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Fue transferido a Robo de Vehículos. Desarrolló grandes facultades como detective y disfrutó con la naturaleza específica de aquel trabajo. Los robos se preparaban con tiempo. Se reducían a violación de la propiedad. Eran problemas aislados que terminaban con el arresto de los grupos culpables. No tenía que arrestar niños inocentes que fumaban marihuana ni hacer de árbitro en disputas familiares y dar consejos matrimoniales como si supiera de qué estaba hablando.

El trabajo de detective era su vocación. Tenía las habilidades sociales necesarias y el talento para ello. El trabajo de patrulla era una carrera extenuante sin una meta definida. En comparación, el de detective tenía un ritmo muy calmado. Interrogaba a los sospechosos uno a uno e iba sacándoles lo que sabían. Profundizó más en la relación que se establecía entre el policía y el delincuente.

Llegó a Firestone como policía. Se marchó de allí como detective. Entró en Asuntos Internos y dio caza a otros policías.

Policías que robaban dinero. Policías que se apoyaban demasiado en sus porras nocturnas. Policías que consumían droga. Policías que se masturbaban en películas pornográficas. Policías que daban palizas a los detenidos en las comisarías del condado. Policías que delataban delitos imaginarios por puro despecho.

Asuntos Internos era brutal. El límite moral estaba vagamente definido. No se lo pasaba bien acosando a sus colegas. Buscaba la verdad literal relativa a sus situaciones y acentuaba las circunstancias atenuantes. Se sentía unido a hombres detestables por simple empatía. Era consciente de que el trabajo socavaba los contratos familiares. Abundaban los policías alcohólicos. No eran mejores ni peores que los polis acusados de fumar droga.

El tenía controlados sus propios defectos. Los utilizaba para ilustrar el gran argumento básico. Tú no robas ni consumes droga ni te dedicas a actividades depravadas. No explotas tu estatus de policía para obtener ganancias ilícitas. Tienes que imponer esas restricciones a los policías a quienes investigas.

Era una línea moral válida, así como una simplificación impulsada por el ego.

Su matrimonio había llegado a un punto muerto. Él quería dejarlo. Ann quería dejarlo. Seguían esperando que uno de los dos hiciera acopio de fuerzas y se decidiera a dar el primer paso. En cambio, compraron una casa y quedaron aún más enganchados en el anzuelo. Él luchó contra un deseo persistente de mujeres.

Dejó Asuntos Internos en el 73. Fue trasladado a la Brigada de Detectives de la comisaría de Lakewood y se dedicó a investigar robos de automóviles durante dos años. En el 75 pasó a la Metropolitana.

La Metropolitana trabajaba en todo el condado. Él dirigía un equipo de vigilancia de cinco hombres. El condado de Los Ángeles se ensanchó para él. Vio el crimen crecer en las zonas deprimidas donde la gente sólo tenía pasta para drogas y apartamentos baratos. Los paisajes eran llanos, la atmósfera, contaminada. La gente vivía en medio de la mugre, pero eso no le impedía funcionar. Se movía como ratas en un laberinto, casi siempre en círculos a causa de las autopistas. Las drogas eran un circuito cerrado de éxtasis efímero y desesperación. Los pequeños robos y los atracos eran delitos relacionados con el consumo de drogas. El asesinato era un subproducto habitual del consumo de drogas y el tráfico ilegal de estupefacientes. Perseguir el consumo de drogas era completamente inútil, ya que se trataba de una reacción tan descabellada como comprensible a la vida de mierda del condado de Los Ángeles. Aprendió todas esas cosas circulando por autopistas elevadas.

En el 78 lo asignaron a Fraudes Mayores y un año más tarde pasó a una pequeña brigada cuya misión consistía en arrestar atracadores violentos. El trabajo se complementaba con la persecución de asesinos.

Ann sintió despertar una vocación y siguió su llamada de manera instintiva. Entró en la escuela de enfermeras y destacó en su trabajo. Aquella apuesta por la independencia resucitó su matrimonio.

Él respetó la decisión de su mujer. Respetó sus ganas de estudiar una carrera a los cuarenta años. Le gustó la forma en que la vocación de ella encajaba con la suya nueva.

