistad con un cómico llamado Alan Sues.
El espectáculo fracasó. Mi padre y Alan Sues abrieron una sombrerería. Sues diseñaba los modelos y mi padre llevaba los libros y enviaba los sombreros por correo. La sociedad se fue a pique al cabo de poco tiempo.
Mi padre volvió a sus trabajos esporádicos para farmacias. Acababa de cumplir sesenta y cinco. Tomaba Alka-Seltzer para las úlceras al mismo ritmo que mi madre engullía bourbon. Casi todo el año 62 estuvimos sin un centavo.
Conseguí que la tía Leoda me diese dinero. La frase «necesito ir al dentista» obró maravillas. Durante semanas nos sobraban billetes de cincuenta. Yo llegué a llevar un fajo de billetes de un dólar prendido con un clip especial, al estilo de Las Vegas.
Subí con mi pesada bicicleta a lo alto de Hollywood y bajé hasta la playa. Fui en ella a la biblioteca pública del centro de la ciudad. Me gustaba pedalear y sincronizar mis fantasías con las escenas de la calle. Me gustaba rondar los lugares donde vivían Jill, Kathy y Donna.
Mientras iba en bici, robaba. Hurtaba libros en la Pickwick Shop y me llevaba material para la escuela de Rexall. Robé sin vacilación y sin ápice de remordimiento.
Me convertí en una amenaza sobre dos ruedas. Era un menor salvaje suelto en la ciudad. Medía más de un metro ochenta y pesaba setenta kilos. Mi bicicleta superpersonalizada despertaba risas y comentarios burlones.
Los Ángeles significaba, en general, libertad. Mi barrio significaba autolimitación. Mi mundo exterior inmediato todavía quedaba estrictamente circunscrito: de Melrose a Wilshire, Western y Rossmore. Aquel mundo estaba lleno de coetáneos míos, hijos de la explosión demográfica.