Para que la paga continuase llegando, tuve que volver a la escuela. Lloyd iba a un horrible instituto cristiano. Tenía que pagar cincuenta dólares al mes. Mi pensión era de ciento treinta dólares. Podía asistir a unas cuantas clases y obtener un beneficio neto de ochenta billetes al mes.
Lloyd y yo discutimos acerca del asunto. Me dijo que tendría que mostrar un interés por Jesús que resultara convincente. Memoricé algunos versículos de la Biblia y fui a ver al director de la Culter Christian Academy.
Monté un buen número. Con un estilo convenientemente histriónico, y sin dejar de tartamudear, declaré mi mera fe. Creía en todas y cada una de mis palabras, mientras las pronunciaba. Mi alma semejaba un camaleón.
Me matriculé en la Culter Academy. El lugar estaba lleno de psicópatas renacidos y drogadictos revoltosos. Asistí a las clases habituales y a los grupos de estudio de la Biblia. Era una comida de coco de principio a fin. Supe que no podría tragarme esa mierda cinco días por semana.
Iba a la escuela esporádicamente. El personal de la Culter me dio algo de cuerda; al fin y al cabo yo era un joven cristiano atormentado pero sincero. Pagué dos meses y dejé de asistir a clase por completo. Mi breve conversión me costó doscientos sesenta dólares.
La paga que recibía del Gobierno cesó. Mis ingresos descendieron a un billete de cien dólares cada mes. El alquiler me costaba sesenta. Podía estirar los cuarenta restantes si robaba toda la comida y el alcohol y gorreaba la droga a mis amigos.
Eso fue lo que hice. Extendí mi radio de acción hacia el norte y el oeste, e incluí en mis saqueos nuevos supermercados y tiendas de licores. Estaba en los huesos. Me metía filetes y botellas en el pantalón sin marcar bultos ostentosos. Llevaba una camisa larga por fuera. Compraba pequeños artículos para justificar mi presencia en las tiendas.
Era un profesional.
Lloyd, Fritz y Daryl conseguían droga. Yo no. Vivía en un piso sin adultos y la pasma podía entrar derribando la puerta de una patada. Ellos me daban hierba y pastillas.
El Seconal y el Nembutal no me gustaban; me ponían tonto y casi catatónico. El LSD estaba bien, pero el consiguiente mensaje trascendental me dejaba frío. Lloyd y Fritz tomaban ácido y se iban a ver películas de acción como Espartaco y La historia más grande jamás contada. Yo los acompañaba en ocasiones, pero me marchaba del cine en mitad de la película. Sandalias y resurrección… Aburrimiento asegurado. Me sentaba en el vestíbulo y alucinaba con las vendedoras de golosinas.
Fritz conocía algunos médicos comprensivos que recetaban anfetaminas. Las pastillas lo ayudaban a concentrarse durante largas sesiones de estudio -en la USC eran muy exigentes-, pero lo ponían irritable.
Me dio las pastillas que le sobraban. La Dexedrina y el Dexamyl multiplicaron por seis mi capacidad de fantasear. Otro tanto ocurrió con mis dotes narrativas. Las palpitaciones inducidas por la anfetamina dinamizaban el proceso. Las subidas iban directas al cerebro y se alojaban en mis vírgenes órganos genitales.
La anfetamina era sexo: imbuyó a mis fantasías sexuales de una nueva lógica coherente, me dio cuarentonas pelirrojas y chicas de Hancock Park y me proporcionó épicas sesiones masturbatorias.
Me cascaba la polla entre doce y dieciocho horas seguidas. Daba un gusto… Permanecía tumbado en la cama con la perra dormida a mi lado. Me corría con los ojos cerrados y las luces apagadas.
Las bajadas terminaban con mis fantasías. La droga abandonaba mi sistema y me dejaba deprimido e insomne. Entonces bebía hasta caer en un mundo subterráneo. El alcohol subía mientras la anfeta bajaba. Siempre me dormía agarrado a alguna mujer.
Fritz perdió el contacto que le pasaba la anfetamina. Por defecto, yo perdí el mío. Me sentí terriblemente hambriento de amor verdadero y sexo.
Quería una novia y sexo sin límites. La hermana de Fritz me presentó a su amiga Cathy.
