Lloyd era un chico gordo procedente de una familia rota. Hijo de una fundamentalista cristiana, era tan mal hablado como yo y compartía mi afición por los libros y la música. Fritz vivía en Hancock Park y le gustaban las bandas sonoras de películas y las novelas de Ayn Rand. Daryl era un bruto, atleta y nazi al borde de la subnormalidad, de ascendencia medio judía.
Me dejaron entrar en su grupo y me convertí en su subalterno, bufón de corte y actor cómico. Me consideraban un elemento divertidísimo. Les complacía mi descontrolada vida hogareña, a la que no daban crédito.
Íbamos en bici a los estudios de cine de Hollywood, yo siempre unos cientos de metros por detrás, pues mi Schwinn Corvette resultaba muy pesada y difícil de impulsar. Escuchábamos música y hablábamos de sexo, de política, de libros y de nuestras ideas más descabelladas.
Intelectualmente, no conseguía mantenerme firme. Mi discurso iba dirigido al interior y se canalizaba a través de la narrativa. Mis amigos consideraban que no era tan inteligente como ellos; se burlaban de mí, me acosaban y me convertían en objeto de sus bromas.
Yo encajaba sus pullas y seguía volviendo por más. Lloyd, Fritz y Daryl tenían un olfato muy agudo para la debilidad y eran duchos en el arte masculino de superar a otros. Su crueldad era hiriente, pero no hasta el punto de hacerme abandonar su amistad.
Yo era flexible y resistente. Los pequeños desprecios me hacían llorar y experimentar, durante diez minutos como máximo, una pena intensa. Las agresiones emocionales cauterizaban mis heridas y las dejaban listas para ser reabiertas.
Era un caso clínico de intransigencia adolescente. Yo tenía en mi poder un comodín blindado, acerado, de origen patológico y empíricamente válido: la capacidad de replegarme en mí mismo y habitar un mundo que sólo a mí pertenecía, elaborado por mi mente.
La amistad conlleva algunas indignidades menores. Las risotadas que compartía con aquellos chicos significaban adoptar un papel subordinado. El coste resultaba insignificante. Yo era experto en sacar beneficio de las desavenencias.
Por entonces ignoraba que los costes se acumulan, que uno siempre paga por lo que reprime.
En junio del 62 terminé la enseñanza secundaria. Durante el verano leí, robé, me masturbé y fantaseé. En septiembre ingresé en el instituto Fairfax, por insistencia de mi viejo. Había un noventa y tantos por ciento de judíos y parecía más seguro que el instituto Los Ángeles, que era el que supuestamente me correspondía. El Los Ángeles estaba lleno de chicos negros, muy duros. El viejo imaginaba que me matarían tan pronto abriera la boca. Alan Sues vivía a pocas calles de Fairfax. El viejo tomó prestada la dirección de Alan y soltó a su hijo nazi en el corazón del barrio judío.
Fue una experiencia cultural dislocante.
En el John Burroughs me sentía seguro. Fairfax me resultaba peligroso. Lloyd, Fritz y Daryl se habían matriculado en otros institutos. Mis conocidos de Hancock Park estaban lejos, en academias preparatorias. Me sentía un forastero en una jodida tierra extraña.
Los chicos de Fairfax eran ferozmente brillantes y refinados. Fumaban y conducían coches. El primer día de clases se burlaron de mí sin compasión al verme aparecer en mi Schwinn Corvette.
Comprendí de inmediato que allí mis gracias no servirían de nada. Me replegué en mí mismo y contemplé el terreno con cierto distanciamiento.
Asistí a clases y mantuve la boca cerrada. Me desembaracé de mis conexiones con las escuelas más distinguidas e imité el vestir de los alumnos más modernos de Fairfax: pantalones ajustados, suéter de alpaca y botas puntiagudas. La indumentaria no me cuadraba; con ella parecía una mezcla de chico asustadizo cantante frustrado.
El instituto Fairfax me sedujo. Fairfax Avenue me sedujo. Me encantó la onda insular yiddish. Me encantaba oír a los mayores parlotear en aquel desconcertante lenguaje gutural. Mi reacción confirmó la teoría del viejo: «Farfullas esa mierda nazi porque quieres llamar la atención.»
