Salí del hospital y volví a la vida al aire libre, al alcohol y los inhaladores. Tuve otra neumonía. Me curaron. Seguí todo un año en una loca carrera a base de vino barato e inhaladores, y acabé con delírium trémens.
Lloyd vivía en West Los Ángeles. Acampé en la terraza de su casa. Las primeras alucinaciones las tuve en su cuarto de baño.
Un monstruo saltó del lavabo. Cerré la tapa y vi que más monstruos la atravesaban. Me corrían arañas por las piernas. Unas manchas pequeñas revoloteaban ante mis ojos.
Corrí a la sala y apagué las luces. Las manchas se volvieron fluorescentes. Saqueé el bar de Lloyd y bebí hasta perder el sentido. Desperté en el terrado, muerto de miedo.
Sabía que tenía que dejar de beber y de darle al inhalador. Sabía que iban a matarme en un futuro muy próximo. Robé una botella de whisky y fui a dedo al hospital del condado. Liquidé la botella en las escaleras principales y entré.
Un médico dictaminó mi ingreso en la sala de alcohólicos. Dijo que me recomendaría para el programa del Hospital Estatal de Long Beach. En treinta días estaría limpio y preparado para vivir sobrio.
Era lo que yo quería. O eso o la muerte. Tenía veintisiete años.
Me pasé dos días en la enfermería de la sala de alcohólicos. Me dejaban zombi a fuerza de tranquilizantes y sedantes. No vi monstruos ni manchas. Quería beber con la misma intensidad que quería dejarlo. Procuraba dormir todo el día.
En Long Beach dijeron que me aceptarían; sería trasladado con otros tres tipos de la enfermería. Eran viejos borrachos, alcohólicos reincidentes profesionales, que llevaban años en el circuito de rehabilitación.
Nos llevaron en una furgoneta del hospital. Me gustó el aspecto del lugar. Los hombres y las mujeres dormían en pabellones separados. La cafetería semejaba un restaurante. Las salas de recreo parecían sacadas de un campamento de verano.
El programa constaba de encuentros con miembros de Alcohólicos Anónimos y terapia de grupo. Las sesiones de autocrítica no eran obligatorias. Los pacientes llevaban uniformes color caqui y unas pulseras numeradas, como los reclusos de las prisiones del condado de Los Ángeles.
El Antabuse era obligatorio. Unas enfermeras de ojos de lince se ocupaban de que los pacientes lo tomasen todos los días. Si bebías después de tomar ese medicamento, te ponías a morir. El Antabuse era una táctica disuasoria.
Empecé a encontrarme mejor. Siempre consideré los ataques de delírium trémens como un accidente marginal. Convivía con borrachos de todos los pelajes. Los hombres me asustaban, las mujeres me excitaban. Pensaba que podría vencer el alcohol y las drogas a mi manera.
Comenzó el programa. En las reuniones con Alcohólicos Anónimos me dedicaba a ensoñaciones y durante la terapia de grupo hablaba por los codos. Inventaba hazañas sexuales y dirigía mis cuentos a las mujeres de la sala. Tardé una semana en entenderlo: estás aquí dentro por tres comidas calientes al día y una cama.
Seguí adelante con el programa. Comí como un cerdo y engordé cuatro kilos. Me pasaba todo el tiempo libre leyendo novelas policíacas.
Tosía mucho. Una enfermera me preguntó por ello. Le dije que hacía poco había tenido un par de neumonías.
Me envió a un médico para que me examinara. El tipo me inyectó un relajante muscular y me metió un tubo con una linterna en la garganta. Miró por el aparato y movió la bolita en el interior de mis pulmones. No dijo si había algún problema.
La tos persistía. Yo resistía el programa y me preguntaba qué haría para librarme de aquello. Todas las opciones me asustaban.
Podía encontrar un trabajo miserable y seguir limpio con el Antabuse. Podía dejar el alcohol y los inhaladores y tomar otras drogas. Podía fumar hierba. La hierba producía apetito. Podía ganar peso y trabajar un poco los músculos. Entonces las mujeres me desearían. La hierba era mi salida hacia una vida normal y saludable.
En realidad, no me lo creía.
