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En el 62 aún tenía ilusiones. Sabía que el sistema funcionaba. El trabajo en la cárcel era factible. Los internos le causaron una impresión tranquilizadora. Todos desempeñaban su papel según el guión del momento. Los carceleros también.

Se casó con Ann en diciembre del 62. Al cabo de un año lo trasladaron a la comisaría de Norwalk. Pasó el primer aniversario de boda en un coche patrulla. Ann, dolida, se enfadó.

Empezaron a reñir. Ann quería que le dedicase todo su tiempo. El quería que ella adaptase sus horarios de modo que ambos concordaran. El sheriff del condado de Los Ángeles exigía casi todo su tiempo. Alguien tenía que ceder.

Siguieron riñendo. Su matrimonio se convirtió en el matrimonio de sus padres, sólo que con el volumen muy alto y muchos «que te jodan». Ann tenía complejo de abandono. Su madre la había dejado para marcharse con un atracador. El tipo la había llevado por todo el país para que compartiese sus correrías. Ann había tenido una infancia jodida.

Las riñas continuaron. Se reconciliaron. Volvieron a reñir. Él se resistió a pasárselo en grande con montones de mujeres que iban a la caza de polis. La Oficina del Sheriff de Los Ángeles se cernía como posible cómplice del acusado en una demanda de divorcio.

Le encantaba el trabajo de patrulla. Le encantaba el fluir de acontecimientos inesperados y la mezcla diaria de nuevas personas en apuros. La de Norwalk era una comisaría de «señores». La población era blanca y el ritmo lento. El manicomio del condado estaba en su jurisdicción. Los locos escapaban y se exhibían completamente desnudos. Los agentes de Norwalk tenían un servicio de taxis para chiflados. Siempre andaban devolviendo algún interno al hospital.

Disfrutaba de sus recorridos por Norwalk estando de servicio. El sistema funcionaba y el crimen podía contenerse. Los tipos más viejos decían que se avecinaban tiempos duros. La ley Miranda acabó de joderlo todo. El equilibrio de poder pasó de la policía a los sospechosos. Ya no podías arrancar confesiones con trucos de pacotilla como golpear a un tipo en los riñones con la guía telefónica.

Él no comulgaba con semejantes prácticas. Él no utilizaba guantes de cuero negro con pesos de medio kilo. No era una persona violenta. Intentaba razonar con tipos indisciplinados y sólo pasaba a mayores cuando tenía que hacerlo.

En el transcurso de una persecución perdió el control de su coche y estuvo a punto de morir. Se enredó con un adolescente que esnifaba cola y recibió algunas fuertes reprimendas. Atendió a una llamada de accidente y arremetió contra dos coches amontonados. El conductor del camión había muerto. Su cabeza caída sobre los botones de la radio mantenía el volumen al máximo. La canción Charade se oía en varias manzanas a la redonda.

Norwalk le dio algunos momentos turbulentos. Comparado con los que habían tenido lugar en Watts en agosto del 65, eran de segunda categoría.

Ann estaba embarazada de ocho meses. Iban hacia el norte por la autopista de Long Beach. El terreno era elevado y gozaban de una panorámica muy buena. Veían arder una docena de fuegos.

Se detuvo a la salida de la autopista y llamó a la comisaría de Norwalk. El comandante de guardia le dijo que se pusiera el uniforme y se presentara en la Harvey Aluminium, donde la dirección y los trabajadores llevaban tiempo enfrentados. La Oficina del Sheriff de Los Ángeles ya había establecido allí un puesto de mando.

Dejó a Ann y salió pitando hacia la Harvey. El aparcamiento estaba lleno de policías con equipo antidisturbios. El puesto de mando enviaba unidades de cuatro hombres. Tomó una escopeta del 12 y tres compañeros temporales.

Se trataba de hacer turnos de doce horas. Se trataba de arrestar a los saqueadores y a los incendiarios. Se trataba de limpiar Watts y Willowbrock, el punto caliente de todo aquel vudú negro.

Entró a plena luz del día. La temperatura rondaba los treinta y cinco grados. Los incendios añadían calor. Su equipo antidisturbios añadía aún más. El sur de Los Ángeles era todo calor y agitación.