Quería trabajar en la Brigada de Homicidios de la Oficina del Sheriff. Quería investigar asesinatos. Lo deseaba con un apasionado sentido de compromiso.

Recordó algunos favores que le debían y lo consiguió. Ese trabajo lo condujo al cadáver de la cuneta y al de la Marina. Lo condujo a la adolescente que había perdido el habla después de ser violada y golpeada.

Sus fantasmas.

13

Antes había aprendido un par de cosas sobre los asesinatos. Había aprendido que los hombres necesitaban menos motivos para matar que las mujeres. Los hombres mataban porque estaban borrachos, colocados y furiosos. Mataban por dinero. Mataban porque otros hombres hacían que se sintiesen mariquitas.

Los hombres mataban para impresionar a otros hombres. Mataban para poder hablar de ello. Mataban porque eran débiles y perezosos. El asesinato conformaba su lascivia momentánea y reducía sus opciones a unas pocas comprensibles.

Los hombres mataban a las mujeres por capitulación. La muy puta no les dejaba hacer lo que les venía en gana o no les daba su dinero. La muy puta cocía excesivamente el bistec. A la muy puta le daba un ataque cuando ellos cambiaban sus cupones de comida por droga. A la muy puta no le gustaba que sobara a su hija de doce años.

Los hombres no mataban a las mujeres porque se sintieran sistemáticamente maltratados por el género femenino. Las mujeres mataban a los hombres porque éstos las jodían de manera rigurosa y persistente.

Stoner pensó que la regla era obligatoria. Se negaba a considerarla verdadera, a ver en cada mujer una víctima.

La cuestión del libre albedrío lo desconcertaba. Muchas mujeres eran asesinadas por ponerse en situación de peligro y firmar, conjunta y pasivamente, su partida de defunción. El se negaba a aceptarlo. La pasión que sentía por las mujeres las incluía a todas. Era grande, fortuita y, en esencia, idealista, la razón de que se mantuviera fiel cuando su matrimonio hacía agua.

Su primera víctima fue una mujer.

Billy Farrington irrumpió en la Brigada de Homicidios de la Oficina del Sheriff. Era un estereotipo de la moda que gastaban los negros: iba con traje y corbata al lugar donde se había producido un asesinato, por cubierto de heces que estuviese. Le enseñó a leer despacio y a conciencia la escena de un crimen.

Billy tenía cincuenta y cinco años y se acercaba al final de su carrera como policía; aún tenía pendientes muchas vacaciones. Le dejó trabajar solo en el caso de Daisie Mae.

El cadáver había aparecido en Newhall. Un hombre vio arder un bulto y apagó el fuego. Llamó a la comisaría de Newhall. El agente de guardia llamó a la Brigada de Homicidios.

Stoner se presentó en la escena del crimen, la acotó y examinó el cadáver.

La víctima estaba completamente vestida, era blanca y joven, tenía el rostro contraído y casi parecía mongoloide.

Estaba envuelta en una bandera de Estados Unidos y unas mantas de bebé. Habían atado el bulto con cable eléctrico. Las mantas estaban empapadas en gasolina o en un combustible similar. Había recibido unos porrazos en la cabeza.

Stoner recorrió la zona. No vio huellas, marcas de neumático ni arma contundente alguna. Era un terraplén cubierto de matorrales. El asesino debía de haber llevado el cuerpo hasta allí desde alguna carretera de acceso cercana.

Llegó el equipo del forense. Examinaron las ropas quemadas de la víctima.

No encontraron ninguna identificación. Stoner halló una cadena de oro con un colgante. Parecía el signo de la paz o algún otro símbolo raro. Stoner se la guardó. Los hombres del forense se llevaron el cuerpo.

Stoner fue al Palacio de Justicia y leyó las denuncias de personas recientemente desaparecidas. Ninguna de ellas encajaba con su desconocida. Envió un teletipo. Mencionó el colgante de la víctima y dijo que ésta tal vez fuese retrasada mental. Telefoneó al Centro de Información para que divulgasen los hechos.