Soñaba mucho. Había dejado la persecución y pasaba por una especie de retiro temprano. Había llegado el momento de salir. Renunció a todo lo que tenía. Quería marcharse, definitivamente.
Dejó facturas sin pagar. Karen le enviaría notas para recordárselo. Él le había fallado porque los contactos no estaban allí y otros asesinatos dispersaban sus obligaciones. Era víctima de la confusión y del azar, igual que ella.
Intentaría compensarla con el amor que aún sentía.
Se llamaba Bill Stoner. Tenía cincuenta y tres años y era detective de la Brigada de Homicidios en la Oficina del Sheriff del condado de Los Ángeles. Estaba casado y tenía dos hijos gemelos de veintiocho años.
Marzo del 94 tocaba a su fin. A mediados de abril dejaría el trabajo; llevaba treinta y dos años en él, catorce de los cuales en Homicidios. Se retiraba como sargento con veinticinco años de antigüedad en el puesto. Con su pensión viviría bien.
Se iba intacto. No era un borracho ni había engordado a fuerza de alcohol y hamburguesas. Llevaba más de treinta años con la misma mujer y juntos habían pasado épocas difíciles. Nunca había tomado el camino bifurcado que seguían muchos polis. No jugaba la doble baraja de tener una familia y una serie de amigas entre la comunidad de agentes de la ley, que acababa de abrirse a las mujeres.
No se había escondido tras el trabajo ni se había recreado en una visión sombría del mundo. Sabía que el aislamiento generaba resentimiento y autocompasión. El trabajo de policía era ambiguo por naturaleza. Para asegurarse su arraigo moral la pasma desarrollaba códigos sencillos que reducían cuestiones complejas a breves epigramas. Y todos los epigramas se reducían a esto: la policía sabe cosas que el resto de la gente ignora. Cada epigrama confundía en la misma medida que iluminaba.
Eso era lo que le había enseñado el trabajo en Homicidios. Lo aprendió gradualmente. Vio casos desconcertantes que concluían en una sentencia condenatoria sin alcanzar a comprender por qué se habían producido los asesinatos. Llegó a desconfiar de las respuestas y las soluciones fáciles y se regocijó en las pocas viables que encontró. Aprendió a reservarse los juicios, a contener su ego y a hacer que la gente se acercara a él. Era la actitud de un inquisidor, lo cual lo distanciaba un poco de sí mismo al tiempo que lo ayudaba a controlar su temperamento general y a poner riendas a su conducta.
Los primeros diecisiete años de su matrimonio fueron una guerra. Se peleaba con Ann. Ann se peleaba con él. Sin embargo, gracias a la suerte y a un cierto sentido de hasta dónde podía llegarse, todo quedaba en palabras. Eran igualmente volubles y profanos y, por lo tanto, sus exigencias eran igual de egoístas. Ambos aportaban a su guerra reservas equiparables de amor.
Él llegó a detective de Homicidios. Ann llegó a enfermera titulada. Empezó la carrera tarde. El matrimonio sobrevivió porque ambos trataban con la muerte.
Ann se retiró pronto. Sufría de hipertensión y era alérgica. Los años de mala vida le pasaban factura.
Y a él también.
Estaba exhausto. Cientos de asesinatos y las épocas difíciles pasadas con Ann merecían un buen premio.
Quería abandonarlo todo.
El trato con la muerte le había enseñado cómo dejar que las cosas marchasen solas. Quería ser un padre de familia y un esposo en plena dedicación. Quería ver a Ann y a los chicos todo el tiempo y de manera permanente.
Bob regentaba una tienda Ikea. Estaba casado con una mujer muy formal y tenían una hija pequeña. Bob observaba las reglas. Bill Junior era más problemático. Levantaba pesas, iba a la universidad y trabajaba de gorila. Tenía un hijo de su ex novia, una japonesa. Bill Junior era un chico brillante y un gilipollas inveterado.
Amaba a sus nietos con locura. Para él la vida era magnífica.
