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Le dije que me pondría a ello de inmediato y añadí que me convertiría en un hombre de bien.

En la furgoneta mantuve la boca cerrada. Me enteré de que el jarabe para la tos Romilar CF te colocaba de una manera más que decente y que las tiras de cinta adhesiva en los paneles de las ventanillas eran sistemas de alarma. El tipo de Cooper's Donuts lo sabía todo acerca de las putas negras. Podías comprar droga en tres de las cafeterías Norm's. La de Melrose con La Cienega era conocida como la de los maricas, la de Sunset con Vermont como la «normal» y la de la zona sur como la de los negros.

En algunas áreas de Trancas Canyon la marihuana crecía silvestre. El hijo de Ma Duncan era ahora un abogado criminalista muy de moda. Doc Fich no tardaría en conseguir la libertad condicional. Carole Tregoff se había vuelto lesbiana en la cárcel. Caryl Chessman era un cabrón; todos los tipos de San Quintín lo odiaban. La película Quiero vivir, de Susan Hayward, era una mierda. Barbara Graham, efectivamente, había matado a Mabel Monahan de una paliza.

Escuché y aprendí. Leí un ejemplar hecho polvo del Atlas Shrugged y llegué a la absurda conclusión de que yo era un superhombre. Me había desenganchado del alcohol y de la droga y con el rancho de la cárcel había aumentado cuatro kilos de masa muscular.

Mary Waters me soltó dos días antes de Navidad. En el camino de regreso a Robert Burns Park compré unos inhaladores.

Alquilé un apartamento de una habitación en los Versailles y fui a una agencia de empleo temporal. Hice algunos trabajos de mensajero.

El funcionario de la libertad condicional encontró satisfactoria mi vida laboral, y se mostró satisfecho con mi pelo corto y mis pantalones discretos. Me aconsejó que evitara a los hippies; todos se colocaban con sustancias que alteraban la mente.

Lo mismo que yo.

Hacía mis chapuzas de lunes a viernes. Para desayunar me tomaba un cuarto de litro de whisky mezclado con Listerina, un elixir bucal. El piloto automático me permitía llegar al almuerzo con algo de vino y/o hierba. Me emborrachaba cada noche y los fines de semana me los pasaba viajando gracias a los inhaladores.

El Romilar era una buena droga para allanamientos de morada. Las cosas normales parecían surreales y llenas de verdades ocultas. Fue de gran ayuda en mis incursiones nocturnas. Estuve en las casas de Kathy, de Kay y de Missy y me concentré en los botiquines. Engullía cuantas píldoras encontraba atractivas, con un buen trago de mi jarabe para la tos. Dos de cada tres veces me desmayaba y despertaba en mi cama.

Me gustaba lucir limpio y acicalado. En el 69 los hippies eran un verdadero imán para la pasma. Llevaban el pelo largo y ropas de colores y emitían vibraciones que pedían que los arrestaran. Me moví con relativa impunidad en mis dos mundos coexistentes. Sabía cómo hacer que la gente comprendiese lo que yo quería.

En marzo cumplí veintiún años. Dejé el apartamento y me instalé en un hotel barato de Hollywood. Encontré un empleo con contrato indefinido en la emisora de televisión KCOP.

Trabajaba en los envíos por correo. La gente respondía a anuncios de programas de mierda como 64 Country Hits y enviaba billetes y hasta monedas en las cartas. El peso de las monedas de cuarto de dólar y de medio dólar rompía los sobres. Empecé a ganar mucho dinero extra.

Todo me lo gastaba en alcohol, droga y pizzas. Me mudé a un sitio mejor, un piso de soltero en la Sexta con Cloverdale. Me encapriché con unas mujeres de allí y las seguí a todas partes.

El dinero del seguro se terminó. La pasta que sisaba en el trabajo lo compensaba con creces. Tuve un choque ridículo con la furgoneta de la empresa y me vi obligado a reconocer que no tenía carné de conducir. Me despidieron. Hice unos cuantos trabajos temporales y viví con el mínimo dinero posible. Me desesperé. Entré en casa de Missy y transgredí una regla fundamental.

Robé todo el dinero del bolso de su madre. No podría regresar a esa hermosa casa de la Primera y Beachwood.

