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Los treinta y dos habían sido interrogados y dejados en libertad. Todos tenían ese aspecto de viles pervertidos que produce el fogonazo del flash. Llevaban al cuello el rótulo de identificación de anteriores detenciones por asuntos de carácter sexual. Los rótulos recogían las fechas de detención y diversos números de artículos del código penal. Las fechas iban desde el 39 hasta el 57. Los números cubrían desde violaciones y escándalos sexuales hasta media docena de delitos pasivos. Casi todos los tipos ofrecían un aspecto desaseado. Unos cuantos aparecían encogidos, como si acabaran de golpearlos con un listín telefónico. El efecto que producían en conjunto era repulsivo. Tenían el aire de una mancha venérea o de una salpicadura de semen en la pared de un cagadero.

Abrí el último sobre. Vi a mi madre muerta cerca del instituto Arroyo.

Tenía las mejillas hinchadas y las facciones abotargadas. Parecía una mujer enferma pillada en pleno sueño.

Vi el cordel y la media en torno a su cuello. Vi las picaduras de insectos en los brazos. Vi el vestido que llevaba puesto. Me acordaba de él. Contemplé las fotos en blanco y negro y recordé que el vestido era celeste y azul marino. Le llegaba por debajo de las rodillas, pero alguien se lo había levantado hasta las caderas. Vi su vello pubiano. Aparté rápidamente la mirada y convertí la imagen en algo borroso.

La última foto correspondía a la autopsia. Mi madre estaba boca arriba en una mesa del depósito de cadáveres, con la cabeza apoyada en un bloque de caucho negro.

Vi su pezón deformado y la sangre seca que cubría sus caderas. Vi una incisión abdominal suturada. Era muy probable que la hubiesen abierto en la escena misma del crimen, para hacer un estudio del hígado antes de que sobreviniera el rigor mortis.

Examiné todas las fotos tomadas en el lugar donde la hallaron. Grabé cada detalle en la memoria. Me sentía en perfecta calma. Volví a colocarlo todo en el expediente y le entregué éste a Stoner.

Me acompañó hasta el coche. Nos estrechamos la mano y nos despedimos. Stoner estaba algo alicaído. Sabía que mi mente se hallaba muy lejos de allí.

Esa noche me acosté pronto. Cuando desperté aún no había amanecido. Vi las fotos incluso antes de abrir los ojos.

Noté que un pequeño engranaje encajaba en su lugar con un chasquido. Era como decir, «¡Oh!», al reconocer una gran revelación.

Ahora lo sabes.

Creíste que lo sabías, pero te equivocabas. Ahora sabes de verdad. Ahora vas a donde ella te lleva.

Ella y el Hombre Moreno regresaron al Stan's Drive-In. Eran las dos y cuarto de la madrugada. Acababan de follar y él estaba aburrido, quería deshacerse de aquella mujer desesperada y continuar con su vida. La combustión se había producido porque ella quería más. Más sexo o más atenciones masculinas. La promesa de una siguiente vez con flores y un trato más lujoso.

Confié en mi nueva teoría. Hacía que sintiese una poderosa oleada de amor hacia mi madre.

Yo era hijo suyo. Estaba tan enganchado como ella a aquel «querer más». La diferencia de sexo y la época me favorecían. Yo me había dedicado a beber y a follar con una aprobación general que ella nunca habría soñado tener. La suerte y la cautela del cobarde me salvaron.

Vi la cuesta abajo que ella había recorrido. Me había imbuido a la fuerza de un instinto de supervivencia que ella nunca había desarrollado. Su dolor era mayor que el mío. Definía el vacío que había entre nosotros.

Regresé a Connecticut y escribí mi artículo para GQ. No era nada catártico. No desconectó ese pequeño mecanismo. Ella siempre estaba allí, conmigo.

Fue un abrazo torpe y una reunión. Fue un paso temerario. Fue una cita a ciegas a la que me habían empujado Helen y Bill Stoner.

Ahora vas a donde ella te conduce.

La idea me confundió. Entregué mi devoción con fe ciega.

16

Ella me señaló el camino que conducía a sus secretos. Su guía fue una provocación y un reto. Me desafiaba a descubrir cómo había vivido y cómo había muerto.