Tenía una hermosa casa en Orange County. Tenía una buena reserva de dinero y de salud. Gozaba de un buen matrimonio y mantenía un diálogo privado con mujeres muertas. Era su propia interpretación del síndrome Laura.
A los detectives de Homicidios les gustaba mucho la película Laura. Un poli se obsesiona con la víctima de un asesinato y descubre que sigue viva. Es muy bella y misteriosa. La mujer se enamora del poli. Casi todos los detectives de Homicidios son unos románticos. Irrumpen en vidas destrozadas por el asesinato y dan consuelo y consejos. Se ocupan de familias enteras. Conocen a las hermanas y a las amigas de sus víctimas y sucumben a una tensión sexual relacionada con la aflicción. Tras cada drama encuentran una válvula de escape a sus matrimonios.
Él no estaba tan loco ni enganchado a lo dramático. La contrapartida de Laura era Perdición: un hombre conoce a una mujer y arroja su vida por la borda. Ambas perspectivas eran igualmente fatuas.
Las mujeres muertas encendían su imaginación. Las honraba con tiernos pensamientos. No les permitía que controlaran su vida.
Estaba decidido a jubilarse pronto. Las cosas pasaban deprisa y brillantes por su cabeza.
Tenía que ir a la oficina. A las nueve se había citado con un hombre cuya madre había sido asesinada hacía unos treinta años. El hombre quería echar un vistazo al expediente policial.
El terremoto de enero derrumbó el Palacio de Justicia. La Brigada de Homicidios de la Oficina del Sheriff, se mudó a la ciudad de Commerce. Estaba a una hora al norte del condado de Orange. Tomó la 405 hasta la 710. Un detective de Homicidios se pasaba la mitad del tiempo en la autopista. Acababan por dejarlo exhausto.
El condado de Los Ángeles era grande, topográficamente diverso y sólo podía cruzarse por autopista. Las autopistas reducían los problemas para deshacerse de un cadáver. Los asesinos podían meterse en remotos cañones y librarse rápidamente de sus víctimas. Las autopistas y terraplenes constituían zonas de cuatro estrellas para ello. Él calificaba las autopistas según las posibilidades que ofrecían para abandonar cadáveres y su historial al respecto. Cada trozo de autopista de Los Ángeles señalaba el lugar donde había aparecido un cuerpo o el camino hacia la escena de un crimen. Cada rampa de entrada y salida llevaba a algún asesinato.
Los cadáveres tendían a amontonarse en los peores lugares del condado. Conocía cada kilómetro de autopista desde y hasta cualquier población maloliente que estuviese bajo la jurisdicción de la Oficina del Sheriff. Los kilómetros se acumulaban y pesaban en su culo cansado. Quería largarse para siempre de la zona de abandono de cadáveres.
Del condado de Orange al centro de Los Ángeles había unos ciento cincuenta kilómetros. Vivía en Orange porque no era Los Ángeles ni un gran mapa de asesinatos pasados y presentes. Casi todo Orange era blanco y monolíticamente conservador. Él encajaba allí de manera superficial. Los polis eran bribones disfrazados de conservadores. Le gustaba la onda de aquel lugar. La gente se enfurecía con la misma mierda que él veía cada día. El condado de Orange lo hacía sentirse ligeramente falso. Los polis se mudaban en manada a sitios como aquél para vivir la ilusión de que los tiempos pasados eran mejores y ellos personas diferentes. Muchos llevaban consigo un bagaje reaccionario. Hacía mucho tiempo que él había echado el suyo a la basura.
Vivía allí para mantener sus dos mundos separados. La autopista no era más que un símbolo y un síntoma. Siempre correría hacia delante y hacia atrás, en un sentido u otro.
El cuartel general de la Brigada de Homicidios de la Oficina del Sheriff estaba en una nave de un polígono industrial apretujada entre una fábrica de herramientas y otra de chips para ordenador. Se trataba de un emplazamiento, pues supuestamente pronto se mudarían a unas instalaciones definitivas.