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El Palacio de Justicia rezumaba elegancia. Ese lugar no se parecía ni remotamente a los locales que solía ocupar la policía. El exterior era de estuco blanco. El interior era de piedra blanca. En la sala principal había cien escritorios; semejaba un local de ventas por teléfono.

El Departamento de Casos No Resueltos estaba separado por una pared. Contiguo a ésta había un almacén con estanterías en las que se apilaban los expedientes de homicidios sin resolver.

Cada expediente estaba marcado con la letra Z y un número de seis cifras. Stoner encontró el Z-483-362 y se lo llevó a su escritorio.

Había pasado siete años en aquel departamento, cuyo único precepto era: examinar expedientes Z en busca de pistas viables y valorar cualquier información que pudiese ayudar a resolver el caso. El trabajo tenía tanto de relaciones públicas como de estudio antropológico.

Los policías destinados allí casi nunca resolvían casos de asesinato. Comprobaban denuncias telefónicas, estudiaban expedientes y se quedaban enganchados en los crímenes antiguos. Interrogaban a viejos sospechosos y hablaban con viejos detectives. Los casos no resueltos conllevaban mucho papeleo. A los policías a punto de jubilarse solían destinarlos a aquel departamento.

Stoner ingresó de joven. El capitán Grimm le había reservado un trabajo especial. Grimm creía que el asesinato del Cotton Club podía resolverse. Le dijo a Stoner que se dedicase exclusivamente a él.

El trabajo le tomó cuatro años. Era uno de esos casos de altos vuelos que podían significar la gloria profesional para quien los llevase.

Lo dejó reventado. Le hizo recorrer muchos kilómetros de autopista.

Stoner miró el expediente Z que había sacado de la estantería. La foto de la autopsia era horripilante, casi tanto como las del instituto Arroyo. Tendría que advertir de ello al hombre.

Unos policías pasaron junto a su escritorio y le gastaron bromas sobre su jubilación. A su compañero, Bill McComas, acababan de ponerle un bypass cuádruple. Los tipos querían un parte con las novedades del caso.

Mac estaba débilmente bien. Iba a jubilarse al mes siguiente… menos que intacto.

Stoner apartó con un pie la silla del escritorio y se puso a soñar despierto.

Seguía viendo las cosas deprisa y brillantes.

Era un chico californiano. Su familia se marchó de Fresno durante la guerra y se instaló en el condado de Los Ángeles. Sus padres lucharon como fieras. La guerra asustó a sus hermanas y a él lo cabreó.

Se crió en South Gate, en un típico edificio de la posguerra, achaparrado, caluroso y con paredes de estuco. Allí reinaban los emigrantes rurales de Oklahoma. Les gustaban los coches trucados y la música country. Trabajaban en la industria y sus ingresos correspondían a aquella época de bonanza económica. El viejo South Gate generaba obreros. El nuevo South Gate generaba drogadictos.

Creció enganchado a las chicas y a los deportes y alimentando una vaga sensación de aventura. Su padre era capataz en la empresa Proto-Tool. Abundaban los trabajos mal remunerados y faltos de alicientes. Él decidió probar con Proto-Tool. Era muy aburrido y cansado. Se matriculó en el instituto y pensó en estudiar magisterio. La idea no acabó de entusiasmarlo.

Sus hermanas se casaron con polis. Tenía un cuñado en el Departamento de Policía de South Gate y otro en la Patrulla de Caminos. Le contaban historias tentadoras que encajaban con ideas que ya había albergado.

Quería aventura. Quería ayudar a la gente. Al día siguiente de cumplir veintiún años hizo la prueba de admisión para la Oficina del Sheriff del condado de Los Ángeles.

Aprobó el examen. Pasó las pruebas físicas y la comprobación de antecedentes familiares. En diciembre del 61 lo asignaron a la clase de la Academia del Sheriff.

