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Rehacía a esas mujeres a la imagen de Jean Ellroy, salvo el alcohol, la promiscuidad y el asesinato. Yo era un tornado que pasaba por sus vidas. Tomaba el sexo y escuchaba sus historias. Les contaba la mía. Intenté que funcionara una serie de emparejamientos, breves y más prolongados, pero nunca me esforcé tanto como las mujeres con quienes estaba.

Mientras lo hacía, aprendí cosas. Nunca rebajé mis expectativas románticas. Era un tipo falso e imprevisible y un rompecorazones con una fachada convincentemente suave. En la mayor parte de mis asuntos de faldas yo llevaba la iniciativa cuando de poner fin a la relación se trataba. Me encantaba cuando alguna mujer me veía las intenciones y me daba puertas primero. Yo nunca di puertas a mis expectativas románticas. Nunca acepté un comentario tierno de amor. Me sentía mal por las mujeres con quienes follaba. Con el tiempo, me acerqué a las mujeres con menos ferocidad. Aprendí a disimular mi ansia, que pasaba directamente a mis libros, cada vez más obsesivos.

Yo era una antorcha perpetua con tres llamas.

Mi madre. La Dalia. La mujer que yo sabía que Dios me daría.

Escribí cuatro novelas en cuatro años. Mantuve separados mis dos mundos, Eastchester y Manhattan. Me sentía cada vez mejor. Desencadené una especie de fenómeno de culto y elaboré un álbum de recortes de revistas de cuatro estrellas. Los anticipos que me daban por mis libros se incrementaron. Jubilé mis zapatos de cadi. Me encerré durante un año y escribí La dalia negra. El año pasó volando. Viví con una mujer muerta y con una docena de hombres malos. Betty Short me guió. Construí el personaje a partir de diversos aspectos del deseo masculino e intenté describir el mundo de hombres que había sancionado su muerte. Cuando acabé la última página, lloré. Dediqué el libro a mi madre. Sabía que podía unir a Jean con Betty y encontrar oro de veinticuatro quilates. Financié mi propia gira de promoción. Hice público el vínculo. Convertí La dalia negra en un best-seller nacional.

Conté una docena de veces la historia de Jean Ellroy y la Dalia. Reduje la narración a fragmentos de sonido y la vulgaricé en aras de la accesibilidad. Procedí a contarla con desapasionamiento minucioso. Me retraté como un hombre formado por dos mujeres asesinadas y por un hombre que ahora vivía en un plano por encima de tales cuestiones. Mis actuaciones en los medios eran convincentes a primera vista y faltas de sinceridad cuando se reflexionaba sobre ellas. Explotaban la desacralización de mi madre y me permitían trocear su recuerdo en porciones manejables.

La dalia negra fue mi libro decisivo. Era pura pasión obsesiva y una elegía a la patria chica. Quería seguir en los años cuarenta y en los cincuenta. Quería escribir novelas más ambiciosas. Sentía la llamada de unos hombres malvados que hacían cosas perversas en nombre de la autoridad. Deseaba mearme en el mito del noble solitario y exaltar a policías dedicados a joder a los privados de derechos civiles. Quería canonizar el Los Ángeles secreto que había vislumbrado, por primera vez, el día en que murió la pelirroja.

La dalia negra quedaba atrás. Mi gira promocional cerraba un tránsito de veintiocho años. Comprendí que debía dejar atrás el libro. Supe que podía volver al Los Ángeles de los años cincuenta y reescribir esa antigua pesadilla según mis propias especificaciones. Era mi primer mundo separado. Supe que podía extraerle sus secretos y contextualizarlos, reclamar el tiempo y el lugar, cerrar el paso a aquella pesadilla y forzarme a encontrar otra nueva.

Escribí tres secuelas de La dalia negra y denominé a esa obra colectiva «El cuarteto de Los Ángeles». Mi reputación y mi imagen pública se agrandaron como una bola de nieve. Conocí a una mujer, me casé y me divorcié de ella en el plazo de tres años. Rara vez pensaba en mi madre.

Dejé de centrarme en el Los Ángeles de los años cincuenta y me pasé a la Norteamérica de la era de Jack Kennedy. El salto modificó mi ámbito geográfico y temático y me impulsó hasta la mitad de una nueva novela negrísima. El Los Ángeles de los años cincuenta quedaba atrás. Jean Ellroy, no. Conocí a una mujer y ella me empujó hacia mi madre.

