Las clases se reanudaron en septiembre. Volví a mi rutina nazi y actué ante un público aburrido.
El abismo entre mi mundo interior y el exterior era cada vez mayor. Quería dejar los estudios definitivamente y vivir dedicado por entero a mis obsesiones. La educación formal no valía nada. Estaba destinado a ser un gran novelista. Los libros que me gustaban constituían mi verdadero currículum.
En septiembre empezó en televisión la serie El fugitivo. Me enganché a ella enseguida. Se trataba de una serie negra para consumo de masas. Un médico acusado injustamente de asesinato huía de la silla eléctrica. Cada semana llegaba a una ciudad distinta e, indefectiblemente, la mujer más interesante de cuantas allí vivían se enamoraba de él. Un policía meticuloso hasta extremos patológicos perseguía al médico. Los representantes de la autoridad eran corruptos y retorcidos a causa de su poder. La serie tenía un trasfondo de deseos sexuales. Las actrices invitadas me agarraban por los huevos y no me soltaban. Siempre rondaban la treintena y eran más atractivas que guapas. Respondían al estímulo masculino con cautela y avidez. La serie olía a sexo real a la vuelta de la esquina. Las mujeres eran complicadas y turbulentas. Sus deseos poseían una carga psicológica. Cada martes por la noche, a las diez, la televisión me ofrecía una Jean Ellroy distinta.
Transcurrió el otoño del 63. El primero de noviembre volví a casa del instituto y me encontré a mi padre sentado en un charco de orina y heces. Se retorcía y babeaba, lloraba y balbucía. Su tensa musculatura se había relajado. Era algo horrible. Yo también me puse a llorar y a balbucir, mientras él me miraba con los ojos muy abiertos y la vista desenfocada.
Lo limpié y llamé al médico. Llegó una ambulancia. Dos enfermeros se llevaron a mi padre al Hospital de Veteranos.
Me quedé en casa y limpié los restos de suciedad. Un médico telefoneó para decir que mi padre había sufrido una apoplejía. No moriría y era muy probable que se recuperara. Tenía parcialmente paralizado el brazo izquierdo y su habla era ininteligible, por el momento.
Temí que fuera a morirse. Temí que siguiera vivo y me matara con aquellos grandes ojos acuosos.
Empezó a recuperarse. Al cabo de unos días su capacidad de hablar mejoró y volvió a mover ligeramente el brazo paralizado.
Lo visité a diario. El pronóstico era bueno, pero el viejo ya no era el mismo. En apenas una semana el viril artista de la bravuconería se había convertido en un tierno chiquillo. La transformación me desgarró el corazón.
Tuvo que leer cartillas infantiles para conseguir que la lengua y el paladar trabajasen de manera sincronizada. Su mirada decía: «Quiéreme, estoy desamparado.»
Intenté quererlo. Mentí sobre mis progresos en el instituto y le prometí que cuando me pagaran bien como escritor, lo mantendría. Mis mentiras lo animaron como años antes solían animarme a mí.
La mejoría continuó. Le dieron el alta el 22 de noviembre, el día que se cargaron a JFK. Volvió a su cuota cotidiana de dos paquetes de cigarrillos. Volvió al Alka-Seltzer. Volvió a su antiguo hablar despreocupado sin más que un cierto deje nuevo en el modo de arrastrar las palabras, pero sus condenados ojos lo delataban.
Estaba aterrorizado e indefenso. Yo era todo cuanto tenía, su único escudo contra la muerte y un lento apagarse en un asilo de ancianos.
Pasó a vivir de la Seguridad Social. Redujimos nuestro tren de vida el grado correspondiente. La mayor parte de las veces nos alimentábamos de lo que yo robaba y comíamos lo que yo cocinaba, casi siempre algo con alto contenido en sal y colesterol. Me saltaba las clases la mayoría de los días y suspendí el undécimo grado.
Sabía que mi padre era hombre muerto. Quería cuidarlo y, al mismo tiempo, quería verlo muerto. No quería que sufriese. Quería quedarme solo en mi mundo de fantasía, que todo lo impregnaba.
