Tenía una voz suave de inquisidor y adornaba los monólogos con breves pausas. Nunca interrumpía, pero ni por un instante apartaba la mirada de quien le hablaba.
Sabía cómo sonsacar a la gente. Sabía extraer secretos íntimos. Noté que me incitaba a ello. No me resistí. Sabía que Stoner había reparado en mi lado exhibicionista.
Sólo estaba ganando tiempo. El expediente marrón me asustaba. Y sabía que Stoner estaba incitándome a abrirlo.
Charlamos. Intercambiamos historias policíacas de Los Ángeles. Él tenía una percepción aguda y lúcida, carente de la ideología policial típica de tantos de sus compañeros. Catalogaba al DPLA de institución racista y confería una intensa carga dramática a sus relatos. Decía «jodido» con la misma frecuencia y tranquilidad que yo y utilizaba un lenguaje procaz para aumentar el efecto de sus palabras. Describió el caso Beckett y me condujo de cabeza al terror de Tracy Stewart.
Tras dos horas de charla guardamos silencio, casi como si nos hubieran indicado que lo hiciéramos.
Stoner abandonó la estancia. Yo me dejé de evasivas.
Dentro del expediente había sobres, hojas de teletipo y notas sueltas garabateadas en recortes de papel, así como un «Libro Azul» de la Brigada de Homicidios de la Oficina del Sheriff. El libro en cuestión, de cincuenta páginas, contenía informes mecanografiados en orden cronológico.
El informe del cuerpo encontrado. El informe del forense. Informes sobre sospechosos exonerados. Tres entrevistas literales.
El Libro Azul era frágil y estaba enmohecido. En la tapa aparecían dos nombres mecanografiados. No los reconocí. Sargentos John G. Lawton y Ward E. Hallinen.
Eran los hombres que me habían preguntado con quién follaba mi madre. Uno de ellos me había comprado un dulce, hacía un millón de años.
El expediente estaba mal conservado y rebosaba de papeles y notas sueltas metidas de cualquier manera y luego olvidadas. El aspecto descuidado resultaba tan ofensivo para mí como simbólico. Me hallaba ante el alma perdida de mi madre.
Puse orden en todo aquello. Formé una hilera de pilas de papeles, bien ordenados. Aparté a un lado el sobre con el rótulo «Fotos Escena del Crimen». Estudié por encima el primer montón de informes del Libro Azul y aprecié detalles extraños.
Mi dirección en El Monte era Maple, 756. Dos testigos vieron a mi madre sentada a la barra del Desert Inn. El nombre me dejó aturdido. Los periódicos decían que mi madre acudía a una coctelería de la localidad. Nunca concretaban más.
Hojeé algunos informes. Un testigo del Desert Inn aseguraba que el acompañante masculino de mi madre era mexicano. El hecho me sorprendió. Jean Ellroy era derechista y estaba obsesionada con las apariencias. No me la imaginaba en un lugar público con un cholo.
Eché un vistazo a la última sección y vi dos cartas manuscritas. Un par de mujeres delataban a sus ex maridos. Escribían a John Lawton y daban razones detalladas de sus sospechas.
La mujer número uno escribía en 1968. Decía que su ex trabajaba con Jean en la planta de Packard-Bell. Había estado liado con Jean y con otras dos mujeres de la empresa. Después de la muerte su comportamiento había sido sospechoso. La mujer le había preguntado dónde estaba esa noche y él, tras golpearla, le había exigido que cerrara el pico.
La mujer número dos había escrito en 1970. Según ella, su ex tenía una cuenta pendiente con Jean Ellroy, que se había negado a tramitar una reclamación por lesiones que él había presentado. Aquello «lo había sacado de quicio». La mujer número dos añadía en una posdata que su ex había prendido fuego a una tienda de muebles. Habían tenido que devolver una mesa de cocina que él había comprado, lo cual «lo había sacado de quicio» una vez más.
Las dos cartas sonaban a venganza. John Lawton había añadido una nota a la número dos; en ella dejaba constancia de que ambas pistas habían sido investigadas y desechadas por inválidas.
Eché un vistazo al libro. Capté leves destellos de datos.