Los inhaladores eran sexo. El alcohol era el núcleo de mi fantasía. La hierba era estrictamente para risitas y citas con pizzas y rosquillas.
Completé el programa. Seguí tomando Antabuse y volví a instalarme en el terrado de Lloyd. Llevaba treinta y tres día sobrio.
La tos empeoraba. Tenía los nervios destrozados y mi capacidad de atención se colapsaba a los tres segundos. Dormía diez horas seguidas o me revolvía toda la noche.
Mi cuerpo no era mío.
El terrado constituía mi refugio. Tenía un buen rincón junto a la salida contra incendios. Ahí todo empezó a ir mal.
Estábamos a mediados de junio. Me levanté de una siesta y pensé: «Necesito cigarrillos.» Entonces la mente se me quedó en blanco. No puedo recordar nada más.
Mi cerebro golpeaba paredes vacías. No podía visualizar mis pensamientos ni encontraba palabras para expresarlos. Me llevó más de una hora dar forma a esa única y simple elucubración.
No sabía pronunciar mi nombre. No conseguía recordar cómo me llamaba. No podía dar forma a ese simple pensamiento ni a ningún otro. Mi mente había muerto. Mis circuitos cerebrales se habían desconectado. Era un demente con el cerebro muerto.
Grité. Me tapé los oídos con las manos, cerré los ojos y grité con voz bronca. Seguía debatiéndome con ese simple pensamiento.
Lloyd subió al terrado. Lo reconocí. No lograba recordar su nombre ni el mío ni ese sencillo pensamiento de hacía una hora.
Lloyd me bajó a su casa y llamó a una ambulancia. Llegaron los enfermeros y me ataron a una camilla.
Me condujeron al hospital del condado y me dejaron en una sala de espera atestada. Empecé a oír voces. Las enfermeras se acercaban y me gritaban telepáticamente. Yo tosía y me debatía. Alguien me clavó una aguja en el brazo…
Desperté atado a una cama. Estaba solo en la habitación de un hospital privado.
Tenía las muñecas despellejadas y ensangrentadas. Notaba casi todos los dientes flojos. Me dolía la barbilla y los nudillos me escocían debido a unas pequeñas raspaduras. Llevaba puesto un camisón de hospital. Y lo tenía todo meado.
Busqué ese pensamiento simple y lo pesqué al primer intento. Recordaba mi nombre de macarra negro: Lee Earle Ellroy.
Todo volvió. Me acordé de cada detalle. Empecé a llorar. Recé a Dios y le supliqué que me conservara cuerdo.
Entró una enfermera. Desató las correas y me llevó a una ducha. Permanecí bajo el agua hasta que se enfrió. Otra enfermera me curó los cortes y las abrasiones. Un médico me dijo que debía quedarme allí un mes. En el pulmón izquierdo tenía un absceso del tamaño de un puño. Necesitaba treinta días de antibióticos por vía endovenosa.
Le pregunté qué le había ocurrido a mi mente. Respondió que probablemente se hubiese tratado de un «síndrome cerebral post-alcohólico». A los alcohólicos que habían dejado de beber les ocurría en ocasiones. Añadió que había tenido suerte. Algunos se volvían locos para siempre.
Mi enfermedad pulmonar podía o no ser contagiosa. Para evitar riesgos, me aislaron, me pusieron un gota a gota y empezaron a meterme grandes dosis de antibióticos. Me administraban tranquilizantes para calmar el miedo.
Los tranquilizantes me dejaban aturdido. Yo intentaba dormir todo el día todos los días. Estar despierto y consciente me asustaba. Una y otra vez imaginaba que mi cerebro quedaba defectuoso de forma permanente.
Esas pocas horas de demencia resumían mi vida. El horror hacía que todo lo ocurrido hasta ese momento fuera irrelevante.
Siempre que estaba despierto se repetía el horror. No conseguía librarme de él. No me contaba un cuento para acojonarme ni sentía un placer morboso ante mi supervivencia. Sencillamente revivía los momentos de mi vida que me habían conducido a aquello.
El horror no me dejaba. Las enfermeras me despertaban de un arrobado sueño para joderme manipulando el gota a gota. No podía llevar mi mente por estructuras de fantasía recetadas hacía mucho tiempo. El horror jamás me abandonaría.