El viejo comenzó a resultar sofocantemente posesivo. Estaba convencido de que mi mera presencia podía desviar las apoplejías y otros designios del Señor. Yo me burlaba de sus demandas. Ridiculizaba su hablar arrastrado. Me quedaba hasta tarde por las calles de Los Ángeles sin ningún destino concreto.
No conseguía rehuir su mirada. No encontraba el modo de negarme a su jodido poder.
En mayo del 64 me detuvieron por robar en una tienda. Un vigilante de incógnito me pilló cuando me llevaba seis bañadores. Me detuvo y me abroncó durante horas. Me pegó en el pecho y me obligó a firmar un documento de reconocimiento de culpa. Me soltó a las diez de la noche, mucho después de la hora en que debía estar en casa.
Cuando llegué en bici al edificio en que vivíamos vi una ambulancia. Mi padre estaba en la parte trasera, sujeto en una camilla. El conductor me dijo que acababa de sufrir un ligero ataque cardíaco.
Mi padre me fulminó con la mirada. «¿Dónde estabas?», preguntaban sus ojos.
Se recuperó y regresó a casa. Volvió a fumar y a tomar Alka-Seltzer. Estaba condenado a morir. Yo estaba condenado a vivir, a mi modo. La vida se había convertido en el show de Lee Ellroy. Se representaba ante públicos furiosos y nada impresionados de la escuela y de fuera de ella.
Provoqué peleas con chicos más pequeños. Forcé la entrada en el cobertizo situado detrás de la autovía de Larchmont y robé botellas de refresco vacías por valor de sesenta dólares. Hice llamadas telefónicas obscenas. Llamé con amenazas de bomba a institutos de toda la zona de Los Ángeles. Reventé un tenderete de perritos calientes, robé una cantidad de carne congelada y la arrojé a la cloaca. Emprendí misiones cleptómanas y repetí undécimo grado con ánimo enfurruñado, holgazán y nazificado.
Cumplí los diecisiete en marzo del 65. Para entonces ya medía un metro ochenta y cinco y las perneras de mis pantalones terminaban varios dedos por encima de los tobillos. Mis camisas estaban salpicadas de sangre y de pus debido a explosiones de acné. Yo quería que todo aquello terminara.
El viejo también se merecía un final rápido. Igual que la pelirroja. Pero yo sabía que mi padre resistiría y moriría lentamente, y sabía también que no quería presenciarlo.
En clase de lengua lancé una proclama en favor de los nazis, debido a lo cual me expulsaron del instituto durante una semana. Cuando regresé, volví a hacerlo. Esta vez la expulsión fue definitiva.
Me atraían lugares lejanos. El Paraíso asomaba justo más allá del condado de Los Ángeles. Le dije al viejo que quería alistarme en el Ejército. Él me dio permiso.
El Ejército fue un grave error. Lo supe en el instante en que presté juramento.
Llamé a mi padre desde el centro de reclutamiento y le dije que ya me había alistado. Él empezó a sollozar. Una vocecilla en la cabeza me decía: «Con esto lo has matado.»
Tomé un avión con una docena de reclutas. Volamos a Houston, Texas e hicimos transbordo a Fort Polk, Luisiana.
Corrían los primeros días de mayo. Fort Polk era un lugar caluroso, húmedo y plagado de insectos, tanto voladores como rastreros. Unos sargentos de expresión severa nos pusieron en formación y nos soltaron la primera arenga.
Entonces supe que mi vida bohemia había terminado. Y quise largarme de allí de inmediato.
Un sargento nos envió al centro de recepción de reclutas. «He cambiado de idea. Por favor, déjenme ir a casa», quise decir. Estaba seguro de que no podría soportar la disciplina y el trabajo duro que se avecinaba. Sabía que debía salir de aquélla como fuera.
Llamé a casa. El viejo respondió con incoherencias. El pánico se apoderó de mí y empecé a suplicarle a un oficial, quien, tras escucharme y comprobar mi nombre, me envió a la enfermería.
Me examinó un doctor. Yo temblaba como una hoja y estaba en condiciones de ofrecer una buena representación. Tenía miedo por mi padre y temía al Ejército. Me encontré calculando ventajas en medio de un ataque de pavor.