La Oficina andaba escasa de mano de obra. Su primer destino fue la cárcel del Palacio de Justicia. Allí conoció a muchos asesinos famosos. Conoció a John el Loco Deptula. Deptula entró a robar en una bolera y despertó a Roger Alan Mosser, una especie de factótum que dormía allí. Lo golpeó hasta matarlo y llevó el cadáver al Parque Nacional de Los Ángeles. Decapitó a Mosser y arrojó la cabeza a uno de los aseos portátiles de una zona de acampada. Ward Hallinen, de la Brigada de Homicidios de la Oficina del Sheriff, resolvió el caso.

Conoció a Jack LoCigno. LoCigno se cargó a Jack el Ejecutor Whalen. Fue un trabajo a sueldo. Ocurrió en el restaurante Rondelli's, en diciembre del 59. El golpe estuvo mal preparado desde el principio.

Conoció travestidos y atracadores armados. Los escuchó y aprendió muchas cosas de ellos. Entró en la Academia y en cuatro meses completó un curso de justicia criminal. Conoció a una atractiva rubia llamada Ann Schumacher. Trabajaba en la fábrica de Autonetics, en Downey. Hicieron planes para salir la noche de su graduación.

Se graduó de la Academia en abril del 62. Llevó a Ann al Crescendo, en el ultramoderno Sunset Strip. Ann estaba guapa. Él estaba guapo, y llevaba una 38 de cañón corto. Tenía veintiún años y era inexpugnablemente frío.

Quería trabajar en un coche patrulla. La Oficina del Sheriff disponía de patrullas adscritas a catorce comisarías. Él quería acción constante.

Le dieron trabajo en una prisión.

Lo destinaron al Wayside Honor Rancho. Estaba a unos cien kilómetros de su casa. Aquel trabajo inauguró su larga y desagradable relación con las autopistas.

Wayside fue un buen entrenamiento en justicia americana antes de que ésta se desmoronase, pero le quitó parte de su juventud.

Wayside albergaba a reclusos condenados en el condado y los sobrantes del Palacio de Justicia. Su población estaba constituida por blancos, negros y mexicanos que se odiaban mutuamente pero evitaban los enfrentamientos raciales. Wayside era un elemento eficiente en un sistema que todavía funcionaba. El sistema funcionaba porque las estadísticas de criminalidad no se disparaban y la mayoría de los criminales no empleaban la violencia. La heroína era la gran droga mala de la época. La heroína era una epidemia bien contenida. La heroína hacía que entrases a robar en casas y obligases a tu novia a hacer la calle para poder pagarte el hábito. La heroína te dejaba atontado. La heroína no te hacía perder el juicio ni te llevaba a cortar a tu novia en pedazos como haría el crack veinte años más tarde. El sistema funcionaba porque casi siempre los criminales y los delincuentes se declaraban culpables y no molestaban con apelaciones rutinarias. El sistema funcionaba porque el colapso de las cárceles aún no había llegado. Los criminales estaban concienciados. Aceptaban la autoridad. Sabían que eran basura de los bajos fondos porque lo veían en televisión y lo leían en los periódicos. Estaban encerrados en un juego apañado. Por lo general, ganaba la autoridad. Disfrutaban con las victorias insignificantes y se deleitaban con las maquinaciones del juego. El juego era infiltración. La infiltración y el fatalismo estaban de moda. Si te librabas de la cámara de gas, lo peor que podía ocurrirte era pasar una temporada entre rejas, algo perfectamente viable antes del colapso. Podías privar y dar por culo a los maricones. El sistema funcionaba porque América aún tenía que vérselas con disturbios raciales, magnicidios, problemas medioambientales, desorientación sexual, proliferación de drogas y armas, psicosis religiosas vinculadas a un estallido interno de los medios de comunicación y un culto emergente a las víctimas, todo lo cual constituía un tránsito de veinticinco años de confrontaciones y disensiones cuyo resultado fue un frustrante escepticismo masivo.

Se hizo poli en el momento oportuno. Podía ser leal a ideas muy simples con una conciencia clara. Podía romper cabezas con total impunidad. Podía posponer algunos aspectos de su educación como policía y llegar a la mayoría de edad como detective de Homicidios.