Cathy iba a Marlborough, una escuela selecta de chicas de Hancock Park. Era una muchacha sencilla y regordeta. La primera vez que salimos fuimos a ver Sonrisas y lágrimas. Le mentí y le dije que la película me había gustado mucho.
Cathy era socialmente torpe y se moría de ganas de que la amasen. Desdeñaba las actividades formales propias de las salidas entre chicos y chicas. Deseaba aparcar el coche y pasar a la acción.
Lo cual significaba abrazarnos y besarnos, sin la lengua.
Salimos varias noches de fin de semana. La política «sin lenguas» y «sin caricias» me volvía loco. Le supliqué un mayor contacto, pero se negó. Volví a pedírselo. Cathy se salió por la tangente.
Planeó una serie de reuniones con sus compañeras de clase. Esa salida por la tangente me llevó a conocer algunos de los pisos más opulentos de Hancock Park.
Me gustaban los muebles lujosos. Me gustaban las habitaciones grandes. Me gustaban los paneles de madera y las pinturas al óleo. Ese era mi viejo mundo acechado como mirón, cercano e íntimo.
Cathy me presentó a su amiga Anne. Anne medía un metro ochenta, era rubia y los chicos pasaban de ella.
La animé y le pedí que saliera conmigo. Fuimos al cine y nos detuvimos en Fern Dell Park. Me dio algunos besos con la lengua. Fue una gozada.
Llamé por teléfono a Cathy y rompí lo nuestro. Anne me llamó y me dijo que me mantuviera alejado de ella. Llamé a la hermana de Fritz, Heidi, y le pedí para salir. Me dijo que me fuera al diablo. Llamé a Kay, una amiga de Heidi y le pedí para salir. Me dijo que era una cristiana practicante y que sólo salía con chicos honrados.
Yo quería más amor. Quería sexo sin los límites que imponían las chicas de las escuelas. Quería ver más pisos de Hancock Park.
Fritz contaba con un escondite: una pequeña habitación junto al garaje de su casa, donde guardaba el tocadiscos y los discos. Nunca dejaba entrar a sus padres ni a su hermana. Lloyd, Daryl y yo teníamos copias de las llaves.
La habitación se encontraba a veinte metros de la casa, y ésta me cautivaba. Era el escenario favorito de mis fantasías sexuales. Una noche entré en ella. Era a finales del 66.
Fritz y su familia estaban fuera. Me agaché junto a la puerta de la cocina y metí la mano izquierda por la gatera. Descorrí el pestillo interior y entré.
Recorrí la casa con las luces apagadas, arriba y abajo. Inspeccioné los botiquines en busca de droga y descubrí unos calmantes nuevos.
Me serví un whisky doble y engullí unos cuantos. Lavé el vaso y volví a ponerlo donde lo había encontrado.
Crucé el dormitorio de Heidi. Aspiré el aroma de sus almohadas y revolví el armario y los cajones. Hundí la cara en un montón de lencería y le robé unas bragas blancas.
Salí de la casa en silencio. No quería que nadie me descubriera. Sabía que, nuevamente, había tocado un mundo secreto.
Kay vivía al otro lado de la calle. Al cabo de unas noches me metí en su casa. Grité preguntando si había alguien desde la habitación trasera de Fritz y nadie respondió. Me acerqué y estudié los accesos.
Encontré una ventana abierta que daba a la calzada. Estaba protegida por una tela metálica sujeta con clavos doblados. Haciendo palanca, aflojé dos clavos, quité la persiana y me metí en la casa.
La oscuridad era absoluta. Encendí unas luces por unos segundos para aclimatarme.
No había mueble bar. No había ningún medicamento bueno en los botiquines.
Asalté la nevera y comí embutidos y fruta. Exploré la casa, arriba y abajo. Finalmente, entré en el dormitorio de Kay. Eché un vistazo a los papeles de la escuela y me tumbé en su cama. Examiné un armario lleno de faldas y blusas. Abrí los cajones del tocador y acerqué una lámpara a ellos para husmear mejor. Robé un conjunto de sujetador y bragas.
Volví a poner la tela metálica de la ventana y doblé los clavos que la sujetaban. Regresé a casa muy colocado. El allanamiento de morada era voyeurismo multiplicado por mil.