Mis incursiones empezaban a asustarme más que excitarme. La ley de las probabilidades me pisaba los talones. En algunos lugares ya había entrado veinte veces. Mi estancia en la cárcel me había enseñado cosas que alimentaban mi sentido de la cautela.

El robo con allanamiento era un delito en primer grado, penalizado con la cárcel. Yo era consciente de que podía acabar en la prisión del condado, lo cual acabaría conmigo por completo.

Los asesinatos Tate-LaBianca ocurrieron en agosto. La conmoción llegó hasta Hancock Park.

Vi una cinta adhesiva en las ventanas de Kathy. Vi más coches patrulla por las calles. Vi letreros de sistemas de alarma en las puertas principales de las casas.

Puse fin a mis incursiones nocturnas. Dejé de hacerlo, total y definitivamente.

Pasé el año siguiente en un limbo de fantasía. Obtuve algunos trabajos temporales y un empleo en una librería porno. Las publicaciones de sexo duro ya eran legales. En las revistas aparecían chicas hippies a todo color, sin maquillaje y desnudas.

No tenían aspecto de cansadas o degeneradas. Era como si posaran porque les divertía y para sacarse algo de pasta. Estaban metidas en un feo negocio clandestino. En sus miradas gélidas y sus entrecejos algo fruncidos se advertía que se percataban de ello.

Me recordaban a la Dalia, sin maquillaje y sin su indumentaria negra. La Dalia se asfixió en la ilusión de la meca del cine. Esas chicas eran engañadas en algún asqueroso plano metafísico. Me llegaban al corazón. Yo era el dependiente de una librería porno que iba a sacarlas de aquel mundo sórdido para obtener a cambio su sexo. Guardaba sus fotos del mismo modo que Harvey Glatman coleccionaba vísceras de sus víctimas. Les adjudicaba nombres y de noche rezaba por ellas, mis chicas. Mandé al asesino de la Dalia para que las atacase, y en el último momento, cuando el cuchillo descendía, yo las salvaba. Mientras me colocaba con Benzedrex, se abrían de piernas y hablaban conmigo.

No me enamoraba de las que tenían un cuerpo perfecto y una cara hermosa.

Me gustaban las sonrisas un punto artificiosas y los ojos que no podían ocultar su tristeza. Los rasgos irregulares y los pechos de formas extrañas me impresionaban mucho. Yo buscaba seriedad sexual y psicológica.

En la librería robaba de la caja. Miraba todas las revistas que llegaban y arrancaba las fotos de las mujeres que más me excitaban. Trabajaba desde medianoche hasta las ocho de la mañana, guardaba el botín y me iba a un bar donde ponían películas porno todo el día. Me emborrachaba y miraba a las hippies. Siempre estudiaba más los rostros que los cuerpos.

Mi período pornográfico duró poco. El jefe de la librería descubrió mis hurtos y me despidió. Volví a los trabajos temporales, saqué algo de dinero y pasé dos meses pantagruélicos.

Compré una caja de vodka, montones de bistecs y parvas de inhaladores. Me ahogaba en fantasías, delirios sexuales, colesterol y las obras de Raymond Chandler, Dashiell Hammett y algunos escritores de novelas policíacas verdaderamente malos. No salía de casa durante días. Perdí, gané y volví a perder peso al tiempo que me dejaba llevar por un frenesí cercano a la locura.

Me retrasé dos meses en el pago del alquiler. El casero empezó a golpear la puerta y a hablar de desahucio. No me alcanzaba el dinero para hacerlo callar. Con lo que tenía sólo podía alquilar por un mes un cuarto barato.

Encontré un apartamento cerca de los estudios de la Paramount. Estaba en un edificio cursi llamado Apartamentos Green Gables. Costaba sesenta dólares al mes, lo cual era muy poco para 1970.

Lloyd me ayudó con el traslado. Puso mis cosas en su coche e hicimos la clásica fuga de medianoche. Me instalé en Green Gables y busqué empleo.

No encontré nada. Los trabajos que no exigían especialización escaseaban. Hice unos cuantos viajes con inhaladores y empecé a ver y oír cosas que tal vez fueran reales o no.