Los saqueadores asaltaban tiendas de licor. Los saqueadores se bebían las botellas de marca allí mismo, empujaban los carritos de la compra calle abajo, iban llenos de licor y televisores.

Sonaban disparos constantemente. No se sabía quién disparaba a quién. Se ordenó el despliegue de la Guardia Nacional, cuyos miembros, jóvenes, estúpidos y asustados, disparaban sin ton ni son.

Era imposible patrullar siguiendo la mínima lógica. Pasaban demasiadas cosas a la vez. Tenías que pillar a los saqueadores al azar. Tenías que hacerlo por capricho, obedeciendo el impulso del momento. No distinguías la dirección de los disparos. Tampoco podías confiar en que los de la Guardia no soltaran una ráfaga y una bala perdida acabase contigo.

El desorden era incontenible. Crecía en proporción directa a los esfuerzos que se hacían por controlarlo. Un agente intentó frenar a la multitud. Un saqueador le quitó la escopeta. Se le disparó y le voló la tapa de los sesos a su compañero.

Los disturbios siguieron. La acción se dispersaba y reconstruía de manera inesperada. Pasó allí tres días enteros. Abatió a saqueadores y perdió peso por su exposición a las altas temperaturas y la sobrecarga de adrenalina.

La acción remitió debido a una especie de extenuación masiva. Los alborotadores se aplacaron, tal vez debido al calor. Se habían manifestado. Habían llevado un poco de alegría a sus vidas de mierda. Se atiborraron de botines baratos y se convencieron de que habían ganado más que perdido.

La policía perdió su virginidad colectiva.

Algunos de sus miembros lo negaron. Atribuyeron los disturbios a una serie concreta de acontecimientos criminalmente generados. Su lógica de causa y efecto no llegó más lejos.

Muchos policías reconocieron sus errores. Los negros revoltosos eran negros revoltosos. Sus tendencias criminales innatas debían reprimirse con más rigor.

Él sabía que no era así. Los disturbios le habían enseñado que la represión resultaba inútil. Nadie quemaba su propio mundo sin una buena razón para ello. No se podía tener a la gente encerrada ni excluida. Cuanto más se intentara, más se impondría el caos al orden. Aquella revelación lo estremeció y asustó.

Los gemelos nacieron un mes después de los disturbios. La relación con su mujer fue tranquila durante una temporada. Preparó el examen para sargento y siguió adscrito a la comisaría de Norwalk. Sopesó las lecciones de Watts.

Vivía en dos mundos. Su mundo familiar era incontrolable. Las lecciones aprendidas en Watts no le servían en casa. Sabía tratar a los criminales, pero no podía manejar a la volátil mujer a la que amaba.

La novedad de los niños pasó. Empezaron a reñir de nuevo. Se peleaban delante de los niños y luego se sentían culpables de ello.

En diciembre del 68 superó el examen para sargento y fue trasladado a la comisaría de Firestone. Se trataba de una zona muy densamente poblada, todos sus habitantes eran negros y tenía un índice de criminalidad muy alto. El ritmo era frenético. Aprendió a trabajar tres veces más que en Norwalk.

Hizo de supervisor de patrulla. En cada turno iba de llamada en código 3 a llamada en código 3. En Firestone todas las llamadas estaban relacionadas con asuntos de droga, atracos a mano armada y violencia doméstica. En el 65 había sido zona de disturbios. Después de éstos los habitantes de Firestone habían tenido sus propias revelaciones acerca de las causas. Firestone era pistolas y partidas de dados en las aceras. Firestone era el niño que se metía en la secadora y moría dando vueltas y quemado. Firestone era caos desacelerado. Firestone podía estallar en cualquier momento.

Pasó allí cuatro años. Dejó de patrullar y entró en la Brigada de Detectives. Hizo un poco de trabajo social en la comunidad. Cualquier cosa que tendiese un puente entre la policía y la población civil era buena. El DPLA había jodido para siempre la relación con los civiles. Él no quería que con la Oficina del Sheriff ocurriera lo mismo.