Decidí ampliar mi artículo para GQ, hacerlo cincuenta veces más largo y convertirlo en libro. A mi editor la idea le pareció bien. Bill Stoner se jubiló en abril. Me puse en contacto con él y le hice una oferta. Le dije que quería que investigase el homicidio de mi madre. Le pagaría un porcentaje del anticipo del libro y cubriría todos los gastos. Formaríamos equipo e intentaríamos encontrar al Hombre Moreno, vivo o muerto. Sabía que nuestras probabilidades eran mínimas, pero no me importaba. La pelirroja constituía mi principal objetivo.

Stoner aceptó.

El artículo de GQ se publicó en agosto. Se centraba en las figuras de mi madre y mía y en él se subrayaba nuestra ansia común de «tener más». Entregué la novela y alquilé un apartamento en Newport Beach, California. Stoner dijo que nuestro trabajo podía llevar un año, o más.

Volé allí el Día del Trabajo. En el avión, la gente hablaba de O.J. Simpson sin parar.

El caso ya tenía tres meses. Se había convertido en el asunto relacionado con el asesinato de una mujer más ventilado de todos los tiempos. El de la Dalia Negra había sido un caso importante -y angelino hasta la médula-, pero el de Simpson lo había eclipsado rápidamente. Era enorme, una escenificación épica, un circo multimedia representado sin disimulo y basado en la poco sostenible defensa de un robo con escalo frustrado por la víctima. Todo el mundo sabía que había sido O.J., pero los corifeos desafiaban el consenso y se volvían locos buscando la verdad oculta y algún precedente empírico. Los lacayos de los medios de comunicación atacaban la verdad con fuerza cada vez mayor. Consideraban el asunto O.J. como un tosco microcosmos. Era cosa de cocaína y sexo. Era narcisismo de club de salud y mutuas ataduras a pagos de pensiones mensuales de cinco cifras. Fue el público de bajo nivel económico quien definió el delito. Ese público ambicionaba el ostentoso estilo de vida de O.J. y no podía tenerlo. Por eso, se conformó con la representación teatral, de moralidad pestilente, que les decía que aquel estilo de vida era venal.

O.J. y el hombre Moreno. Nicole y Geneva.

Mi madre era una mujer muy reservada. Yo era dado a los faroles y un oportunista redomado. Siempre deseaba llamar la atención e intuía que ella nunca lo había hecho. Yo quería entregarla al mundo. Podría llamárseme secuestrador de recuerdos y señalar mis anteriores hazañas para demostrarlo.

Quizá fuera así, o quizá fuese un error. En vista de mi pasión recientemente desatada, me declararía culpable de tal delito.

Pero ella estaba muerta. Insensible. Preguntarse si lo entendería o no era ridículo. Yo tenía una faceta chismosa, descarada. Ella era el centro de mi relato.

El tema me preocupaba. Respetaba su intimidad y a la vez me disponía a destruirla. Sólo veía una salida.

Tenía que someterme a su espíritu. Si la perjudicaba en algo, notaría en mí su censura.

Stoner se reunió conmigo en el aeropuerto. De allí, fuimos directamente al instituto Arroyo.

Era mi segunda visita, tiempo después de que un equipo de filmación me tomase unos planos allí. La entrevista había salido muy bien. No había visto las imágenes. No fui capaz de señalar el punto exacto ni colocar allí a mi madre.

Stoner aparcó cerca del lugar. Hacía calor y humedad. Conectó el aire acondicionado y cerró las ventanillas.

Dijo que debíamos hablar de mi madre, con franqueza y sin reservas. Le aseguré que me sentía capaz de hacerlo. Entonces, anunció que pretendía reconstruir el crimen según su idea de lo sucedido.

Mencioné mi nueva teoría. Stoner se mostró en desacuerdo.

Según él, el Hombre Moreno iba tras un coño, pero Jean tenía la regla y no había querido dárselo. No pasaban de los besos y magreos y el Hombre Moreno buscaba más. Jean pretendía enfriarlo un poco y le propuso regresar al Stan's Drive-In. Allí los atendió nuevamente Lavonne Chambers. Jean había bebido y estaba algo achispada. El Hombre Moreno estaba caliente y harto de ella. Y conocía esa calle solitaria junto al instituto…