Trabajé con ahínco e intenté asimilar. La metodología me eludió. Conocía la manera de desquiciar, de provocar, de comportarme como un bufón y, en general, de hacer un espectáculo de mí mismo. La noción de un simple contrato social entre iguales me resultaba completamente ajena.
Estudié. Leí montones de novelas de detectives y fui a ver películas policíacas. Dejé volar la fantasía y seguí con la bici a alguna chica desde su casa hasta la escuela. Mi capacidad de asimilación se estancó. Envié al carajo la magnanimidad. Me harté de ser un anglosajón protestante anónimo en medio de una comunidad judía. No soportaba que mi existencia pasase inadvertida.
El partido Nazi americano estableció un puesto avanzado en Glendale. La Legión Americana y la Asociación de Veteranos de Guerra Judíos querían que lo abandonase. Me acerqué en bicicleta a la oficina de los nazis y compré diversos artículos por valor de cuarenta dólares.
Me llegó para un brazalete nazi, varios ejemplares de la revista Stormtrooper, un disco llamado Enviad a su casa a esos negros, de Odis Cochran y los Three Bigots, unas cuantas docenas de pegatinas con lemas racistas y doscientos «pasajes de barco para África», que daban derecho a todos los negros a un viaje de ida al Congo en una barcaza que hacía agua. Yo estaba encantado con mi nuevo material. Era divertido y escandalizador.
Llevé el brazalete en las cercanías de mi casa. Pinté esvásticas en el cuenco del agua de la perra. Mi padre empezó a llamarme «Der Führer» y «mamón nazi». Se hizo con un gorro judío y se lo ponía delante de mí para fastidiarme.
Fui en bici a la librería Poor Richard's y compré un surtido de folletos de extrema derecha. Unos los envié por correo a las chicas con las que estaba obsesionado. Otros, los pegué en buzones por todo Hancock Park. Lloyd, Fritz y Daryl me expulsaron de su grupo. Resultaba demasiado raro y lastimoso para ellos.
Mi padre llevaba mucho tiempo sin conseguir un trabajo. Nos retrasamos en el pago del alquiler y nos echaron del apartamento. El casero dijo que sería preciso fumigarlo. La acumulación de efluvios cánidos durante cinco años había hecho inhabitable el lugar.
Nos trasladamos a un cuchitril más barato, a cinco calles de distancia. La perra empezó a aplicarse en la nueva casa. Yo hice mi primer numerito nazi en el instituto Fairfax.
Las declaraciones en clase me costaron muestras de burla y algunas risas. Proclamé mi intención de establecer el Cuarto Reich en el sur de California, de deportar a todos los monos a África y de engendrar, mediante ingeniería genética, una nueva raza dominante a partir de mi propia sangre. Nadie me consideraba una amenaza. Era un führer inocuo.
Mantuve mi postura. Algunos profesores llamaron a mi padre y lo pusieron al corriente de lo que sucedía. Él les dijo que no me hicieran caso.
La primavera del 63 marcó el punto álgido de mi blitzkrieg. Interrumpía las clases, distribuí folletos de contenido racista y vendí «pasajes de barco para África» a diez centavos cada uno. Un chico judío, más corpulento que yo, me acorraló en la rotonda y me dio una buena paliza. Conseguí atizarle un puñetazo…, y me magullé todos los dedos de la mano derecha.
La paliza no sólo no me desanimó, sino que confirió validez a mi actitud. Ya no dejaría indiferente a nadie.
El verano del 63 transcurrió borroso. Leí novelas de misterio, fui a ver películas policíacas, imaginé escenarios para crímenes y aceché a Kathy en Hancock Park. Robé libros, comida, maquetas de aviones y bañadores Hang-Ten para vendérselos a surferos ricos. Mi pasión nazi se moderó. Sin un público cautivado, no resultaba divertida.
Mi madre llevaba cinco años muerta. Rara vez pensaba en ella. Su asesinato no ocupaba ningún lugar en mi panteón del crimen.
Aún tenía pesadillas con la Dalia Negra en ocasiones. Todavía estaba obsesionado con ella, era el núcleo de mi mundo criminal. Por entonces ignoraba que la Dalia era la pelirroja, sólo que modificada por mi subconsciente.