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Imaginé la locura permanente. Me autocastigué con aquel cerebro que, en esos momentos, funcionaba espléndidamente bien.

El horror se hizo insostenible. Me marché del hospital, pese a las protestas de los médicos, y tomé el autobús hasta la casa de Lloyd. Robé una botella de ginebra, me la bebí y al llegar a su piso perdí el conocimiento. Lloyd llamó de nuevo a la ambulancia.

Llegó otra ambulancia. Los enfermeros me sacaron del estupor y me metieron en ella. Me llevaron de regreso al hospital, donde fui readmitido y conducido a una habitación cuádruple en el ala de enfermedades pulmonares.

Una enfermera me enganchó a otro gota a gota. Me dio una gran botella para que escupiese en ella.

Yo tenía miedo de olvidar mi nombre. Lo escribí en la pared detrás de la cama, como recordatorio. Y al lado, agregué: «No me volveré loco.»

11

Pasé un mes enganchado a una aguja. Un especialista en vías respiratorias me golpeaba la espalda cada día. Expulsaba grandes flemas que escupía en un recipiente, junto a la cama.

Los abscesos desaparecieron. El miedo se quedó.

Mi mente volvió a funcionar con toda normalidad. Para ponerla a prueba me dedicaba a juegos mnemotécnicos. Memorizaba anuncios de revistas y eslóganes de las cajas de leche. Ejercitaba mis músculos mentales para luchar contra la demencia.

Me había vuelto loco una vez. Podía volver a ocurrirme.

No conseguía librarme del miedo. Me alimentaba de él cada día, todos los días. No lograba analizar por qué había llegado al punto de la disfunción cerebral. Achaqué el problema a un fenómeno físico.

Mi cerebro era como un apéndice externo. Mi juguete de toda la vida no era ajeno a mí, semejaba un espécimen en una botella, y yo era un médico que lo atizaba con un bastón.

Sabía que el alcohol, las drogas y mi obligada abstinencia de ellas eran la causa de mi combustión cerebral; al menos eso me decía mi lado racional. Mi respuesta secundaria se derivaba directamente de la culpa. Dios me castigaba por follar mentalmente con mi madre.

Yo me lo creía. Mi fantasía era transgresora y por lo tanto merecedora de la intervención divina… Me torturé con ese concepto. Exhumé la ética protestante del Medio Oeste que mi madre había intentado eludir y la utilicé para flagelarme.

Mi nueva fuerza mental era la autoconservación. Realicé ejercicios mentales para que mi cerebro se mantuviera ágil, con lo cual, más que apuntalar mi confianza alimentaba mi miedo.

Los abscesos pulmonares se curaron por completo. Salí del hospital e hice un trato con Dios.

Le dije que no bebería y me olvidaría de los inhaladores. Le dije que no robaría. Lo único que quería era recuperar mi mente para siempre.

El trato cristalizó.

Volví al terrado de Randy. Ni bebí ni inhalé ni robé. Dios mantenía mi mente en orden.

Pero el miedo continuaba.

Sabía que podía volver a ocurrir. Comprendía el aspecto absurdo de todos los contratos divinos. Los residuos de tanto alcohol e inhaladores podían estar al acecho en mis células. Los cables de mi cerebro podían chisporrotear y desconectarse sin previo aviso. Podía perder la chaveta al día siguiente o en el año 2000.

El miedo me mantenía sobrio; no impartía lecciones de moral. Los días pasaban lentos, sudorosos y ansiosos. Vendí plasma en un banco de sangre de los bajos fondos y viví una semana con diez dólares. Rondaba por las librerías y leía novelas policíacas. Memorizaba capítulos enteros para que mi mente se fortaleciera.

Un chico del edificio de Lloyd trabajaba de cadi. Me dijo que pagaban bien y era libre de impuestos. Podías trabajar o no, según te apeteciese. El club de golf de Hillcrest era de categoría. Los socios me daban buenas propinas.

El chico me llevó allí. Supe que había tenido suerte.

Era una prestigiosa institución judía al sur de Century City. El campo de golf era ondulado y de un verde intenso. Los cadis se congregaban en una caseta donde bebían, jugaban a cartas y contaban historias obscenas. Eran borrachos, consumidores de droga y ludópatas. Supe que allí encajaría.