El nombre de la mujer era Helen Knode. Escribía para un periódico izquierdoso llamado L.A. Weekly. Nos conocimos. Nos emparejamos. Nos casamos. Fue un amor extravagante. Fue un reconocimiento mutuo con el motor a seis mil revoluciones por minuto.

Progresamos. Las cosas fueron cada vez mejor. Helen era hiperbrillante. Era todo elevada rectitud y risas profanas. Dos imaginaciones desatadas se combinaron y colisionaron.

Helen estaba obsesionada con el siempre desconcertante asunto de la relación entre hombres y mujeres. Lo disecaba, lo satirizaba, lo desmontaba y volvía a montarlo. Se lo tomaba a broma y se burlaba de mi enfoque melodramático del tema.

Se concentró en mi madre. La llamaba «Geneva». Imaginábamos escenas en las que aparecían mi madre y algunos hombres famosos de su época. Nos partíamos de risa. Metimos a Geneva en la cama con Porfirio Robirosa y criticamos la misoginia americana. Geneva volvía heterosexual a Rock Hudson, Geneva le daba unos meneos a JFK y lo volvía monógamo. Hablamos una y otra vez de Geneva y de la polla monolítica de mi padre. Nos preguntábamos por qué coño no me habría casado con una pelirroja.

Helen encontró la foto. Me instó a estudiarla. Era la abogada de mi madre y su agente provocadora.

Me conocía. Citó a un autor teatral muerto y me llamó bala perdida sin otra cosa que un futuro. Comprendía mi falta de autocompasión. Sabía la razón de mi desprecio a todo lo que pudiese limitar mi impulso hacia delante. Sabía que las balas no tienen conciencia. Pasan ante las cosas a toda velocidad y fallan el blanco tan a menudo como aciertan en él.

Helen quería que conociera a mi madre. Quería que descubriese quién era y por qué había muerto.

15

Aparqué delante de la Brigada de Homicidios. Bebí un trago de café en el coche e hice un poco de tiempo. Pensé en las fotos de la escena del crimen.

La había visto muerta. La había visto por primera vez desde que aún estaba viva. No guardaba ninguna foto de ella. Lo único que tenía eran retratos mentales, vestida y desnuda.

Los dos éramos altos. Yo tenía sus facciones y la tez de mi padre. Estaba volviéndome gris y calvo. Ella había muerto con la cabeza cubierta de brillantes cabellos rojizos.

Subí y llamé al timbre. Me respondió el crepitar de un altavoz situado sobre la puerta. Pedí por el sargento Stoner.

La puerta se abrió con un chasquido. Bill Stoner apareció en el quicio y se presentó.

Medía cerca de un metro ochenta y debía de pesar unos ochenta kilos. Tenía los cabellos castaños, finos, y lucía un gran bigote. Llevaba traje oscuro, camisa a rayas y corbata a juego.

Nos dimos la mano y volvimos a entrar en Casos No Resueltos. Stoner me mostró brevemente un ejemplar de mi novela, Jazz Blanco. Me preguntó por qué todos los policías eran extorsionadores y pervertidos. Le dije que los buenos policías no daban bien en la ficción. Él señaló la foto de la contracubierta. En ella yo aparecía con mi bull terrier tendido sobre mis muslos.

Le dije que el perro parecía un cerdo blanqueado. Añadí que se llamaba Barko. Era un cabronazo muy listo. Lo echaba de menos. Mi ex esposa había conseguido la custodia.

Stoner se echó a reír. Nos sentamos en escritorios contiguos. Me pasó un archivo de acordeón marrón.

Dijo que las imágenes de la escena del crimen eran explícitas. Me preguntó si aún quería verlas.

Contesté que sí.

Estábamos solos en la oficina. Nos pusimos a hablar.

Le conté que en los años sesenta y setenta había pasado algún tiempo en el condado. Hablamos de las ventajas y desventajas del Biscailuz Center y del Wayside Honor Rancho. Dije que me encantaban los pimientos rellenos del almuerzo. Stoner me contó que él los comía cuando iba por el Wayside.