Harvey Glatman fue interrogado y descartado como sospechoso. Recordé el día en que lo llevaron a la cámara de gas. Un testigo del Desert Inn discutía el detalle del mexicano. Decía que el tipo que estaba con la rubia y la pelirroja era «un hombre blanco, moreno». Mi madre trabajaba en Airtek Dynamics desde septiembre del 56. Yo creía que por entonces aún estaba en Packard-Bell. El informe de la autopsia señalaba la presencia de semen en la vagina de mi madre. No había ninguna mención a lesiones internas o abrasiones vaginales. No había indicio alguno de violación; nada hacía pensar que el encuentro sexual no hubiese sido de mutuo acuerdo. Mi madre estaba con el período. El cirujano forense le encontró un tampón en la vagina.
Los hechos me golpearon como una andanada. Sabía que debía contener la ráfaga. Saqué pluma y libreta de notas y pasé a las declaraciones transcritas. La primera fue toda una revelación.
Lavonne Chambers atendía los coches del restaurante Stan's Drive-In, a cinco manzanas del Desert Inn. Había atendido a mi madre y a su acompañante masculino dos veces, el sábado por la noche y el domingo de madrugada.
Según ella, el tipo era griego o italiano. Conducía un Oldsmobile del 55 o del 56, de dos tonos. Había llegado con mi madre hacia las 22.20. Cenaron en el coche. Hablaron. Se marcharon y volvieron hacia las 2.15.
El hombre estaba callado y tenía aire hosco. Mi madre estaba «muy animada». «Charlaba por los codos.» Tenía mal colocado el escote y uno de los pechos quedaba medio a la vista. Se la veía «algo desaliñada». El hombre «parecía aburrido con ella».
Todo aquello era información nueva y caliente. Y mandaba al cuerno mi vieja teoría.
Yo creía que mi madre había dejado el bar con el Hombre Moreno y la Rubia. Que habían intentado forzarla a un menage à trois, que ella se había resistido y el asunto había terminado mal.
Él estaba «aburrido». Ella, «desaliñada». Lo más probable era que ya hubiesen follado y él quisiera desembarazarse de ella. Mi madre quería más de su tiempo.
Yo solía frecuentar el Stan's Drive-In, que quedaba al otro lado de Hollywood High. Las camareras que atendían los coches llevaban uniforme rojo y blanco. El Krazy Dog era estupendo. Las hamburguesas y las patatas fritas, famosas.
Leí la declaración tres veces. Anoté los datos clave. Me preparé y abrí el primer sobre.
Contenía tres instantáneas. Vi a Ed y a Leoda Wagner, hacia el año 50. Vi a mi padre a los cuarenta y cinco o cuarenta y seis años. Las fotos llevaban sendas leyendas: «Herrn. de la víct. y su mar.» y «Ex mar. de la víct.». Mi padre aparecía guapo y en forma.
La tercera foto lleva esta leyenda: «Víct., agosto del 57.»
La mujer de la foto llevaba un sarong blanco. Me acordaba de él. Sostenía una copa y un cigarrillo. Tenía los cabellos recogidos, corno los llevaba siempre. Detrás de ella había gente de juerga. Parecía un picnic o algo así.
Su aspecto era deplorable, con la cara hinchada y ojerosa. Parecía mayor de los cuarenta y dos años y cuatro meses que tenía. Semejaba una borracha que intentase simular, sin éxito, que no lo era. La imagen se contraponía radicalmente con la que yo conservaba en mi recuerdo.
Esa foto reflejaba deseos satisfechos. Congelé en mi mente su imagen a unos lascivos cuarenta. Las arrugas de su rostro no eran huellas de vida disoluta, sino de fuerza, de energía. La foto era todo ansia soterrada. Sucumbí a la imagen y le hice el amor unas pocas veces, todas ellas preciosas y fantásticas.
Abrí el segundo sobre. Vi dos retratos robot del Hombre Moreno. El retrato número uno mostraba a un enjuto soplapollas. El retrato número dos mostraba a un sádico de rasgos similares.
Abrí el tercer sobre. Contenía treinta y dos fotos para las fichas de otros tantos hombres, todos ellos catalogados de delincuentes sexuales. Unos eran blancos y otros hispanos. Todos los rostros se parecían a los retratos robot.