El trabajo de los cadis consistía en llevar los palos del jugador y conocer las diferencias entre un palo y otro. Yo no sabía nada de golf. El entrenador me dijo que aprendería.

Empecé cargando una sola bolsa. Al cabo de unos días pasé a llevar dos. No eran tan pesadas. Un recorrido de dieciocho hoyos duraba cuatro horas. Por las dos bolsas te pagaban veinte dólares. En 1975 era una buena pasta.

Trabajaba en Hillcrest seis días a la semana. Con lo que ganaba alquilé una habitación en el hotel Westwood. El sitio era equidistante de Hillcrest y de los clubes de campo de Bel-Air, Bretwood y Los Ángeles. Casi todas las habitaciones estaban ocupadas por cadis. El lugar era una prolongación de la caseta donde se reunían.

El trabajo se apoderó de mi vida. Los rituales calmaban el miedo y lo mantenía alejado, difuso.

El campo de golf me encantaba. Era un mundo verde perfectamente autónomo. El trabajo de cadi no exigía gran desgaste mental. Yo dejaba vagar la mente y me ganaba la vida al mismo tiempo.

El entorno me estimuló. Mientras caminaba con los socios de Hillcrest inventaba historias sobre ellos y sobre peleas de bandas le cadis de los bajos fondos. El choque cultural entre los ricos judíos y los cadis con un pie en el arroyo era objeto de risas constantes. Trabé amistad con un compañero que iba a la universidad a tiempo parcial. Discutíamos interminablemente sobre los socios de Hillcrest y la experiencia que suponía un trabajo como el nuestro.

Me relacionaba con gente muy distinta. Escuchaba a todos y aprendía a hablarles. Hillcrest era como una especie de estación de servicio camino del mundo real.

La gente me contaba historias. Aquello era como asistir a un curso de tradiciones del club de golf. Oí historias de hombres humildes que habían salido de la pobreza a zarpazos e historias de hombres ricos que por culpa del alcohol habían terminado sus días como cadis. En el campo de golf se aprendía picaresca.

Casi todos mis compañeros fumaban hierba. La hierba no me asustaba como el alcohol o los inhaladores. Me despedí de cuatro meses de abstinencia total con hierba tailandesa.

Era muy buena, la mejor que había probado en mi vida. Empecé a comprar y a fumar todos los días.

Creía que no me jodería los pulmones ni me reblandecería el cerebro. No encendería en mí fantasías incestuosas ni haría que me cagara en Dios. Era la droga manejable y controlable de los años setenta.

Y así lo racionalicé.

Fumé hierba durante un año y medio. Era muy buena, pero no extraordinaria; en cualquier caso, como pretender ir a la luna en un Volkswagen.

No bebía ni le daba a los inhaladores. Fumaba marihuana y vivía como un fantaseador a dedicación plena, pero mucho más sutil.

Saqué mis fantasías al aire libre. Por la noche las sacaba en Hillcrest y en otros campos de golf. Saltaba la valla del L.A. Country Club y con mi fantasía recorría los terrenos durante horas.

Jugué con mi elenco de personajes de Hillcrest y los encajé en un relato policiaco. Perfilé a un héroe alcohólico que saludaba desde el rincón triste de Hancock Park y alimentaba una obsesión perpetua por el caso de la Dalia Negra.

Me concentré en la música clásica y romántica del club Mecca. Me concentré en los delírium trémens. Mi héroe quería encontrar a una mujer y amarla hasta la muerte.

Mi reserva de fantasías de dieciocho años cristalizó en esta historia. Empecé a advertir que era una novela.

Me despidieron de Hillcrest. El hijo de un socio me gritó delante de una mujer atractiva. Lo derribé delante de todo el mundo. Un guardia de seguridad me escoltó hasta la salida.

Estaba muy colocado de hierba. La hierba me subía de manera imprevisible.

Encontré trabajo de cadi en el Bel-Air Country Club. Los socios y mis compañeros eran tan fascinantes como los de Hillcrest y el campo era aún más hermoso.